B de Bebop, P de Pájaro
P de Parker, B de Bird.
Juegos de palabras que se me han ocurrido hace un momento cuando intentaba recordar el sistema de archivo de vinilos y discos compactos, dudando entre el uso del apellido o quizás del sobrenombre, mucho más que un mero apodo, con el que señalar y ubicar las piezas musicales correspondientes a Charlie Parker porque me ha parecido que sería el único fondo sonoro posible y ahora mismo estoy escuchando una versión de All The Things You Are grabada en 1953 en una sesión que tuvo lugar en Toronto, compareciendo Dizzy Gillespie, Bud Powell, Max Roach y Charles Mingus para formar un quinteto irrepetible que los canadienses disfrutaron en directo hace casi sesenta años, una música característica de una época.
Más que una música una forma de entender, sentir e interpretar las mágicas notas que representan sonidos, el bebop es en el caso de Charlie Parker algo que surge impetuoso del interior como una necesidad perentoria, una cascada de sonidos inabarcables, que no se pueden explicar: se tienen que sentir o quizás, representarlo en pantalla, recrearlo en una película.
Eso debió meditar Clint Eastwood cuya afición por la música de jazz era por todos conocida en las postrimerías de los años ochenta del siglo pasado: nada mejor que rodar una película para reflejar y explicar lo que el saxo alto de Charlie Parker produce en los atentos escuchantes de sus grabaciones, porque el artista falleció ¡ay! en 1955, a la temprana edad de 34 años, un chaval con un manantial de ideas que se truncaron súbitamente.
¿Significa eso que nos encontramos ante un biopic? Conocida es mi aversión por el subgénero porque alberga en su seno verdaderos bodrios y diría que en esta ocasión, ha sido ahora, al escribir estas líneas, cuando he caído en la cuenta que alguien podría usar la odiada clasificación: más de veinte años han pasado desde que la disfruté en su estreno y la habré repasado un par de veces más y nunca había pensado en BIRD como un biopic al uso, seguramente porque no lo es.
Tampoco es, desde luego, una película para todos los públicos: es una película dirigida a los amantes del jazz, capaces de escuchar con agrado durante más de dos horas y media un festival de melodías apuntadas con el estilo característico del protagonista y sus compadres: o sea, si usted, amable persona lectora, no es capaz de escuchar entero un disco de Charlie Parker, quizá esta película no es para usted. Si hasta ahora no había oído a nadie mencionar a Bird, el experimento puede ser muy interesante.
Porque Eastwood con BIRD filma una de sus películas más personales, más íntimas: compartir su pasión por el jazz puede ser un descenso a los infiernos comerciales en la consciencia que el público a llamar es limitado aunque tiene la ventaja que el anzuelo es irresistible porque el aficionado hará cola imperturbable para sentarse ante la pantalla como lo haría ante un escenario rodeado de humo en un antro oscuro situado en un semisótano de cualquier callejuela de Nueva York.
Pero Eastwood, que en 1988 ya había dado muestra del mucho cine que había aprendido fijándose en todo mientras esperaba en los rodajes de otros, sabe que un remedo de documental no es lo que el aficionado al cine espera de él por mucho que también desee ver recreado al gran Charlie Parker, así que con la ayuda de quienes convivieron con el artista en sus últimos años conforma una especie de retrato del artista con apuntes biográficos que presenta en flashbacks tan inconexos como lo son en la realidad esos recuerdos de la juventud e infancia que asaltan el cerebro de cualquiera de improviso, retazos de una vida, elementos vitales que ayudan a entender, comprender y conocerse.
Hubiera resultado relativamente fácil y acomodaticio presentar la historia de Charlie Parker desde su Kansas natal hasta su eclosión en la gran ciudad, su infancia, su aprendizaje, incluso su introducción al mundo de la droga, pero Eastwood con buen criterio lo pasa por alto con dos escenas elípticas iniciales y entramos al trapo directamente en el entorno familiar de Charlie Parker con su compañera Chan y sus hijos, sabiendo que una niña ha fallecido recientemente.
Eastwood rompe a conciencia las reglas cronológicas y formales del relato usando una caligrafía cinematográfica apropiadísima al tempo musical que constituye la banda sonora de una vida, la de Bird, un tipo que agarra una melodía y se dedica a desbrozarla por partes minúsculas para luego alargarlas con acordes inverosímiles y escalas diatónicas nunca antes escuchadas y ese sentido musical impregna la narración visual fecundándola y otorgándole sentido al conjunto: la sabiduría de Eastwood como director se hace evidente en BIRD porque rehuye sistemáticamente caer en la consideración moral del personaje, limitándose a contar visualmente lo que sus fuentes le han relatado, recuerdos de un tiempo pasado, quizás no del todo reales, impresiones que conforman un sentir y la labor de Eastwood es magnífica como intermediario con su arte dedicado íntegramente a recrear el personaje desestimando la posibilidad de aprovecharlo para otras cuestiones.
Porque todo lo que vemos sucede entre 1950 y 1955, una época caracterizada entre otras cuestiones por las luchas raciales y por la moralina imperante en el cine, por ejemplo, y vemos que Charlie Parker es un negro imponente y se enamora de una menuda Chan, judía y blanca, y se van a vivir juntos y además a Charlie le tiene ojeriza un detective de anti vicio que le busca las cosquillas para que delate a los camellos que le surten de heroína, su otra vida. Sólo con esto Eastwood ya hubiera podido hacer una versión de la gran película de Preminger casualmente de 1955, pero no hubiera sido lo que buscaba, no hubiese podido redondear el retrato del artista dubitativo, del hombre agonizante dominado por sus adicciones, preso de una pulsión creativa imponente y lastrado por unas necesidades crematísticas que le obligan a renunciar, acomodándose, volviendo a la droga como apaño para soportar la insatisfacción: es recurrente el sentido de la responsabilidad por cubrir las necesidades materiales que lleva a Bird y a su banda a tocar en una boda judía tanto como a circular por carreteras embarradas y actuar en cobertizos sureños haciendo creer a nadie que su amigo Red -por pelirrojo- Rodney es un negro albino especialista en el blues.
Sin orden ni concierto filma Eastwood como dando tumbos al unísono del personaje de Bird sin que haya ni presentación ni nudo ni desenlace porque éste ya era sobradamente conocido y no hace falta seguir el orden formal para representar a un artista que de formal no tuvo nada, así que la adecuación es perfecta, máxime cuando cuenta Eastwood con el trabajo excepcional de Forest Whitaker en su primer papel protagonista para la gran pantalla: el ojo clínico de Eastwood, que como actor siempre me ha parecido muy limitado, reconoce las posibilidades del joven actor y le ofrece un protagónico que es un caramelo envenenado, y el tío va y se lo come despacito, saboreándolo, dándole vueltas, ofreciendo una enorme cantidad de matices expresivos que enriquecen personalmente a ese Bird que todos los amantes del jazz tenemos en mente al escuchar sus proezas musicales, en definitiva un hombre que Whitaker sabe mostrar en pantalla con una fuerza inesperada, cargando sobre sus anchos hombros el peso de la película que, como hemos relatado, es de muy generoso metraje y seguro que llevó bastantes días de rodaje: siempre tengo la sensación que los dedos de Whitaker se mueven más ágiles sobre el saxo en el último tercio de la película, como más desenvueltos.
El buen trabajo de Whitaker tiene oportuna réplica femenina en la excelente interpretación de Diane Venora que compone una Chan sensata, con los pies en el suelo, pero declarada admiradora de su compañero al que protege, comprende y perdona, rendida defensora del enorme talento que alberga él, una situación difícil que precisa un carácter muy especial, una valentía social inexpugnable, capaz de aguantar lo que le echen porque sobre las malas miradas encima tiene que pechar con los problemas de su amado que no puede él sólo con sus demonios personales.
Producida por el propio Eastwood a través de su compañía Malpaso, es evidente en la ambientación, los escenarios, el vestuario y la fotografía el cuidadoso cariño con que Eastwood enfrentó el rodaje, gastando una cantidad de dinero que tuvo que esperar a las recaudaciones europeas para recuperarse: no hay más que dar un vistazo a los premios recibidos para comprobar que el redondeo se salvó a este lado del Atlántico, donde tuvo gran resonancia, en buena parte gracias a la afición por el jazz, sin dudarlo un instante.
En definitiva, una película que no puede faltar en la estantería de cualquier cinéfilo amante del jazz, porque representa la conciliación perfecta de dos artes distintas, en el caso que nos ocupa, la visual al servicio de la musical, configurándose como una pieza atípica que podría encajar con cierta dificultad en diversos géneros, prefiriendo este comentarista obviamente significarla como proyecto personalísimo del director, en cualquier caso imperdible monumento al bebop que, naturalmente, hay que disfrutar en versión original y con los altavoces bien dispuestos...
Lover Man