En Francis Bacon, admiro el caos, el infierno privado del que extraía el material de su obra. Como si una parte suya se desgajara y ocupara la extensión del lienzo, pero no a la manera que comparten otros pintores, que vacían su alma y dejan que fluya afuera, sino el alma completa, no solo el contenido, lo que tutela y acarrea en el discurrir de los años. Cada obra de Bacon es un trozo de esa piel interior, un desgarro más orgánico que metafísico, aunque ambas consideraciones reconocieran que se necesitan y una recabe de la otra la sustancia de la que carece y, entre las dos, fuesen anulando al hombre y haciendo que aflorara el artista. Bacon fue menos persona que genio, escuché una vez en una de esas tertulias radiofónicas en las que un catedrático de algo es invitado y se explaya en lo que puede, por si no lo llaman de nuevo y le quedara algo que decir.
Ayer volví a ver imágenes del taller de Francis Bacon en Londres, luego mudado a Dublín cuando murió. K. me citó a Diógenes. Todos los artistas llevan un infierno dentro y el infierno es un lugar en el que no puede existir el orden, concluyó. Y en parte Francis Bacon fue un ser infernal, en el sentido topográfico de la palabra: un actor en eternas horas bajas, cuyo papel no precisa ser aprendido, ni recitado antes de que abra el telón; un atormentado también, comido por la apatía, consumido por las deudas, y también un excéntrico, un diletante, un pintor en casi constante estado de excitación creativa. No parar de crear es un infierno en sí mismo: no hay cielo al que acogerse, en el que pedir asilo. Las luces flaquean, la oscuridad cobra cuerpo conforme la cabeza va deshaciéndose y entrega su cuota de fiebre y de vértigo.
El taller de Francis Bacon de la calle Reece Mews era una obra más en el catálogo del artista. Ese acúmulo de materiales de desecho son, en algún extraño modo, una extensión del propio Bacon. Ese informe inventario de latas de pinturas, brochas con colores resecos, lienzos a medio acabar y cualquier pequeño accesorio del oficio. Bacon insistía en que esa desorden le inspiraba. De haber podido persuadirle a que recondujera su existencia (esa ficción), tal vez no lo habría hecho, a pesar de prever a qué conduce el desquicio cuando lo contamina todo. Es una especulación: en cierta ocasión pensé en qué le hubiese contado a Borges, si se me hubiese permitido tratarle o si pudiese regresar de la eternidad (ahí está) y concediese que le hablara y escuchase la historia de los muertos que siempre poblaron (de una u otra forma) sus cuentos. Cuentan que un buen amigo de Bacon le pidió que adecentara el taller, habida cuenta de que un equipo de televisión iba a visitarlo y filmar un pequeño reportaje. Se negó en principio, pero le persuadió la suma de libras que iba a percibir por ese insignificante préstamo de tiempo. Era un habitante del averno, pero allí también funciona la Master Card. Lo que le atormentó días después es una absoluta falta de inspiración: era incapaz de dar dos brochazos buenos. Sólo recuperó el numen cuando el caos regresó, triunfal, al taller. La suciedad es el alimento: la pulcritud ahuyenta el numen, lo aparta como si esa limpieza suya apestara.
Ignoro los materiales que inducen a que un escritor se sienta enteramente a gusto en su trabajo: que note el aliento del estilo, la cercanía de una inspiración doméstica, íntima, cercana al dominio total de su creación. Si precisa una biblioteca a su alcance o si, por el contrario, lo que le eleva al grado óptimo de escritura es el silencio, un aislamiento mullido en donde perderse, encontrarse, dar con la palabra exacta sin que le estorbe la realidad. K. sostiene que al escritor le incomoda la realidad y me pide, cuando nos vemos, que deje de escribir si quiero vivir. En cierto modo, le doy la razón. Me siento identificado con el escritor ascético, empleado en su causa, conjurado a rendir el trabajo al que se entrega sin que le distraiga el mundo. Bacon, en su taller, en ese útero perfecto, encontraba el sentido de su obra, la flecha divina que ilumina el corazón y lo transforma en una dinamo sensible. El mejor sitio en el que escribo son las bibliotecas, no seré el único. También los bares, aunque ahora no sean la residencia fiable y placentera en la que explayarse sin amenazas. A distancia, los bares, a pesar de mi natural inclinación a visitarlos. Hay mesas perfectas impecablemente rodeadas de ruido y perfumadas con el trasiego casi violento de gente arriba y abajo, buscando su sitio también en el mundo. Al menos, así fue, creemos que así será. Es ahí, en las bibliotecas, sin embargo, bien pertrechado de libros, rodeado de letras, donde la escritura fluye y uno siente que el tiempo no existe. Tal vez el anhelo sea cancelar la opresión de lo real y la fundación de una supletoria o alternativa, no sé bien, no se precisan certezas en estos asuntos. Los bares, en el polo contrario, ofrecen una atalaya privilegiada de vida. Basta con que uno sepa aislarse. Yo sé. Bacon quizá no fuese mucho de bares: se confinaba adrede.