Banderas para todos, patria para algunos

Publicado el 20 marzo 2013 por Vigilis @vigilis
No sé si se puede llamar «fracaso a medias» de los doceañistas el hecho de que la caída del Antiguo Régimen y la desunión administrativa del imperio se produzcan de forma paralela. El poco éxito práctico de la Constitución de Cádiz (no así en sus consecuencias políticas), sugeriría que la creación de España como estado-nación tiene lugar de forma escalonada en diferentes momentos del XIX. Ahí está la Constitución de 1837, como intento de —una vez patente la desunión de buena parte de la España transoceánica— recuperar la constitución del 12 para que exista cierta base política o legal sobre la que construir el nuevo país.

Esta es la idea.

Es inevitable pensar que cuando algunos próceres inventan una patria que sea algo más que una mera designación geográfica, esto no se produce por decreto de la noche a la mañana, sino que tarda. Así, teniendo en cuenta que cuando tú te inventas un estado moderno a imitación del francés, es decir, lo de «ciudadanos», «nación» y «patria»; este concepto tenga más fuerza allá donde hay instituciones cercanas al poder que donde no las hay.
Un ejemplo gráfico de esto puede ser contraponer a los oficiales de la Armada en Manila y al campesino de Puebla de Sanabria. Geográficamente, los primeros están mucho más alejados del centro generador de la nueva patria, pero sin embargo, están infinitamente más cercanos institucionalmente del nuevo país que a duras penas intentan crear los próceres.
Es cierto que ese campesino de Puebla de Sanabria tiene a un alcalde designado por un gobernador civil a su vez designado por un gobierno. Sin embargo, el capitán de navío que en el otro extremo del mundo tiene que darle zapatilla a piratas chinos, probablemente tenga una idea más real de su lugar en el mundo y de su relación con la patria.

Intramuros, fortaleza, Manila, Filipinas.

El estado-nación lleva aparejado no sólo instituciones políticas y estructuras económicas, sino que indefectiblemente ha de crear una abstracción mental. Para el nuevo ciudadano, la patria es un lugar en el mundo, en el ámbito geográfico y de las ideas, que lo distingue de otros. La bandera que lleva su barco pasa a significar algo más que una mera distinción de procedencia en alta mar, sino un conjunto de valores nacionales creados sobre el papel.

Puebla de Sanabria, Zamora. Río Tera.

El campesino sanabrés tarda mucho más en aprender el concepto de patria. Para él hay un lugar en el mundo que es su pueblo o su parroquia. Este lugar lo distingue del resto y tan extranjero es el señorito de Zamora que va a darse baños de salud al lago, como el vendedor ambulante portugués que llega en ferias.
También es verdad que el cambio de significado de las palabras a lo largo del tiempo da lugar a equívocos de los que no estoy vacunado al tocar el tema. Sin embargo, seguir el hilo del razonamiento me lleva a una paradoja fundamental: las ciudades fundadas en Nuevo Mundo, son probablemente «más españolas» que las de la Vieja España (por seguir la terminología de los historiadores del XIX). Plantear esta paradoja excita sexualmente a los secesionistas, sin embargo, el ejemplo de Puebla se puede hacer con cualquier pueblo de cualquier provincia rebelde, respecto a cualquier patria imaginada. Un fulano de la montaña de Lérida (o Lleida o como quieras), tenía tan poca conciencia de pertenecer a España como de pertenecer a Aragón o a Cataluña.
Para esta mayoría de habitantes de Vieja España, existía «el país» (así, tenemos «queso del país» o «vino del país») que era más o menos su comarca o su parroquia. Para el médico del pueblo, que sabia leer, sí podía haber una España y una Corona. El primero, cosa geográfica; la segunda, la lealtad. Es cuando de país pasamos a patria o estado nacional, cuando los paisanos pasan a ser ciudadanos (incluso aunque no vivan en la ciudad, más cercana al centro de poder o delegación suya).
Que un papel diga que eres ciudadano de un estado no cambia la vida de nadie ni a mejor ni a peor. Por lo tanto, debemos convenir en que el nuevo estatus lleva aparejado una serie de características que sí cambian la vida de la gente. ¿Qué cambia más la vida de un paisano? No lo sé, pero me la juego a decir que la imitación del estilo de vida del centro de poder.
Así, es el cambio de costumbres del día a día las que crean el estado-nación. No se puede afirmar con rotundidad que sea una imposición insoportable. Si este fuera el caso, con un país tan incomunicado y vacío como España, el estado, a mediados del XIX habría fracasado. Debe haber, por lo tanto, una serie de mejoras para que los ex-paisanos vayan aceptando la nueva situación.

Rue de Merde. Paris, 1789.

Mi pregunta es: ¿cuánto de esto se debe al buen hacer de los próceres y cuánto no se debe al mero avance de la tecnología? Sin duda la mejora del nivel de vida en el XIX debido a nuevos métodos sanitarios, de salud pública y de educación, se deben a mejoras en el ámbito de la ciencia y la tecnología. Donde se hace más evidente esto es en las nuevas fábricas industriales (El capitalismo y los historiadores, editado por Hayek). Insisto con mi pregunta: ¿sería posible la construcción del estado-nación sin una revolución industrial paralela que inventase también cierta clase media? ¿Sería posible que sin identificar el fenómeno del pauperismo existiera la nación soberana?
El pauperismo
Que el 90% de los paisanos vivieran en la subsistencia, hacía que vivir en la subsistencia fuera lo normal. Por lo tanto, la pobreza no existía ya que es el estado natural del paisano. Una vez que aparece el obrero industrial como modo de mejora del nivel de vida, se produce una quiebra. El obrero del alto horno vive mejor que el jornalero de la aceituna. La vida en la ciudad se vuelve más deseable que la vida en el campo. La ciudad pone en contacto a las personas y da acceso a un mayor mercado de bienes. El mundo del ciudadano se muestra más grande en la ciudad. El mundo del paisano siguen siendo los diez kilómetros cuadrados que eran en época de los romanos.
El estado-nación se hace fuerte en la ciudad y por nuevas instituciones empieza a tender sus tentáculos por la periferia rural. Aparece el partido judicial, el recaudador de impuestos, y un caballo de hierro que le mató dos ovejas al Sigesmundo. Pero estos pequeños cambios no creo que sean más que anécdotas que tardan en condensar y solidificar.
En las revistas gráficas de los años 20 y 30 del siglo XX, aparecen reportajes de aldeas que viven en la subsistencia. Es un fenómeno nuevo: por primera vez existe la conciencia de que hay ciudadanos que no son exactamente ciudadanos. Es el retrato del pauperismo. Unas pocas décadas antes, casi todo el mundo vivía así. Sin embargo, en esa época, el hombre de ciudad ya está acostumbrado a unos modos, costumbres, conceptos y lenguajes que resultan alienígenas para el paisano, que mira con rechazo y desconfianza las modas ajenas.
Amienemigos
A comienzos del XX, aparecen en España los nacionalismos tradicionales: «hablamos otro idioma por tanto queremos otra relación diferente con el centro». Sin embargo, esta gente es indistinguible de quienes desde el gobierno civil o desde las Cortes, tienen el propósito de construir el estado-nación.
No creo que una autonomía catalana quisiera dejar de dar licencias de ferrocarril o que una autonomía gallega, quisiera dejar que el cura del pueblo siguiera dando clase a los chavales. Por tanto, todos ellos eran básicamente las mismas personas con diferentes acentos.

En todas partes cuecen habas.

Donde realmente hay diferencias es con el que vive ajeno a este lenguaje moderno. Todos aquellos que viven incomunicados del nuevo mundo, que contemplan con ojeriza el avance tecnológico y desconfían del cambio de costumbres. Son los que el ciudadano moderno llama «pobres», los que viven de forma independiente al estado. Y que como siempre han vivido con independencia, nunca han tenido conciencia de querer ser independientes de un país u otro. Les pueden decir que de apoyar a unos o a otros mejorarán sus vidas. Pero el paisano vive en el mejor de los mundos posibles. Vidas cortas, con niños raquíticos y con unas fronteras con el mundo que se establecen donde alcanza la vista.
Es esta misma gente la que no escribe los tratados de política o describe su país. Siendo esto así, la historiografía pasa por alto lo cotidiano de la miseria —en ocasiones, con el hilarante contra-efecto de alabarla— o directamente ignora lo que no quiere que estropee su bonito libro. Hallo que esta actitud es más acentuada cuanto con más ahínco se quiere construir un estado-nación. Así, aquellos países que surgen de la descolonización inglesa (Australia, Estados Unidos, etc), pasan por no tener campesinos en su historia. Anomalía ésta que ha producido estados-nación homogéneos a diferencia de los viejos países del sur de Europa (creo que la razón de la diferencia no es religiosa, sino de instituciones económicas y políticas). Pero este es otro cantar que será escuchado en ocasión más propicia.
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