Balance de Escandinavia e impresiones de Estonia

Por Zogoibi @pabloacalvino
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Aquí estoy, casi un mes después, en el ferry que cruza el mar Báltico entre Finlandia y Estonia. A la ida navegué con Eckerö y en esta ocasión será con la Viking Line, que va a llevarme desde Helsinki a Tallin por 54 €. Es el problema de no ser madrugador: que todo sale más caro. El barco de la mañana, con Eckerö, cuesta sólo 35 €; y también hacen un viaje por la tarde, pero llega de noche y tendría que pernoctar en Tallinn, que no me conviene.

Un mes de Escandinavia. Así dicho parece poco, pero ha dado mucho de sí, y tengo la sensación de que he estado casi el doble: he atravesado toda Finlandia de sur a norte, he recorrido un arco considerable de la costa noruega, conociendo muchos fiordos e islas islas, e incluyendo el famoso Cabo Norte, he cruzado luego Suecia y de nuevo parte de Finlandia, he conocido gente, visitado amigos, e incluso me he tomado algunos descansos de moto durante algunos días. Quizá por eso me parece mentira que todo eso haya sido en sólo un mes.

Ahora, el viaje continúa. Intento descansar un poco en el ferry, porque anoche dormí mal, pero no lo consigo. Al llegar a Tallinn, mientras me preparo para salir, charlo un rato con otro motero que encuentro en la bodega, un francés que viene de pasar el verano trabajando en Noruega –en busca de los buenos salarios, evidentemente– y ahora, de regreso, está haciendo una rutilla por el sur de Escandinavia. Baja el portón, descendemos la rampa Rosaura y yo, y tras atravesar la ciudad –que se tarda un ratillo– nos encaminamos directamente hacia Viljandi.

A mitad de camino me detengo en un bar de carretera. La camarera es joven, guapa, simpática; tiene una sonrisa encantadora y no parece considerarme demasiado mayor para coquetear conmigo un poco. Eso lo reconcilia a uno con el género femenino, tan diferente en la progresista Europa civilizada. Le pido un té y un bollo casero, y cuando me dice el precio casi me caigo de culo: un euro y medio. Acostumbrado a Noruega, donde idéntica consumición cuesta justo el décuplo, casi me parece que le estoy robando. Pero no: en realidad esto está mucho más cerca que aquéllo del valor real de las cosas; y de hecho no muy distintos van a ser en los tres estados bálticos, más Polonia. Alemania será otro cantar. Ya tengo dicho alguna vez que lo malo de viajar a Noruega no es lo cara que resulta, sino que luego todo parece tan barato que corre uno el riesgo de gastar sin ton ni son.

De Tallinn a Viljandi

En Viljandi, un pueblo que me causó bastante buena impresión a la ida, voy a quedarme ahora tres días; en el mismo alojamiento que la otra vez, una especie de albergue regentado por un grupo de voluntarias. En esta ocasión, sin embargo, al recorrer el pueblo, veo un Viljandi algo distinto que a la ida: entonces etaba a punto de comenzar el festival anual internacional de música, y había mucha gente por todas partes, visitantes de toda procedencia. Ahora está el pueblo más en su esencia; también vengo con más tiempo, y puedo corroborar con mejor conocimiento de causa mis gratas impresiones de hace un mes.

Por cierto que me está sorprendiendo ver tantas mujers en Estonia. Reconozco la misma sensación que tuve cuando llegué por primera vez a Polonia, hace más de un lustro, y que ya tenía olvidada. Tanto entonces como ahora, es llamativa la cantidad de mujeres que hay por todas partes, en las calles, los cafés y restaurantes; grupos de mujeres jóvenes, medianas y mayores; y la mayoría bastante guapas, además. Me da la sensación de que son una agraciada mezcla entre el tipo eslavo y el escandinavo, rubias, bonitas de cara y con un tipazo.

Es curioso que, a la ida, por venir de otros países más atrasados Estonia me pareció, en contraste, muy nórdico (salvo que aquí no hay inmigrantes ni refugiados), y concluí que Escandinavia no comenzaba en realidad en Finlandia sino aquí. Ahora a la vuelta, en cambio, viajando en dirección contraria, me pasa justo al revés: se me antoja todo muy eslavo. Así que –supongo– la realidad debe de estar en un punto intermedio entre ambas impresiones, lo que haría de Estonia un país a caballo entre lo báltico y lo escandinavo; una interesante mezcla de ambas sociedades.

En uno de mis paseos he encontrado el lugar. El lugar idóneo para esta hora del día, antes del ocaso. Es un hotel-restaurante con una terraza en el primer piso y que da al oeste, sin obstáculos hasta el horizonte; de modo que cuando el resto de terrazas y locales del pueblo están ya en la sombra, aquí queda aún una hora de sol. Disfrutémoslo tomando una sidra Brothers de Toffee; una de las mejores sidras que he bebido nunca. Se está bien aquí, ¡tan tranquilo!

Inmerso en meditaciones mientras tomo una deliciosa Brothers en Viljandi

En mi inacabable análisis de mí mismo, no dejo de preguntarme qué es lo que tanto me atrae de los lugares solitarios, aislados, y sobre todo en el extranjero. Jugando al psicoanalista, pienso: ¿acaso la imposibilidad de comunicarme, por el idioma, me proporciona una disculpa para no tener que hacerlo? Me preguntaría un psicólogo barato: ¿busco inconscientemente mi propio aislamiento y me siento cómodo en esa soledad? ¿Me engaño a mí mismo al decirme que quiero compañía? ¿Voy persiguiendo un imposible? Y si es así, ¿lo hago conscientemente, o mejor dicho sospechando la falsedad de tal búsqueda?

¿O acaso, por el contrario, es sólo mi natural romántico y soñador lo que me lleva a este tipo de lugares? ¿Son sólo mis ilusiones y esperanzas lo que persigo?

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