Gracias a PriceMinister por cederme un ejemplar de Baila, baila, baila
A su regreso se encontrará con una simpática niña, una azafata con gafas muy introvertida debido a su puesto de trabajo, un misterioso hombre vestido de carnero que aparece de forma inesperada e incluso con un despreocupado escritor el cual tiene un nombre muy similar al del autor de la novela. Todo ellos se moverán en un mundo cambiante de fantasmas, de misterios y mucha, mucha música en el Subaru del protagonista, en una habitación...
Murakami consigue en esta novela una mezcla de todos sus temas, pero además le añade una crítica al consumismo sin control, a los cambios que produce el capitalismo a las zonas despobladas haciendo que estas pierdan su aura natural. En su narración siempre pausada, descubrimos la cotidianidad de un periodista desdichado, al que, en el mundo en el que se mueve nada le puede sorprender hasta que un día es sospechoso de un misterioso asesinato en Tokio de una prostituta de lujo. También en su texto la presión sobre el lector en algunas partes de la novela hace que estemos en tensión por el devenir del protagonista en otros mundos mientras que en otras crea situaciones realmente bellas y lentas en las que todo está conectado. En definitiva un fantástico libro, de fácil lectura y envuelto en un aura de misterio, con un toque policiaco, a la vez que melancólico gracias al Hotel Delfín, el cual, se regresa para poder empezar de nuevo.
Recomendado para aquellos incondicionales de Murakami, este libro es imprescindible para volver a aquellos comienzos del autor. También para aquellos que quieran descubrir un Hawai diferente, en la que olvidarnos de la monotona rutina por unos momentos como su protagonista. Y por último a los que quieran escuchar un libro, en esta novela hay toda una lista de canciones que van desde The Beach Boys hasta Bob Dylan pasando por Michael Jackson, que hacen de ella una gran banda sonora.
Extractos:
Tiempo atrás había leído algunos libros escritos por el padre de Yuki. Las dos novelas y el libro de relatos que escribió de joven no estaban mal. Tenía una prosa fresca, puntos de vista frescos. Luego sus obras se convirtieron en bestsellers y él, en la nueva estrella del mundo literario. Empezó a salir en televisión y en las revistas, opinando acerca de temas de actualidad de lo más variopinto. Entonces se casó con Ame, por entonces una joven fotógrafa. Había llegado a la cima de su carrera. Después, todo fue mal en peor. Sin ningún motivo en particular, de pronto se vio incapaz de escribir algo decente. Las dos o tres obras que publicó a continuación eran infumables. La crítica se cebó en él; sus libros dejaron de venderse. Y Hiraku Makimura cambió radicalmente de estilo. Pasó de ser un escritor de cándidas novelas juveniles a convertirse en un autor experimental y de vanguardia. Pero seguía faltándole sustancia. Para colmo, su estilo era un refrito intragable de escritores franceses de la nouvelle vague. Con todo, ciertos críticos sin una pizca de imaginación, a los que les gustaba lo novedoso, lo aclamaron. Sin embargo, pasados dos años, tal vez porque se dieron cuenta de que, efectivamente, aquello no valía nada, la crítica calló. No sé cómo puede ocurrir algo así, pero el caso es que su talento se consumió con sus tres primeras obras. Aun así, él siguió escribiendo. Acabó rondando los círculos literarios, como un perro castrado que le husmea el culo a las perras del vecindario. Por aquel entonces ya se había divorciado de Ame. O para ser más exactos, Ame lo había dejado. Al menos ésa era la versión oficial. Pero ahí no terminó todo para Hiraku Makimura. Bajo la etiqueta de escritor aventurero, abrió sus horizontes profesionales a un nuevo ámbito. Era a principios de los años sesenta. La vanguardia dio paso a la acción y la aventura. Se paseó por los lugares más recónditos y vírgenes del planeta y escribió sobre ello. Comió foca con los esquimales, vivió con indígenas africanos e investigó sobre el terreno las guerrillas sudamericanas. También dedicó duras palabras a los escritores que se encierran en su estudio. Al principio no estuvo mal, pero después de pasarse diez años haciendo lo mismo, acabó, naturalmente,cansando a todos. Además, en el mundo no existían tantas fuentes de inspiración para sus libros. No era la época de Livingstone y Amundsen. Las historias eran cada vez más pobres, y los textos, ampulosos. Aquello ya no eran aventuras, porque a todas partes lo acompañaban coordinadores, editores, fotógrafos… Cuando participaba la televisión, tenía que lidiar con docenas de personas, entre gente del equipo y promotores. A veces él lo dirigía todo. Con el tiempo, ese papel de director aumentó. Todo el mundo lo sabía. Quizá no fuera mala persona. Pero, como había dicho su hija, no tenía talento.
Tal como había intuido, era una sala muy amplia. Estaba vacía y en ella se respiraba un aire estancado. Llegué al centro y, al mirar a mi alrededor, entreví viejos muebles en los rincones. Bultos grises que parecían un sofá, sillas, una mesa, una cómoda. Eran peculiares. No semejaban muebles en absoluto. Como si les faltara realismo. En contraste con la amplitud de la sala, el número de muebles era ridículamente escaso. El espacio se expandía, fantasmagórico, en sentido centrífugo. Agucé la vista, en busca del bolso blanco de Kiki en alguna parte. Me dije que el vestido azul no se vería en aquella oscuridad, pero sí quizá el bolso. Quizá ella estuviese sentada en el sofá o en alguna de las sillas. Pero no vi ningún bolso. Sobre el sofá y las sillas sólo distinguí algo que se me antojó unas telas blancas y arrugadas. Imaginé que serían fundas de lino. Pero al acercarme resultó que no eran telas. Era huesos. En el sofá había dos esqueletos sentados el uno al lado del otro. Dos esqueletos humanos enteros. Uno grande y otro pequeño. Estaban sentados como si estuvieran vivos. El grande apoyaba un brazo sobre el respaldo. El pequeño tenía las dos manos colocadas sobre las rodillas. Parecía que habían muerto de manera fulminante, la carne había desaparecido y sólo quedaban los huesos. Daba la sensación de que sonreían. Y eran de un blanco asombroso. No sentí miedo. No sé por qué, pero estaba tranquilo. Están ahí quietos, pensé. No van a moverse. Como dijo el policía, los esqueletos no desprenden ningún olor, están impolutos, silenciosos. Están irrevocablemente muertos. No tengo nada que temer. Recorrí la sala. Había seis esqueletos. Excepto uno, todos estaban completos. Esos cinco estaban sentados, como si la muerte los hubiera sorprendido en esa postura. Uno de ellos —por el tamaño supuse que sería un hombre— parecía ver la tele. Aunque el televisor estaba apagado, la línea de visión del esqueleto moría en la pantalla. Una mirada vacía clavada en imágenes vacías. Otro había muerto sentado a la mesa, ante unos platos cuyo contenido se había convertido en polvo blanco. El sexto, el único esqueleto incompleto, estaba echado en una cama. Le faltaba el brazo izquierdo desde el hombro. Cerré los ojos. Editorial: Tusquets Editores Autor: Haruki Murakami
Páginas: 464
Precio:22 euros
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