David Lodge era un absoluto desconocido para mí y no va a serlo mucho menos de ahora en adelante. Mi curiosidad hacia su obra se ha limitado a tomar un libro cortito del estante de la biblioteca, ver que es de Anagrama y dar cuenta de él en algo más de una hora en el parque. Trapos sucios es una novelita basada en una obra de teatro del mismo autor. Construida, por tanto, en base a un dinámico y algo socorrido diálogo entre cuatro personajes a los que uno ve entrar y salir de escena. Eficaz, fresco, banal y sin aparente mayor pretensión que la de lanzar una muy leve crítica hacia el papel del periodismo en el mundo en que se sitúa la acción: la Inglaterra de finales de los 90. Algo así como esas películas en las que tanto sale Hugh Grant. Me encuentro en una curiosa fase de pérdida de fascinación por lo británico, a la que no encuentro explicación: ya sólo trago el verde de sus campos de fútbol, sus influencias musicales y sus aportaciones culturales cuando éstas no están marcadas por la cuestión clasista o por la monárquica. Tiendo a verlos como patanes que enrojecen al sol mediterráneo, rendidos a la cerveza barata y a una intensa monodosis de ombliguismo. Así no hay manera, ya lo sé.