Barayo, un monumento de playa

Por Asturiasparadisfrutar @paraisoasturias
En esto de la monumentalidad, como suele pasar con tantas otras cosas, resulta aconsejable andar con tiento y mesura. Y es que si por monumento entendemos lo que recoge el diccionario de la Real Academia Española, muchas son las obras públicas y patentes, muchas las esculturas o las construcciones, que por su valor histórico, artístico o arqueológico pudieran recibir tal nombre. Tantas que no es de extrañar que surjan listas para todos los gustos. Y no es cosa de ahora, que las ha habido desde antiguo, pues sabemos que en la Grecia clásica se había elaborado una con «las siete cosas dignas de verse», y que luego se convirtieron en «las siete maravillas del mundo».

Palacios, catedrales, esculturas, acueductos, mausoleos... monumentos todos; ineludible atracción turística. Bien está que, si se nos presenta la ocasión y espoleados por las alabanzas que hemos oído contar al respecto, recorramos centenares de kilómetros para contemplar una edificación que lleva en pie centenares de años y que representa un hito artístico o histórico en el pasado de nuestra especie.

Por suerte para nosotros ni son los únicos, ni todos se encuentran lejos. Ciertamente hay otros, que han dado en llamar «naturales» seguramente para diferenciarlos de los que no lo son, que están ahí, a la vuelta de cualquier cuesta, al final de cualquier sendero. Y ahí llevan estando desde hace millones de años esperando nuestra visita.

Tal es el caso de la playa de Barayo, parte integrante de la denominada Reserva Natural Parcial de Barayo, que está situada en la zona más oriental del concejo de Navia, allí donde se une con las tierras valdesanas: una zona de dunas y marismas de gran valor ecológico y paisajístico.
 

El arenal propiamente dicho reúne buena parte de los atractivos de la Reserva, pues a su belleza es preciso añadir la riqueza y diversidad que le confieren tanto el frente de dunas como el estuario del río Barayo.
Ciertamente, la de Barayo es un monumento de playa. Para comprobarlo, no hay más que recorrer sus casi setecientos metros de fina arena. Eso sí, sin ninguna prisa, paladeando cada pisada, disfrutando de cada mirada.
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