Sorteé el puerperio magna cum laude sin una lágrima. Pasé mis malas noches de rigor sin una queja y mantuve mis nervios a raya mal que bien. El paso del pecho a la cuchara supuso una prueba de fuego para mi maltrecha paciencia pero lo conseguimos. Poco después el bebé pasó a dormir con la hermana inmediatamente anterior. De ahí a dormir toda la noche en un abrir y cerrar de ojos. Prueba superada pensamos todos. Pero no.
Ayer, cuatrocientos sesentaiún días después de alumbrar a mi último bebé, destetada ésta desde hace un mes, se me saltaron las lágrimas. De cansancio. Así porque sí. No sabría decir si han sido las mil vomitonas que he limpiado en la última semana. O los cientos de cacas radioactivas en pañales, braguitas y pijamas. En el wáter. Y también fuera de él. Quizá sea el llevar más días de la cuenta sin poner un pie en la calle. La falta de oxígeno. O la escasez de vitamina D. Quizá hayan sea un empacho de turrón, polvorones y alfanjores. O la cantidad inusual de alcohol que corre por mis venas. Quizá sea el tiempo. O que estoy en esos días del mes. Quizá.
Sea como fuere ayer se me saltaron las lágrimas así por las buenas. Sin razón aparente. Sin previo aviso. Una flojera insuperable se apodero de mí. Todo me parecía un mundo. Cambiar un pis una hazaña. No digamos una caca. Las mil tareas diminutas que pueblan mis días se convirtieron en duras pruebas para mi ánimo alicaído. No pude por más que acercarme al padre tigre con el semblante mustio y llorarle en la pechera. Porque sí. Si hay algo que he aprendido en el lustro que llevamos juntos es que a los hombres las cosas hay que pedírselas. Con todas las letras. Sin los rodeos y dobles sentidos que tanto nos gustan a los mujeres. Y responden.
Ocho capítulos de Games of Thrones y dos gintonics después me entoné un poquito. Llamamos a la babysitter in extremis y todo parece indicar que, tras tres años de sequía, vamos a ir al cine. Sin niñas. Por mí. Y por mis compañeros. No todo van a ser penas.
Además, en estos días he conseguido, por fin, acabarme Midnight’s Children de Salman Rushdie. Rara vez dejo un libro a la mitad. Rarísima. Pero éste no he conseguido leérmelo del tirón. Se me ha hecho largo. Casi tan largo como esta semana infinita de encierro. El libro es bueno. No digo yo que no. Pero se hace pesado. Por lo menos para alguien como yo poco acostumbrada al despliegue bollywoodiano. Es tan rico, tan intrincado, tan exuberante que empacha. El que mis conocimientos de historia india sean casi inexistentes tampoco ayuda.
Hoy, cuatrocientos sesenta y dos días después de alumbrar a mi último bebé, voy a ir al cine. Sólo espero que las tres horas de Hobbit que nos vamos a meter entre pecho y espalda merezcan el tinglado que hemos tenido que montar para dejar a las cuatro encajadas.
No me esperen levantados.
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