Barcelonadas

Por Ninyovampiro @ninyovampiro

A diferencia de los designios del Señor, los caminos que nos llevan a emprender una lectura son casi siempre perfectamente escrutables. ¿Qué se puede hacer cuando unos despreciables y estúpidos asesinos causan una masacre en tu ciudad? Miles de personas decidieron salir a la calle y gritar que no tenían miedo; otros, llenar de velas y recuerdos el mosaico de Miró en las Ramblas; y unos pocos, muy ruines y ruidosos, sacar tajada política. Pues bien, a mí no se me ocurrió más que refugiarme en la literatura sobre Barcelona. Podía haber recuperado la inolvidable Últimas tardes con Teresa, a mi juicio la gran novela sobre Barcelona, o haberme puesto de una vez con Vázquez Montalbán, sobre el cual no sé si alguna vez podré opinar. Finalmente, sin embargo, opté por abrir un par o tres de libros que rodaban por casa desde hacía décadas.
El primero de ellos fue La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Nos cuenta Mendoza en este libro dos historias: una, la del protagonista, Onofre Bouvila, un hombre de origen humilde que, apenas todavía un chaval, deja el pueblo y se va a la ciudad, dispuesto a ganarse la vida, prosperar por los medios que sean necesarios y amasar la fortuna que su padre, indiano fracasado, no pudo conseguir en Cuba. Eran tiempos en que todavía no se había inventado la adolescencia, y uno pasaba de niño a hombre como quien pasa la página del periódico. Por eso puede parecer chocante la edad de Onofre, de tiernos trece años, en el momento en que llega solo a Barcelona y se hospeda en una pensión de mala muerte. Es posible que Mendoza estirara tanto la precocidad del protagonista por exigencias del guión, dado que la historia se sitúa entre las dos exposiciones universales celebradas en Barcelona en 1888 y 1929, un lapso de más de cuarenta años en el que Onofre debe llegar a lo más alto y luego ver qué hace una vez allí.
Un reparto desacertado. Olivier Martínez es un soseras, y a Delfina, una chica que en el libro es descrita como poco agraciada, la interpreta nada menos que Emma Suárez
La segunda historia que nos cuenta es, por supuesto, la de Barcelona a través de los años en que, ya derribadas (cayeron en 1854) las murallas que durante siglos la habían aprisionado, la ciudad empezó a crecer y desarrollarse de manera vertiginosa. La exposición de 1888 debía de servir, pues, para colocar a Barcelona definitivamente en el mapa. Sin embargo, eran aquéllos, como hoy, por desgracia, años convulsos en la condal ciudad. En aquella Barcelona donde miles de obreros se hacinaban en barrios infectos construidos de la noche a la mañana, las ideas comunistas y anarquistas encontraron un caldo de cultivo ideal para su propagación. Y en ese caldo de cultivo, los gérmenes como Onofre Bouvila se movían como pez en el agua. Así, Onofre se dedica a todo tipo de trapicheo hasta que, poco a poco y gracias a algún que otro golpe sonado, se convierte en un respetado rey del hampa barcelonés.
Mendoza combina con absoluta maestría, pues, una suerte de novela picaresca, como es la historia de Onofre, y un retrato fascinante de nuestra querida Barcelona en el que se mezcla desarrollo urbanístico, economía, historia y política.
El Hotel Internacional, construido para la exposición en tan sólo 53 días y derribado al concluir ésta
Onofre, que al principio despierta nuestros instintos paternales, es objeto de un minucioso y profundo retrato psicológico por parte del autor. Podríamos estar ante uno de esos villanos repletos a partes iguales de maldad y grandeza a quienes su insaciable sed de poder condena a errar, miserables, por el mundo. Personalmente, sin embargo, el personaje me ha parecido víctima de ese apabullante retrato, como si, de tan bien que lo llegamos a conocer, se hubiera vuelto incapaz de sorprendernos. Todos sabemos que los personajes malvados siempre son más atractivos que los buenos, pero Onofre peca bien por exceso de maldad, bien por falta de rasgos que lo rediman. Por su parte, el resto de la enorme galería de personajes no tiene desperdicio, desde la familia y los habitantes de la pensión hasta los padres del protagonista, pasando por todos y cada uno de los mafiosos de tres al cuarto con los que se apandilla Onofre, o los prestigiosos y corruptos abogados y empresarios.
La fuente de Canaletas y un quiosco de los que no queda ni uno en Barcelona
No obstante, si hemos de juzgar por el título, La ciudad de los prodigios es, sobre todo, una historia de Barcelona, y en ese sentido, la novela es una gozada. Así, el relato de la construcción de las dos exposiciones, y en particular de la primera, en la que, en buena medida, se terminó de dar forma a la ciudad que hoy conocemos, es excelente. Mendoza se documentó de manera excepcional, y supo volcar esa documentación en el relato de manera que el lector nunca pueda separar los hechos y personajes históricos de los ficticios. Naturalmente, ello hace que la novela tenga bien poco de novela histórica y mucho de posmoderna, con un final que a servidor, que nunca ha logrado terminar un libro de Pynchon, le ha parecido especialmente pynchonesco.
Y a otra cosa, mariposa, que hoy tenemos mucho de que hablar. Verbigracia, de la gran Mercè Rodoreda.

Hablábamos de esta catalana universal y su obra más conocida, La plaça del Diamant, justo hace tres años (cada vez que me autocito y veo el tiempo que ha pasado, me entra un vértigo cósmico). Rodoreda, decía entonces, era en mis años mozos y, si no me equivoco, sigue siéndolo hoy, lectura obligada en la enseñanza secundaria en Cataluña. Sin embargo, una obra como Mirall trencat (Espejo roto, en castellano) está lejos de ser tan accesible para los lectores adolescentes como podía serlo La plaça... De hecho, las dos novelas están escritas en un estilo completamente diferente: mientras que la historia de Colometa se apodera inmediatamente del lector gracias a la voz de la narradora, así como a su lenguaje sencillo y directo, Mirall trencat se nos presenta como una novela sensiblemente más compleja, dadas sus múltiples voces narradoras y su fuerte carga simbólica, y por ende, de lectura más lenta y reflexiva.

Tanto la imagen de entrañable abuelita que tenía la autora como los títulos de sus obras (Aloma, La calle de las Camelias, o la que nos ocupa) dan a la literatura de Mercè Rodoreda un aire de enaguas y visillos que, desde luego, poco pueden atraer a priori a cierto tipo de lectores, en especial, desde luego, a los adolescentes mileniales. Craso error, como casi siempre que dejamos que las impresiones decidan nuestras lecturas, porque detrás de esas enaguas y visillos, que los hay, detrás de esas violetas, de esos armaritos lacados y de esos cojines de cretona, hay un auténtico volcán de pasiones o, si no os gusta esa expresión tan propia de un culebrón, un vertedero de sueños, amores y vanidades, descripción que se ajusta más al descarnado final de la novela. En cualquier caso, estamos ante una literatura que bucea en las miserias del alma humana como el mejor de los rusos, escrita, eso sí, con una sensibilidad exquisita, un lenguaje casi frágil de tan poético que es, y una elegancia propia de esos amantes a la antigua que cantaba el brasileño.
La mansión de los Valladaura, en un fotograma de la adaptación que hizo la televisión de Cataluña
A primera vista, Mirall trencat no es una novela tan barcelonesa como la anterior, en el sentido de que el escenario principal no es tanto la ciudad como la casa familiar y el jardín en los que transcurre la historia y algunos de sus terribles episodios. No obstante, a través de los avatares de los personajes y la casa, Rodoreda sí nos presenta un impresionante retrato de la sociedad y la historia de aquella Barcelona que conocieron nuestros abuelos y sus padres, aquella ciudad que, desde principios del siglo XX fue creciendo entre prosperidad y convulsiones hasta el estallido de la guerra civil. Con los personajes que la pueblan la autora nos muestra de manera soberbia todas las capas de aquella sociedad, desde la más alta burguesía hasta las clases más humildes, que entablaban entre sí las relaciones más indecorosas y, por consiguiente, inquebrantables de que es capaz nuestra débil carne. 
Nos cuenta Mirall trencat la historia de Teresa Goday, hija de una pescatera que, merced a su matrimonio con un decrépito bolsista, entra en ese mundo de la alta burguesía, un detalle que se repite, en mayor o menor medida, en las tres novelas que traigo hoy. Teresa, que tiene un hijo ilegítimo al que criará como si fuera su ahijado, se casa, tras la muerte de su anciano marido, con el diplomático Salvador Valladaura, que vivirá toda su vida anclado en el recuerdo de su amada. Bárbara, que así se llama la pobre, muere al inicio de la novela en un suicidio muy shakespeariano, pero permanece sin embargo como uno de los personajes más enigmáticos de la novela. 
La calle Urgel, irreconocible
Poco a poco, la novela se va erigiendo en una impresionante saga familiar, con todas las miserias, rencores, mentiras y secretos inconfesables que uno pueda imaginar, y, por eso, o a pesar de ello, con un terrible aire de melancolía que no ayuda precisamente a levantar el ánimo, pero que, como lectores, nos hace disfrutar como enanos. El lenguaje de Rodoreda, sutil y poético, que contrasta con la brutalidad de algunas escenas; sus referencias literarias, como la muerte, ya mencionada, de Bárbara, que nos hace pensar en Ofelia, o la relación entre María y Ramón, que nos remite a Cumbres borrascosas; su rico uso de los símbolos, con un jardín también muy bronteano; su sorprendente, pero acertadísima, introducción del elemento sobrenatural en la tercera parte; o el retrato de todos y cada uno de sus personajes, complejos, redondos, humanos y algún sinónimo más, hacen de Mirall trencat una novela extraordinaria, y de la mansión de los Valldaura un pequeño universo humano.

Y mientras todo el mundo conoce, y con justicia, a Rodoreda, me da la impresión de que pocos, más allá del Ebro, han oído hablar de Narcís Oller. Nacido en Valls en 1846 y muerto en Barcelona a la edad de 83 años, Oller es otro de los autores canónicos en la asignatura de literatura catalana. Por ello, y por mi tozudez, rebeldía e ignorancia, me negué en redondo a leerlo en aquellos años de secundaria (aunque, no me preguntéis cómo, siempre me las apañaba para aprobar con notas más que aceptables). En fin, más vale tarde si la dicha es buena, y en este caso lo ha sido y con creces.
Narcís Oller
Oller es un autor decimonónico con todas las de la ley, y La febre d'or tiene ese sabor inconfundible que tienen las grandes novelas europeas del XIX. Situada en los años de 1880 a 1882, esta novela nos presenta un retrato de la locura bursátil que se apoderó de la Bolsa de Barcelona en 1876 hasta su estallido seis años más tarde, es decir, apenas unos años antes del inicio de La ciudad de los prodigios. Aquella locura, que tomó su nombre a posteriori precisamente de la novela de Oller, permitió un gran desarrollo industrial y económico en Cataluña, donde a la burguesía le dio por fundar bancos como quien crea un blog. La febre d'or nos cuenta la historia de Gil Foix, un hombre de extracción humilde que descubre lo fácil que es enriquecerse si se tiene habilidad para comprar y vender en el momento oportuno (recordemos que el marido de Teresa Goday, en Mirall trencat, había construido así su fortuna). Como veis, parece una radiografía de la España del pelotazo, y es que en todas partes y épocas cuecen habas.
De lo que se entera uno leyendo La febre d'or: Barcelona tuvo un hipódromo nada menos que en Can Tunis
Creo no ir muy desencaminado si aventuro que, al escribir La ciudad de los prodigios, Mendoza tuvo bastante presente la novela de Oller. Hemos visto, por ejemplo, cómo el escenario de ésta es el punto de partida de La ciudad... Nos encontramos una vez más con un hombre que deja atrás sus orígenes humildes a base de medrar o, en el caso de Bouvila, a través del crimen. Y Mendoza, que siembra su novela de referencias literarias de todo tipo, da a su protagonista femenina principal el mismo nombre que tiene la heroína de La febre d'or: Delfina.
      
Sería interesante comparar estas dos Delfinas, la descastada anarquista de Mendoza y la vaporosa e idealista de Oller, tan diametralmente opuestas a primera vista, pero tan próximas la una a la otra en el fondo. Igualmente interesante resulta la comparación entre el protervo Onofre y el bobalicón de Gil. Como ya he señalado más arriba, en el arte, como en la historia, los malos siempre son más resultones. En este caso, no obstante, el personaje del bolsista Gil Foix se me antoja más redondo que el del hampón Onofre. Carente este último de rasgo redentor alguno, podríamos decir que toma el camino más directo que le ofrece la novela, y una vez lo enfila, nada lo aparta de él. Gil, por su parte, deambula de aquí para allá, al vaivén de lo que quieran hacer con él los buitres de los que se rodea. Sueña, tropieza, se convierte en el hazmerreír de la burguesía vieja, siempre desdeñosa de estos advenedizos a los que jamás aceptará completamente (qué poco han cambiado algunas cosas en Cataluña), y nos brinda un episodio inolvidable, como es el de sus andanzas por París con una fulana de altos vuelos.
El Bolsín de Barcelona, uno de los escenarios de la novela. Hoy es una escuela de arte
Oller, cuya obra literaria recibió elogios de autores como Galdós o Zola, es un pequeño regalo para el lector que gusta del realismo y al que ya se le empiezan a acabar los franceses y los rusos, y no tiene bastante con Clarín o el ya mencionado don Benito. No obstante, hay que decir que, juzgando por esta obra, a Oller a veces le pierde la moralina, en especial en el tramo final de la novela. Pero bueno, también los más grandes moralizaban, y  por otra parte, algunos pensamos que la resolución de una novela es su parte menos importante. Como sucede con las entradas de blog.
Qué bonita es Barcelona sin banderas