El turista, culpable de todos los males de la ciudad, aquel que ensucia mucho y respeta poco, que sucumbe ante todos los clichés y que solo busca reafirmar la existencia de lo que best-sellers turísticos nos muestran. Esa marabunta de japoneses moviéndose de forma anisotrópica respecto al guía con un paraguas levantado, hordas de flip-flops en noviembre y farolas andantes formadas por flashes de cámaras réflex que iluminan las grandezas de la ciudad. Personas en movimiento que parecen teletransportarse de punto a punto, sin pararse ni un instante a observar la línea que los une, debido al efecto túnel —que Manuel Delgado nos habla en su artículo Elogio al Turista— al que están acostumbrados. Aquellos que se empapan de cultura extranjera para contárselo a sus parientes y amigos, pero que no suelen visitar los museos de su propia ciudad.
Y en cambio, todos hemos sido turistas alguna vez. Si un turista pregunta al Barcelonés los lugares a visitar y a evitar, este seguramente le responderá que no se adentre en el barrio de la Mina y que se acerque a Las Ramblas, cuando en realidad el Barcelonés turistofóbico siempre evitará adentrarse en la jungla de estatuas humanas, rosas y souvenirs. Está claro que existe una merecida barrera invisible entre la ciudad monumental y la ciudad social, pero, estaría bien plantearse si el turista es el principal y único culpable del malestar que nos provoca un entorno lleno de nombres, carteles, señalizaciones, guías y demás que están en todos los idiomas posibles menos en el nuestro.
Al fin y al cabo, el turista no es más que otra marioneta manipulada por Geppetto. Barcelona se rige por un neoliberalismo basado en la Ley de la Oferta y la Demanda: cuanto más atractiva se vuelve la ciudad para el extranjero, mayor demanda existirá por su parte y como resultado las políticas locales impulsarán de forma abusiva la Oferta turística que proporciona la ciudad. Después de la repetición exponencial de este ciclo -como la pescadilla que se muerde la cola-, observamos que Barcelona se ha convertido en un grifo turístico que nadie está dispuesto a cerrar. Los extremos nunca fueron buenos, y ahora nos encontramos en una ciudad donde el problema no es la presencia del turista, sino que parece que solo haya turistas. Y que solo haya turistas hace que la ciudad se transforme de una forma. Y que la ciudad se transforme de una forma hace que haya más turistas.
Si en 1990 Barcelona recibió a 1.732.902 turistas, en el año 2012 se cuadriplica el número de viajeros hasta alcanzar la suma de 7.440.113. Abrumador. Barcelona, hoy en día, se aferra a este mecanismo para no hundirse en la miseria de la crisis, y la transformación que sufre se enfoca a reconvertirse continuamente en una ciudad atractiva para el turista sin avenirse a las necesidades que tiene la ciudadanía. Como un parque de atracciones al que solo puedes entrar si tienes dinero para pagar el ticket. El ciudadano se siente expulsado y poco querido. La Barceloneta, el antiguo barrio marinero que ahora se ha convertido en la respuesta a la pregunta «¿Dónde puedo ir a comerme la paella más cara of the city?». La Rambla del Raval, esa gran brecha con pequeños lujos que separa en dos el antiguo barrio chino que ahora está lleno de problemáticas sociales donde nadie se atreve a meter mano por lo que pueda llegar a salir. La plaza del MACBA, un pavimento idóneo para hacer skate con una convivencia delicada con los vecinos, donde las grandes firmas de ropa se insertan para publicitarse. Ciutat Vella, que se enfrenta ahora al Plan de Usos que permitirá la entrada de más hoteles y negocios hosteleros. Nos encontramos ante lo que podríamos denominar el «efecto angula»: antes nadie las quería y ahora no podemos acceder a ellas porque los japoneses las pagan a mejor precio. La revalorización de éstos, y otros muchos lugares de Barcelona -debido al favoritismo de los gobiernos locales por un buen negocio garantizado- supone un proceso de gentrificación: «Esto implica la revalorización de un barrio históricamente excluido o pauperizado, con el fin de cambiar su perfil y atraer a pobladores de alto poder adquisitivo, provocando la expulsión o desplazamiento de sus históricos habitantes». El ciudadano se siente poco apreciado porque Geppetto no le ha da dado el papel principal de la obra, porque ha elegido al turista para interpretar a Pinocchio.
La marca Barcelona se creó hace mucho tiempo, supuestamente habitada por un solo estereotipo de ciudadano —como se puede observar en éste vídeo de Barcelona 2007—, atrayendo así al turista. Podríamos matizar este tipo de turismo como Turismo Oficial: «una ciudad transparente y dócil que quieta, indiferente a la vida se pavonea estérilmente de lo que ni es, ni nunca fue, ni será». Las instituciones que generan este espejismo que nada tiene que ver con lo que configura una ciudad como tal —la interacción, la convivencia, la diversidad, el conflicto— tiene un mensaje muy claro: la ciudad está en venta, y el mejor postor es el que se la queda —¿Os suena Eurovegas?—. Esta prostitución , o mejor dicho, Pros«tourist»ución de la ciudad desemboca en una marginación de una importante parte de la ciudad: la persona que lo habita. La imagen de la Barcelona que se vende no es real, es una imagen creada por la demanda de un Turismo Oficial de una ciudad sobreexplotada con arquitecturas icónicas como fuente de atracción, leyes neoliberales que permiten drásticos cambios, grandes eventos masivos o privatización que deja de lado a los vecinos.
El Parc Güell es un buen ejemplo que nos muestra cómo el Ayuntamiento no quiere —que no es lo mismo que no puede— empatizar con la voluntad ciudadana y vecinal. Una voluntad que la plataforma «Defensem el Park Güell» no ha parado de expresar y reivindicar. Mientras el Ayuntamiento se jacta de estar defendiendo los derechos de los ciudadanos respecto a la masificación turística por la cual el parque lleva explotándose desde hace años, no es más que una mero maquillaje que camufla la intención de privatizar uno de los «espacios públicos» más representativos de la ciudad, en busca de otro beneficio más que la excusa del turismo puede otorgar. Si ya se creen con el derecho de negar el uso de un espacio público de forma gratuita, pavor deberíamos de sentir por la próxima jugada.
Y mientras, ¿Qué ocurre con lo que rodea a este agujero negro que todo lo parece absorber? Realizando una deriva turística —siendo consciente de la antítesis que implica yuxtaponer estos dos conceptos— por los recorridos más típicos, apreciamos los pequeños detalles que despiertan nuestro radar. Si el Turismo Oficial es aquello que los poderes locales impulsan como única solución económica, lo que podríamos llamar como Turismo Sumergido es aquel que surge derivado del primero. La Pros«tourist»ución afecta también al pequeño comerciante, hostelero o artista. No es que todos se quieran sumar al carro: se le llama instinto de supervivencia. El Turismo Sumergido es aquel que se amolda a las situaciones que éste neoliberalismo genera, de forma semi-desapercibida. Los indicadores siempre serán los pequeños detalles que parecen camuflarse en el día a día, pero que están presente en lo más cotidiano: las cartas de los restaurantes, los camareros que solo entienden inglés y alemán, las personas-cartel andantes, los mercadillos que no venden rarezas sino producciones en masa... Demasiados se han pros«tourist»uido para sobrevivir —como los floristas ramblenses—. No es la voluntad del ciudadano castigar esta decisión, pero no podemos evitar alejarnos de aquello con lo que no nos sentimos identificados.
Está claro que una gran parte de Barcelona depende directamente del turismo y que darle la espalda de forma contundente no es tanto una solución. Si decapitas el turismo; no muere la cabeza, sino que se echa a perder todo el cuerpo. El más afectado siempre será el pequeño individuo que se esforzó por traducir —es decir, inventar — las palabras como Tapa o Paella al ruso. El Turismo Sumergido es el que más se vería afectado, porque para qué nos vamos a engañar, el turista aceptará pagar 7 u 8 euros por entrar al famoso Parc Güell.
El error siempre estuvo presente desde principio, solo que han tenido que pasar veinte o treinta años para que la situación sea del todo insostenible. Quizás si cuando se empezó a sacar tajada, una parte se hubiera destinado a defender los valores locales y no a destrucción de los mismos... Es decir, a proteger los intereses de lo que nunca fue una inversión atractiva por su falta de traducción literal al cash. Las inversiones en turismo se traducen en un gran beneficio económico para la ciudad, el problema es que ese beneficio se inyecta de nuevo en generar más turismo. Un bucle infinito del que estamos completamente excluidos. El barcelonés necesita sentir que la ciudad también le pertenece, que sus intereses se ven comprendidos en el día a día de la ciudad. Pero parece que nadie quiere ni entender ni escuchar. Aún así no estaría mal pegar otro «ligero» toque de atención.
Adriana Aguirre Such es estudiante de Arquitectura de la Escuela Técnica Superior de Barcelona
Créditos de las imágenes:
Imagen 1: Mapa de Eric Fischer de Barcelona (Fuente: http://zzzinc.net/)
Imagen 2: Se gentrifica (Fuente: http://antitriball.wordpress.com/)
Imagen 3: Protestas contra la privatización del Park Güell (Fuente: senseable.mit.edu/)
Imagen 4: Las Ramblas de Barcelona (Fuente: El Periódico)
Video: Barcelona 2007 (Fuente: Youtube)
Publicado originalmente en el blog Arquitectura y Política