Al acabar de ver las escenas finales de Balada triste de trompeta que transcurren en el Valle de los Caídos no pude evitar pensar que quizá la terrible historia de España había encontrado en Alex de la Iglesia a su mejor narrador, como si esa historia hubiese existido para ser representada por el talento de ese gran director. Porque hace falta mucho talento para construir un guión así y armar visualmente de esa manera una idea tan potente. Y la metáfora de las dos Españas, el hastío por todo ese cerril enfrentamiento entre bandos absurdos desemboca hasta estos días inciertos -que llega al absurdo de ser incapaces de unirse para pactar una misma política dictada por los acreedores comunes que están a punto de echarnos de la casa común-. Ya sabemos que el estilo de Alex de la Iglesia gusta de cargar las tintas, de ser excesivo, a veces quizá agresivo, pero es tal su potencia visual, el acierto en la dirección artística y de los actores que la película consigue convertirse en un relato potentísimo y muy eficaz. El momento en el que los dos payasos cainitas se buscan por las criptas rebosantes de calaveras con la imagen surrealista del pobre Raphael proyectada y resonando como una maldición milenaria parece el destino por fin desvelado de esa pesadilla que es la historia del siglo XX español. Al final todo cobra sentido: resulta que la historia de España era esto: una balada triste de trompeta. Y esto debería bastar para zanjar para siempre este cuento siniestro de dos payasos asesinos que acaban destrozando todo lo que tocan.