Bajo tierra seca de César Pérez Gellida
Premio Nadal, 2024
Ediciones Destino, Barcelona, 2024
¡Vaya novela! Se han lucido los miembros del jurado (Inés Martín Rodrigo, Care Santos, Lorenzo Silva, Andrés Trapiello, todas firmas de la casa ganadoras de ediciones anteriores, y el director de la editorial, Emili Rosales), quienes decidieron conceder a este comistrajo literario —y entre otros 824 candidatos— los 30.000 euros de la distinción. O han acertado plenamente, porque está claro que la editorial, dueña del criterio del jurado, solo pretendía a los 300.000 (a diez euros por lector) que, según dicen, siguen al escritor de novela negra César Pérez Gellida. La calidad del libro es lo de menos; lo que importa es el nombre del autor y a cuántos pueda tener detrás.
Ya la portada es un juicio anticipatorio de calidades: el círculo de fuego, la mujer con la vela en las manos, las orquídeas negras apenas entrevistas… en fin. Y dentro del libro, el horror. Y no solo porque todo acabe perdidito de sangre.
Parece ser que se iba a titular Orquídeas negras. Supongo que alguien, allí en la gran ciudad, decidió titularla Bajo tierra seca ya que el autor la ambientaba en Zafra y eso, según parece, está en el centro de la provincia de Badajoz y por allí debe estar todo seco. Aprovechaba así una conclusión algo insultante de Gellida —que califica como paisaje anodino la dehesa extremeña: «bajo tierra seca nada bueno germina».
Aunque dicen que la ficción lo aguanta todo (porque la realidad la supera, argumentan), es exigible en quien la escribe cierta prudencia para no acabar fabulando sobre lo inverosímil. Y cierta contención en los rasgos de los personajes, para que no todos devengan en malos malísimos. Y cierta profundidad en el planteo de las situaciones, para que haya algo más que acción. Bueno, pues nada de eso se cumple en esta novela. De principio a fin la sensación es de irrealidad, de simpleza y de una enorme ineptitud en el manejo de la trama. Solo hay virtuosismo en la descripción de cómo penetran las balas en las muchas víctimas del texto. Lo demás, un argumento huero, mezcla de Marcial Lafuente Estefanía, del recurrente Sherlock Holmes y, sin su genial laconismo, del más violento Tarantino, que alguno ha dado en llamar «novela negra rural» y que directamente es un sonrojante y tremendista ejemplo de la peor literatura.
Una perversa mujer, bastante ninfómana, Antonia Monterroso, se convierte en una viuda negra que mata a sus maridos para quedarse con todo y, tras buscar pretendientes con un anuncio en la prensa, acaba sirviéndose del capataz de su finca —Jacinto Padilla—para ocultar, previa deglución por los cerdos, los cadáveres de quienes la pretenden. Ese retruécano de obstinación criminal se entremezcla con las peripecias de un teniente de la Guardia Civil adicto al opio, Martín Gallardo, y de sus hombres, armados con Winchester como en el Viejo Oeste y enfrentados a un cacique gordo que fuma puros rodeado de una guardia de matones con escopetas. Y todo así.
Me resulta difícil decidir qué es más inverosímil y fuera de lugar en Bajo tierra seca: ¿un terrateniente extremeño de 1917 que convierte su cortijo en un escenario bostoniano para enfrentarse a tiros con la Guardia Civil, una viuda de la misma época cobrando los seguros de vida de sus difuntos maridos felaciones mediante o la movilidad locomotora de unos personajes que parecen vivir en la era de la alta velocidad al tiempo que recorren cuarenta kilómetros a caballo? Qué más alejado del rigor y la corrección literaria: ¿referirse al pene con la incalificable expresión «cuerpos cavernosos», sin duda anatómicamente certera, denominar «isabelino» al ejército alfonsino enfrentado a los carlistas de la tercera guerra o aludir a los ojos de la malvada protagonista como «destellos irisados en un interior sombrío»?
Bajo tierra seca está llena de lugares comunes, de situaciones previsibles o inverosímiles, y de una trama entre terratenientes que se desarrolla a golpe de retrospecciones sobre un tiempo presente que transcurre del 17 al 22 de abril de 1917 en Zafra. Y esta elección de un tiempo y un espacio concreto, que debería presuponer cierta intención (¿por qué Zafra? ¿por qué 1917?), acaba siendo la postrera evidencia de la falta de sustancia del relato. Y es que daría igual otro lugar y otra fecha, porque ni la ciudad —una de las menos agrarias de Extremadura y no especialmente seca— ni el año —uno de los más conflictivos de la historia campesina y obrera— se hacen notar en la novela, cuya atemporalidad es indicio de su falta de pulso histórico y donde Zafra es solo un topónimo carente del más mínimo rasgo de singularidad. Una tierra y un tiempo tan escuetos en este libro como su acierto literario.