Mikel Azurmendi, etarra sin sangre en los años 60, condenado a muerte por la banda cuando la abandonó, pacifista de “Basta Ya” y profesor de antropología exiliado de su universidad vasca, ha sido condenado a la lapidación intelectual por incorrección política tras escribir que en España no todos los inmigrantes y las organizaciones que dicen protegerlos son santos, ni que en El Ejido (Almería) la mayoría es racista.
Intolerable, porque sus conclusiones rompen la doctrina de que los españoles son culpables de los males de la inmigración y de la pobreza mundiales, y racistas si no pagan a las asociaciones que dicen luchar contra su explotación.
Azurmendi ha negado la necesidad de autoflagelarse y sangrarse por pecados imaginarios, como hacen los “picaos” españoles, iraníes y filipinos.
Su recién aparecido libro “Estampas de El Ejido” (Taurus) investiga las causas y consecuencias de la revuelta de muchos vecinos de ese pueblo, en febrero de 2000, calificada en los medios informativos de racista, estilo Ku-klus-klan.
La realidad, se deduce del libro, era otra: los habitantes de El Ejido expresaban un miedo que, si no desaparece, sí puede conducir al racismo.
Porque algunos movimientos biempensantes y sindicatos, que quieren subvenciones y nuevos afiliados, tomaron a los inmigrantes por mascotas que exhibieron como muestras de poder, y con paternalismo racista les incitaron a que rechazaran su integración social en la modernidad y les impulsaron a que mantuvieran sus usos y tradiciones, incluso los más brutales.
Un número no desdeñable siguió esas indicaciones y repudió las normas, como el respeto a los bienes ajenos y a las personas, lo que generó miedo y disturbios.
Si los inmigrantes aceptan nuestras fórmulas de convivencia se evitará el miedo que lleva al racismo, pero decirlo es un delito para los llamados progresistas que tienen a los inmigrantes como sus mascotas, aunque no las tienen en sus casas a las mascotas no humanas.
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