Balance de una carrera

Por Nesbana

Clío. Vermeer, “Alegoría de la pintura”, 1666.

Cuando un camino acaba siempre es inevitable hacer un balance de él: de lo aprendido, de lo que ha sucedido, de cómo ha ocurrido y también de lo que nunca llegó a pasar. Al acabar estos cinco años y ser ­—a falta de los trámites burocráticos con el expediente y del pago del título— licenciado en historia toca hacer repaso, un balance personal y subjetivo de este tiempo, de este proceso.

Mentiría si dijera que desde pequeño he tenido una gran pasión por la historia pues no fue así; mi gran pasión desde siempre fue ser profesor: enseñar, ayudar a progresar, ponerme en la piel de quien aprende, aprender de las dudas y de los errores, esforzarme por ofrecer una explicación lógica de una problemática determinada. Escogí historia como podría haber escogido filología, filosofía o historia del arte: todas ellas me interesaban —y me interesan—; no obstante, decidí estudiar historia por ser ésta la que pensaba que me abriría más puertas de conocimiento, la que me ofrecería una visión más global y panorámica de la evolución de las sociedades humanas, tanto en su esfera económica y social, como mental y cultural. ¡Qué pronto pude darme cuenta de que ambicionar a aprehender dicha evolución de las sociedades era un deseo inabarcable! Y esa ha sido una de las grandes aportaciones de los estudios de historia a mi vida: darme cuenta de que la realidad es extremadamente compleja y de que las pretensiones de simplificar y reducir las situaciones a esquemas sencillos y evidentes no se sostienen.

He pasado por un plan de historia que ya está extinto siendo sido sustituido por otro nuevo de un año menos de carga lectiva. Esta situación que nos ha tocado vivir, disfrutar y, también sufrir, está llena de elementos positivos y negativos. La gran optatividad a la que hemos podido acceder, a pesar de la progresiva extinción de la oferta de licenciatura, nos ha ofrecido un gran abanico de posibilidades para ir más allá de la formación básica. Cómo recuerdo aquellos momentos en que ya estaba matriculado y leía una y otra vez la agenda de primer curso observando las optativas del plan y seleccionándolas de antemano para los próximos cinco años de mi vida. En realidad, muchas de ellas no cambiaron. Estos aspectos positivos tuvieron su cara negativa: ha habido asignaturas a las que se les ha sacado poco rendimiento: quizás por su inviabilidad o por la falta de orientación del plan y la voluntad de los docentes. Desde luego, ya en primer curso advertí cuáles iban a ser los puntos más flacos de la carrera, puntos que se han mantenido durante estos años y que, si no me equivoco, reflejan el desagrado de la mayoría de estudiantes. Me refiero al profesorado de la facultad. Es cierto que ha habido grandísimos profesores, entregados a la investigación y a la docencia de una forma pasional, dispuestos a ayudar disfrutando de su trabajo. Pero también es cierto que ha habido muchos —no únicamente unos pocos— que no reflejan tal pasión: parece que su trabajo docente les es indiferente más allá de su labor investigadora. El desinterés, la despersonalización —sólo dos profesores me han llamado por mi nombre en cinco años—, el escaso acompañamiento: son todos ellos elementos que, si bien no reflejan la situación general, sí forman parte de muchos de estos docentes. Asimismo, la preparación pedagógica de estos profesionales es, en el caso de que la haya, escasa; la innovación docente que se ha pretendido aplicar se ha hecho mal, con poco dinero y multiplicando esfuerzos que no sumaban eficacia al resultado final. Son aspectos a revisar en los que la universidad todavía está entrando pero, después de cinco años y de haber servido de prueba, es  hora de replantearse cosas. Lo que no puede desatenderse es la formación pedagógica de los profesores investigadores porque, aunque muchas veces se olvide, éstos trabajan con personas, no con meros receptores de discursos ni acumuladores de conocimientos; trabajan con individuos con problemas, dificultades y deseos. La diferenciación entre la formación educativa que recibe un docente de primaria o de secundaria respecto a la que recibe un profesor universitario es enorme. No puedo olvidar tampoco la desatención de la gran mayoría de estos docentes a diseñar un plan curricular de la asignatura, así como un cronograma, algo tan sencillo de hacer: ha habido guías docentes totalmente violadas, asignaturas de las que no se ha explicado nada de lo que indicaba su nombre, profesores que con su libertad de cátedra ofrecían una asignatura —pagada por todos como un producto y un proceso intelectual— que no tenía nada que ver con su nombre; y, especialmente, temarios inacabados. No he hecho el recuento pero durante estos años la gran mayoría de los temarios de las asignaturas han quedado sin terminar, algo impensable en carreras como medicina; pero que, en historia, se obvia completamente. Como triste ejemplo, en cinco años puedo decir que nunca he estudiado la Segunda Guerra Mundial a pesar de ser de la especialidad de historia contemporánea. Esa desatención de cumplir con el programa está directamente relacionada con el escaso “castigo” que reciben estos profesionales si no cumplen con sus funciones: por medio de unas encuestas de evaluación que, vista la trayectoria en estos años, no han servido absolutamente para nada, se pretende reconocer la eficacia de su trabajo; pero no ha sido así y la vergonzosa libertad de que disponen para hacer y deshacer se convierte, no en un impulso a los alumnos, sino en un lastre en la mayor parte de los casos.

Pero, por supuesto, no todo es malo. Hemos disfrutado de grandes profesionales apasionados y de asignaturas auténticamente ilustradoras. He podido comprobar cómo la historia no es ese relato de los libros de secundaria ni tiene nada que ver con lo que la gente o los pseudohistoriadores opinan de ella. El gran desconocimiento social de la disciplina histórica es también un lastre para ésta pero es, por supuesto, responsabilidad de los historiadores quienes no han sabido —con grandes excepciones— conectar con el gran público, ofrecer un discurso coherente e independiente. La historia es ideológica, no es aséptica; los temas son escogidos por los historiadores, así como los momentos de inicio y de final de un relato. La historia nunca comienza por el principio porque tal principio no existe, sino que empieza “in media res”, en medio del problema y de la situación. La historia es “una interacción entre el historiador y sus hechos, un diálogo sin fin entre el presente y el pasado” como diría E. H. Carr. Y todo ello no debe hacer perder la independencia de la disciplina subyugándose y quedando a merced de los procesos de construcción identitaria o sirviendo al poder establecido como podemos comprobar en algunas ocasiones.

Decía que no todo era malo y no lo es, ni mucho menos. Estos años de estudio me han enseñado a abrir los ojos, a adoptar una postura crítica con el mundo en que vivimos, a cuestionar todo y a ponerlo bajo el punto de mira científico, del mismo que se hace con un documento histórico; la historia me ha servido para cuestionarme los lenguajes utilizados en la utilidad valiéndome de análisis hechos respecto al pasado, me ha ofrecido las herramientas para construir un discurso coherente, un discurso que no engañe y que dé cuenta de la complejidad de la realidad. También me ha ayudado a advertir lo inabarcable que es y a comprender que la historia es una disciplina con método científico que no se puede reducir fácilmente a categorías o estructuras: la individualidad del ser humano y su capacidad de pensar y reaccionar en diferentes situaciones es, a mi juicio, mayor que la complejidad del funcionamiento de un organismo biológico o de una máquina. A pesar de todo ello nuestros estudios están claramente devaluados por muchos motivos. Uno de ellos es el argumento económico: la historia no produce dinero, no salva vidas, no construye puentes, caminos ni edificios; la historia trata de la realidad —siempre de forma problemática— e intenta explicarla, y eso no es rentable, y mucho menos en un sistema económico y social que prima el enriquecimiento por encima de todo y la desigualdad y que no valora la producción cultural y artística. Es necesario recuperar la valía de nuestros estudios, así como de todas las humanidades, porque, como bien dijeron mis compañeros en la gala de graduación, la historia es más necesaria que nunca en una sociedad en crisis, en crisis económica, social, política y moral.

Estas líneas podrían parecer algo tristes o pesimistas pero no lo son necesariamente; tratan de ser realistas. La historia me ha aportado mucho más de lo que yo puedo aportarle a ella y me ha abierto grandes caminos. La formación de un historiador, o aspirante a ello, no acaba nunca y sigue especialmente al terminar la carrera reglada porque el universo abierto durante estos cinco años es tan grande que no es posible quedar al margen de esas posibilidades. Quizás otros profesionales acaben su carrera pensando que ya es suficiente la formación recibida para el desempeño de un trabajo pero en historia es sencillamente imposible: conocer y leer lleva, no a más seguridades, sino a más incertidumbres, preguntas y cuestiones que permiten avanzar, siendo éstas necesarias para poder ejercer tu trabajo de forma correcta. Las múltiples y numerosas lecturas de estos años en una carrera que se basa en leer, leer y leer ofrecen más vías, nuevas obras, obras ya clásicas e indagación constante. Y todo ello y el placer de ofrecer a los demás el fruto de esas inquietudes es lo que me anima a seguir aunque la dificultad de combinar estas dos vertientes es evidente: el sistema educativo y profesional escinde la carrera docente de la investigadora cuando deberían estar unidas y ofrecer puentes y más comodidades. Comenzamos una nueva etapa, una etapa dura y exigente para todos con quienes he compartido estos años, personas que me han acompañado desde el primer curso, desde mediados de carrera, e incluso desde el último mes; pero todos ellos interesados en crecer, en criticar y cuestionar la realidad aparente, en preguntarse, en avanzar.