Baldosas negras y blancas

Publicado el 18 septiembre 2023 por Frank Paya @payafrank

"No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada."
Jorge Luis Borges

"Ajedrez"
Las jóvenes llegaron casi al mismo tiempo, atraídas por el cartel "Se necesita empleada".
La que vino primero ya estaba hablando con la señora de la casa, cuando la segunda se aproximó con disimulado interés. Traía en la mano el papelito que le había dado una mujer del mercado que recordaba haber visto el cartel esa mañana. Ya estaba por pasar de largo, cuando oyó que la señora decía que necesitaba dos empleadas.
La muchacha que llegó primero hizo un gesto cómplice a la otra y ésta, se detuvo a su lado.
El trato se cerró tras un largo interrogatorio y la enumeración de exigentes requisitos.
-Nada de novios en la puerta de calle, ni familiares de visita. Salidas por turno una vez a la semana y uniforme durante las horas de trabajo.
La Señora hablaba en voz baja, pero autoritaria y firme, mientras las inspeccionaba con la mirada, como si estuviera midiéndolas.
-No tienen hijos, ¿verdad? -preguntó de pronto, con un tono que no dejaba dudas respecto a la reacción que produciría una respuesta afirmativa.
La Que Llegó Después hizo una mueca de disgusto, pensando, tal vez, que eso ya era impertinencia, pero La Otra, que tenía la risa fácil, la hizo desistir de una contestación altanera que, por cierto, hubiera dado fin a la entrevista.
-Soy muy exigente -proseguía la Señora, por eso pago muy bien. Jamás tomo empleadas con mala dentadura o aspecto desaliñado. Ustedes están un poco excedidas en peso, pero eso se remedia con el trabajo.
Sin dar oportunidad a que las jóvenes hablaran, explicó que era extranjera y vivía sola. No tenía amistades ni tampoco se relacionaba con los pocos vecinos de aquel barrio. Sólo tenía dos perros, encadenados durante el día, que de noche se tornaban en celosos centinelas.
-Mis gustos son muy sencillos -explicó- pero demando orden y limpieza. Si están de acuerdo, me entregan ahora sus documentos. Los guardaré en mi caja fuerte hasta el día que se vayan.
Las muchachas se miraron. La oferta era muy atractiva. Un buenísimo sueldo por sólo servir a una mujer solitaria en tarea compartida, no era para pensarlo dos veces.
La Que Llegó Primero abrió la cartera que le colgaba de un hombro y La Otra hurgó un momento en un bolso de loneta donde traía sus pocas pertenencias. Ambas entregaron sus flamantes documentos a La Señora, pero ésta, apenas los miró y sólo esperando confirmación murmuró: "Están vigentes, ¿verdad?", al tiempo que los guardaba en un bolsillo, junto a un nutrido manojo de llaves.
-Pueden empezar hoy mismo -dijo mientras las hacía entrar.
Cuando se abrió el ancho y pesado portón, las jóvenes vieron una terraza de bolsas blancas y negras, sucia de lodo, que terminaba en un patio de tierra al fondo de la propiedad. Allí bajo un árbol, los enormes mastines prisioneros comenzaron a ladrar y gruñir, descubriendo sus puntiagudos colmillos.
Una de las chicas, no pudo dominar su temor, y un fugaz escalofrío, estremeció su cuerpo. Tuvo el impulso de retroceder y deshacer el trato, pero La Otra, le tomó la mano y se la apretó consoladoramente.
En ese momento, aunque entonces no lo sabían, aquellas muchachas que jamás se habían visto antes, estaban sellando su suerte y el común destino que ya no las separaría nunca.
La primera tarea consistió en limpiar el patio de baldosas. La Señora anunció que cuando estuviera bien limpio, le pasarían una capa de cera.
Pero esa etapa demandó tres días, pues primero La Señora exigió detergente y luego kerosén.
Cuando finalmente llegaron al encerado, La Señora señaló que los movimientos debían realizarse únicamente en sentido vertical, en un vaivén de poco más de medio metro.
Finalmente el embaldosado quedó limpio y reluciente, pero sería responsabilidad cotidiana, mantener el brillo con pasadas de estropajo.
Hubiera sido muy fácil, pero la tarea se complicaba, (y más aún si llovía) porque de noche, cuando se soltaban los perros, éstos dejaban sus huellas de lodo por doquier.
Y había que volver a empezar.
Por las tardes, en cambio, la faena era más sencilla: limpiar los interiores de la casa no era cosa agobiante. Además se turnaban con los cristales de las ventanas y el gran espejo de marco dorado de la sala.
Justamente, una de las muchachas se hallaba frotando el espejo cuando se vio reflejada en él, e hizo notar a su compañera cuánto había adelgazado.

La Señora era una persona rara, ni buena ni mala; más bien desconcertante, por lo que no podían definirla en una u otra categoría.
Hasta los perros habían aprendido a conocerlas, en el poco tiempo que llevaban en la casa, en cambio La Señora, en esos dos meses, nunca las había llamado por sus nombres, o había mantenido con ellas una conversación amable.
Sin embargo, todas las noches cuando terminaban la cena, pedía que sirvieran tres copas de algún licor y las convidaba a beber.
Pronto aprendieron que las copas con forma de calabaza correspondían al cognac, las menudas al cointreau, los vasos bajos de boca ancha al bourbon y las tulipas al champagne.
Pero ni siquiera cuando bebían se rompía el invisible muro que las separaba. Al otro día, nadie parecía recordar esa fugaz intimidad y todo comenzaba de nuevo: limpiar el patio de baldosas con vaivenes verticales, los vidrios y el gran espejo con movimientos horizontales, el frugal almuerzo que La Señora personalmente preparaba, las siestas con cuchicheos para no molestar o para no ser oídas. Hasta que llegaba la noche, sumando días.

Pero todo lo que habría de pasar ya estaba previsto y tenía que ocurrir una noche de lluvia.
Una llamada telefónica, en aquel aparato sin disco que ni siquiera parecía que pudiera funcionar, quebró la quietud de un atardecer grisáceo cargado de presagios.
La Señora contestó presurosa, en voz baja y exenta de toda emoción. Las muchachas decepcionadas, ante lo que creyeron una cita amorosa, escucharon que la mujer hablaba de mercadería de buena calidad y de un próximo envío.
Pero, de todos modos, aquella campanilla que perturbó el letargo de la monotonía, marcó el comienzo de un capítulo cuyo final nadie jamás conocería.
Con voz que no denotaba el más mínimo atisbo de entusiasmo, La Señora anunció la inminente visita del Señor Ozorio, un cliente de su empresa. Aunque las muchachas no estaban enteradas de que La Señora fuese mujer de negocios y nunca la vieron salir, no era el momento de hacer preguntas.
Asintieron a las órdenes de ponerse el uniforme de gala (unos híbridos vestidos negros con cuello de encaje blanco) y más tarde debían abrir el portón para que el Señor Ozuna (¿no había dicho Ozorio?) entrara con el auto hasta la terraza.
Cerca de las diez de la noche, sin ruido y sin luces altas, un automóvil grande y oscuro penetró en el patio, como si conociera el camino.
Los perros, nerviosos, ladraban lastimeros. Excitados, enredaban las cadenas en sus intentos de zafarse; jadeaban de cansancio y aullaban de impotencia.
Se abrió la portezuela delantera del coche y salió un hombre con un paraguas que le cubrió la cabeza, frustrando la curiosidad de las jóvenes que miraban desde las dependencias de servicio.
La Señora esperaba en la galería e hizo entrar al hombre misterioso.
A los pocos minutos recibieron las órdenes en la cocina. Una llevaría los entremeses y La Otra las bebidas. Sólo debían saludar y dejar las bandejas en la sala.
Así lo hicieron y regresaron a la cocina a comentar:
-Es una loca. ¿Tendrá miedo de que le quitemos el candidato? Quiere "mostrarnos" para que él sepa que tiene personal, pero no quiere que nosotras veamos a su pretendiente.
En esas especulaciones estaban cuando entró La Señora con una nueva y sorprendente ocurrencia. Traía dos vasos y unas prendas colgadas del brazo. Pidió que hicieran un brindis por el buen negocio que estaba por hacer y anunció que si todo se concretaba les iba a regalar los impermeables que vende el Señor Otazo.
-Son importados de Hong Kong -dijo y se los mostró. Uno era azul y el otro marrón. Se los entregó a las chicas y éstas tímidamente, a su insistencia, se los probaron. Una, La Que Llegó Primero, alcanzó a pasar el cinturón por la hebilla; la otra, La Que Llegó Después, no tuvo tiempo; se desplomó cinco segundos antes de que entrara el Señor Otazo y ayudara a La Señora con las desvanecidas muchachas.
Las subieron al asiento posterior del automóvil y las acomodaron con los cinturones de seguridad.
-¿Todo listo?
-Sí, aquí están los documentos.
-Muy bien. Pasaremos la frontera a la madrugada. Adiós.
Silencioso como había llegado, esta vez aprovechando la bajada, sin siquiera encender el motor, el automóvil salió de la casa y se deslizó por la pendiente hasta desaparecer.
La Señora, imperturbable, entró a la casa, sacó algo de un cajón de su secretaire y fue hacia el portón de entrada. Lo cerró por dentro con mucho cuidado, caminó bajo la empecinada llovizna y desató a los perros.
Enloquecidos con su ansiada libertad, los canes iban y venían corriendo desde el lodazal del fondo hasta el portón; ladraban y olfateaban el patio de baldosas negras y blancas en las que empezaban a confundirse ya las geométricas marcas de las ruedas del coche que partió.
Cuando al día siguiente pasaron frente a la casa, los primeros transeúntes somnolientos, pudieron ver, nuevamente, en el macizo portón de hierro, el cartel de prolijas letras de molde: "SE NECESITA EMPLEADA"

@PayaFrankRelato anonimo