Kurt Vonnegut decidió anticiparle al lector, en una nota introductoria, la posición desde la que abordaba la escritura de Barbazul (1987): “Mucho de lo que he puesto en este libro lo inspiraron los grotescos precios que se pagaron por obras de arte durante este último siglo (dotando) a ciertas expresiones de la alegría humana de una inapropiada y por lo tanto angustiosa seriedad. Pienso no sólo en los monigotes artísticos sino también en los juegos infantiles: correr, saltar, tirar, coger. O bailar. O cantar canciones”. Todavía nadie había pagado 380 millones de euros por un dudoso “leonardo”, aunque sí hacía más de un siglo que los huérfanos de Dios habían envuelto los oficios artísticos en suntuo-sos ropajes sacros.
De vuelta a las librerías tras 30 años, Barbazul, duodécima novela del autor de la celebrada Matadero 5, está pues inervada por una reflexión sobre la pintura. Ácida a ratos y siempre bienhumorada, la historia cobra cuerpo en el expresionista abstracto Rabo Karabekian, hijo de armenios huidos del genocidio turco y poseedor de un almacén de patatas tan vedado al mundo como lo era la sangrienta cámara en la que el personaje que da nombre al volumen apilaba a sus esposas muertas. Karabekian, tuerto por herida de guerra, es un imaginario compañero de andanzas de Pollock y Rothko que, tras conseguir vender algunos lienzos a precio elevado, fue hundido en el descrédito por una desgraciada anomalía de los acrílicos que usaba.Muchos años después, millonario gracias a un matrimonio afortunado y a los cuadros con los que en su día sus compañeros le pagaban favores, Karabekian inicia la escritura de una autobiografía en la que, entre aerosoles y brochazos, se cuelan los grandes motivos de la narrativa de Vonnegut (1922-2007): la Gran Depresión, su experiencia de la II Guerra Mundial, las masacres, los Estados Unidos enfermos de soledad y mercantilizadores de la muerte... Eso sí, la ciencia-ficción está ausente.En su momento, como puede comprobarse en las reseñas anglosajonas, Barbazul fue acogida con divisiones. Por fortuna, los críticos se evaporan en el tiempo mientras que sus víctimas resucitan cada vez que lo quiere un lector. Quienes decidan aplicar a Barbazul el milagro de la salud se hallarán en compañía de un curioso personaje que, a través de un texto fragmentario y espiroide acorde con su condición de escritor novel, les ayudará a aparcar la ingenua reverencia ante los cánones mientras alimenta su curiosidad por los secretos ocultos del vedado almacén de patatas. Todo ello gracias al recorrido satírico que Karabekian, espoleado por una imperiosa intrusa que se instala en su casa, hace por su propia vida y, en particular, por su relación con la pintura y el dibujo, para el que está excepcionalmente dotado. El viaje permite a Vonnegut confrontar opiniones sobre buenos y malos lienzos, inventariar las mayores descalificaciones vertidas contra el llamado arte moderno y, al fin, desembocar en el expresionismo abstracto. Una escuela que, en su pluma, se vuelve estación terminal de la evolución pictórica, categoría que justifica por su carácter autorreferencial (“no trata sobre otra cosa que sobre sí mismo”), aunque, en algún momento, admitirá el “caos primordial” co-mo correlato de unos cuadros a cuyos autores Karabekian pretendió en vano bautizar como “Grupo del Génesis”.Pese a su facilidad para el dibujo, Karabekian es blanco de una crítica mortal: sus trabajos carecen de “alma”. Y aquí es donde Vonnegut desliza una sugerente apreciación, válida por igual para pintores, músicos o escritores: es la propia facilidad de ejecución la que priva de alma, porque, en palabras de un maestro que rechaza dar clases al joven: “Un buen artista (tiene) que firmar las paces sobre el lienzo con todo lo que no puede hacer. Eso es lo que nos atrae de la buena pintura, creo: ese déficit, al que podríamos llamar “personalidad”, o incluso “dolor”’.
Vonnegut no escatima golpes, pero la cima de su ofensiva es un consejo de guerra al llamado “Arte”, para el que se sirve de la arrogancia del principal maestro de Karabekian: “Los pintores, y los narradores, incluidos los poetas, los dramaturgos y los historiadores (...) son los jueces del Tribunal Supremo del Bien y el Mal”. Apocalíptica defensa del oficio sacralizado a la que el fallido pintor replica desde la memoria alabando a unos expresionistas abstractos cuyo rasgo más admirable fue, sostiene, “su negativa a servir en aquel tribunal”. Una toma de postura que, sin embargo, no le impide designar aquí y allá la actividad artística con el sustantivo “creación”, tan sacralizante como demiúrgico. Mientras tanto, el lector seguirá acercándose al instante de franquear las puertas del almacén prohibido. Y será difícil que le decepcione lo que encuentre. Nada menos que el “alma” del pintor.