Un raro noviembre de 2015 visité por primera vez Barcelona y desde ese momento que sueño todas las noches con poder vivir alli algún día. Se transformó para mi en la mejor ciudad del mundo. La más linda. Mi preferida entre todas.
Barcelona es mi musa, aunque nunca, hasta hoy, pude escribir nada acerca de ella por temor a no estar a la altura. No es mi intención en este texto hacer una guía para visitar los mejores lugares o un relato de viaje. Simplemente voy a describirle a Ella por qué, cada vez que la recuerdo, mi cuerpo se paraliza, las emociones me dominan y me quedo sin las palabras indicadas.
BARCELONA SE ROBÓ MI CORAZÓN
Nunca sentí algo semejante por un lugar. Es una obsesión. No hago otra cosa que pensar en Barcelona. Hablo todo el tiempo de Barcelona. Recuerdo constantemente mi viaje por Barcelona. Sufro por no estar ahora mismo en Barcelona.
Se que no es sólo mía. Que la tengo que compartir con otros amantes. Con otros viajeros que quedaron obnubilados como yo. Se que son muchísimos. Pero no me importa. Mientras esté ahí para mi, esperándome en una callejuela del barrio Gótico con una Estrella Dam y unas papas bravas, voy a ser feliz.
Fueron casi 20 días recorriendo sin parar sus calles. Perdiéndome entre sus rincones. Admirando su arquitectura. Siendo parte de su estilo. Mimetizandome. Adquiriendo su cultura mediterránea y bohemia. Formando parte de su impronta.
De pronto me encontre gritando Visca Catalunya en la Rambla. Visca Barça, en el Camp Nou. Volviendome católico por unos instantes en la Sagrada Familia y en Santa María del Mar. Siendo un atorrante en un hostel del Poble Sec. Hipster en el Borne. Atleta Olímpico en Montjuic. Moro catador de kebab en el Raval. Señora de ruleros y bolsa de los mandados en La Boquería. Marinero hacedor de sanguches en el Puerto. Perro con mucha sed en Canaletes. Concertista en el Palau de la Música. Paisajista en el Parc de la Ciudadela. Encantador de palomas en Plaza Catalunya. Maratonista con frío en el Museo de Artes. Antitaurino con banderillas en Plaza Espanya. Constructor de castillos en la Barceloneta. Hijo de vecino en Can Bou. Catalán por elección en Barcelona.
Cuando llegué intuía que algo grande estaba por ocurrir. Desde antes de poner un pie en El Prat tenía mucha curiosidad y ganas de conocerla. Sabía que me iba a gustar pero lo que no me imaginaba era que mi corazón se iba a quedar anclado en Barcelona para siempre. Que iba a sufrir tanto por no estar allí. Que sentiría deseos desenfrenables por volver. Por vivir en Barcelona.
MI FAMILIA CATALANA
Una parte muy importante de este sentimiento por Barcelona se debe a mi familia Catalana. Mis amigos y hermanos, Aída y Jordi. A ellos los conocí en una isla perdida y paradisíacas de Malasia.
Cuando uno viaja se cruza con un monton de gente. Personas que llegan a tu vida y enseguida desaparecen porque siguen otros caminos distintos al tuyo. Dejando una huella vacía. Un estado de ánimo huérfano. Pero con Aida y Jordi fue diferente. Un ligerisimo instante, que ocurrió entre el " Hola" y el " ¿Como andas?", bastó para darme cuenta que la construcción de una gran amistad, que iba a perdurar en el tiempo y el espacio, se estaba gestando. Nos pusimos a hablar e inmediatamente una campana interna empezó a vibrar entre nosotros. A fluir entre una mirada cómplice y el diminuto silencio. Pocas veces me ocurrió esto en el viaje, por lo que lo tomé como un signo de buena dirección y abrí mi mundo a estos hermosos catalanes. Dos grandes seres humanos. Sinceros. Desinteresados. Amables. Compañeros. Familia.
Meses más tarde de ese encuentro en Malasia dormiría en su casa en Can Bou, un agradable pueblo a una hora de la ciudad de Barcelona, cerca de la montaña de Monserrat.
La mayor parte de mi estadía en Barcelona me quedé con ellos, que me enseñaron la ciudad, Catalunya y su cultura con orgullo turístico y cotidiano.
También conocí a la familia de Jordi. Como olvidar la paella de películas que cocinó Tere, la madre, o esa tortilla que hizo exclusiva para mi, sabiendo que es mi comida preferida. O la antológica parrillada catalana que preparó Jordi padre y que comimos aquel domingo previo al Barcelona-Real Madrid. Y como no mencionar el 0-4 en el Bernabéu. El abrazo fraternal con los primos Ramon, Ana, Pau y Biel. La invacion a la casa de un Culè del pueblo. Las lagrimas que caían cada vez que la pelota besaba la red. Si hasta Laura, que no le gusta el fútbol, gritaba los goles de Suárez x 2, Neymar e Iniesta.
Que más puedo agregar. Que más puedo escribir acerca de mi amor platonico e incondicional por Barcelona.
Desde un café solitario de Albania, en el Este más olvidado de la vieja Europa, te recuerdo y espero algún día volver a pisar tus calles nuevamente... y para siempre.
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