Amo el caos, amo el caos como el que ama un cielo azul o como quien se extasía viendo un cuadro de Francis Bacon, aunque quizá esto último (casar caos y Bacon) no sea muy descabellado, ni parezcan asuntos muy opuestos. El caos es la matriz de todo, el caos es el motor que hace rugir las tripas del mundo, el caos es el vértigo y es la fiebre, el caos es la materia sobre la que descansa la luz cuando está agotada, el caos es la madre de la sombra. Fuera del caos, no hay nada, o nada que merezca mi atención. Incluso el orden aprendió del caos. Esto lo cantó Auserón en sus buenos tiempos, y buenos tiempos eran. Los días previsibles son de poco afecto para la memoria. Los que valen son los azarosos, los que gobierna el caos. Un exceso de caos no conviene del todo. El exceso absoluto del caos abraza el orden perfecto. Es la idea antigua de que los extremos acaban copulando. Ellos copulan ardorosamente. El sexo entre el orden y el caos es de una obscenidad absoluta también. Quien asiste a esa coyunda proverbial no vuelve a ser el mismo. Yo lo que creo es que las mentes creativas son las que han visto, por casualidad o buscando esa jodienda a posta, los lances amatorios de esas dos criaturas primordiales. Escribir es un acto que solo se entiende desde ese punto de vista. No digo escribir la crónica de los días, estabulado y limpia, rigurosa y objetiva. Es el reverso el que verdaderamente interesa. Son los días del vértigo y los de la fiebre los que se quedan en la memoria. Los libros escandalosos son los que se fijan más perdurablemente. Platero y yo no me gusta porque no es escandaloso. Es que estoy un poco cansado del orden del burrito plateado, de sus paseos decentísimos por los campos de Huelva, pero esa es otra historia y será contada cuando acaben los festejos. Luego está el amor, el amor coronado de asombro y de tiempo. Vivimos porque el amor nos empuja a vivir. El amor copulando con el tiempo, izados en lo sublime, considerados en la pureza de los poetas. No sé si hay amor en los cuadros de Francis Bacon. Quizá lo haya y no alcance yo a vislumbrarlo. Es el caos el que provee. Lo inasible del mundo es caos moviéndose. El arte será convulso o no será, cito a Breton. Todo lo que hay en Bacon que me gusta procede de la sensación de desorden, del amor al desorden que rige, en parte, mi propia vida. No puede poner a George Winston para ver un cuadro de Bacon. Precisa un Coltrane. Bacon necesita a Coltrane. Los dos son una extensión fiable del desorden y los dos, a su modo, buscan el equilibrio, el nombre secreto de las cosas, la armonía, la paz en el mundo. Al burrito de Juan Ramón no lo traigan hoy. Ya tendré noticias suyas en breve.
Amo el caos, amo el caos como el que ama un cielo azul o como quien se extasía viendo un cuadro de Francis Bacon, aunque quizá esto último (casar caos y Bacon) no sea muy descabellado, ni parezcan asuntos muy opuestos. El caos es la matriz de todo, el caos es el motor que hace rugir las tripas del mundo, el caos es el vértigo y es la fiebre, el caos es la materia sobre la que descansa la luz cuando está agotada, el caos es la madre de la sombra. Fuera del caos, no hay nada, o nada que merezca mi atención. Incluso el orden aprendió del caos. Esto lo cantó Auserón en sus buenos tiempos, y buenos tiempos eran. Los días previsibles son de poco afecto para la memoria. Los que valen son los azarosos, los que gobierna el caos. Un exceso de caos no conviene del todo. El exceso absoluto del caos abraza el orden perfecto. Es la idea antigua de que los extremos acaban copulando. Ellos copulan ardorosamente. El sexo entre el orden y el caos es de una obscenidad absoluta también. Quien asiste a esa coyunda proverbial no vuelve a ser el mismo. Yo lo que creo es que las mentes creativas son las que han visto, por casualidad o buscando esa jodienda a posta, los lances amatorios de esas dos criaturas primordiales. Escribir es un acto que solo se entiende desde ese punto de vista. No digo escribir la crónica de los días, estabulado y limpia, rigurosa y objetiva. Es el reverso el que verdaderamente interesa. Son los días del vértigo y los de la fiebre los que se quedan en la memoria. Los libros escandalosos son los que se fijan más perdurablemente. Platero y yo no me gusta porque no es escandaloso. Es que estoy un poco cansado del orden del burrito plateado, de sus paseos decentísimos por los campos de Huelva, pero esa es otra historia y será contada cuando acaben los festejos. Luego está el amor, el amor coronado de asombro y de tiempo. Vivimos porque el amor nos empuja a vivir. El amor copulando con el tiempo, izados en lo sublime, considerados en la pureza de los poetas. No sé si hay amor en los cuadros de Francis Bacon. Quizá lo haya y no alcance yo a vislumbrarlo. Es el caos el que provee. Lo inasible del mundo es caos moviéndose. El arte será convulso o no será, cito a Breton. Todo lo que hay en Bacon que me gusta procede de la sensación de desorden, del amor al desorden que rige, en parte, mi propia vida. No puede poner a George Winston para ver un cuadro de Bacon. Precisa un Coltrane. Bacon necesita a Coltrane. Los dos son una extensión fiable del desorden y los dos, a su modo, buscan el equilibrio, el nombre secreto de las cosas, la armonía, la paz en el mundo. Al burrito de Juan Ramón no lo traigan hoy. Ya tendré noticias suyas en breve.