La cita de un fragmento de El entierro de los muertos de T.S. Eliot y el plano general de un hombrecito trepado a una cantera de piedra caliza en Orcoma, Cochabamba, bastan para capturar toda la atención del espectador dispuesto a averiguar en qué consiste la «conquista de las ruinas» según Eduardo Gómez. Así se titula la hipnótica opera prima que el realizador boliviano filmó en su país y en el nuestro, y que aborda la relación de los seres humanos con la tierra en sus distintas acepciones: hogar; última morada para nuestros cuerpos; suelo generoso en alimentos, hierbas medicinales, minerales, evidencias (pre)históricas; ecosistema violentado.
En sintonía con los versos del escritor británico-estadounidense, Gómez reconoce la elocuencia de las imágenes en principio segmentadas («rotas» califica Eliot); por lo pronto las captura en lugares tan disímiles como las mencionadas canteras, edificios erigidos en el centro porteño, el interior de una villa miseria, humedales y cementerios indígenas en el Delta del Tigre, la localidad fosilífera de La Buitrera en la Provincia de Río Negro. La fotografía en blanco y negro alimenta la evociación de recuerdos, anhelos, miedos –otras palabras de Eliot– y de sueños por parte de los cinco protagonistas del largometraje: el obrero y agricultor Juan Cuevas Brañes, el albañil Mayko Crispin Méndez, el paleontólogo Sebastián Apesteguía y los descendientes de pueblos originarios Reinaldo Roa y Santiago Chara.
Gómez encuentra en esos escenarios y en esos personajes el marco y la capacidad de reflexión necesarios para abordar cuestiones existenciales y sociales profundas. Entre las primeras, figuran nuestra doble naturaleza constructiva y destructiva, y las implicancias de nuestra condición mortal. Entre las segundas, el reconocimiento de una brecha –cada vez más grande- entre privilegiados y condenados, las distintas maneras de lidiar con esta desigualdad, las consecuencias perniciosas del desarrollo urbano, las marcas históricas que les dejaremos a los estudiosos de nuestro presente.
Se trata de temas que al cine (o a una buena porción de sus espectadores) le(s) cuesta digerir, y sin embargo este realizador novel consigue tratarlos con criterios estéticos y poéticos absolutamente magnéticos y conmovedores. Desde esta perspectiva, La conquista de las ruinas constituye una opera prima muy prometedora, y de paso un exponente auspicioso del cine que Bolivia produce sola y, a veces, como en este caso, con la colaboración de la Argentina.