Desde el mismo título Baroni: un viaje (Buenos Aires: Alfaguara, 2007), este libro de Sergio Chejfec, nos señala e invita a transitar junto al narrador un recorrido por una superficie que finalmente hallaremos metaforizada en una pequeña hoja de papel de estraza, arrugada por el puño de una mano. Y, en efecto, si bien allí tiene lugar el curso imaginario de ese viaje, la carga simbólica de ese papel sin lisuras (que al final nos recordará el material de las máscaras pintadas por Reverón o la orografía trujillana) nos lleva a seguir los pasos de un discurso de incierta movilidad que se desplaza entre los pliegues de una geografía múltiple tanto en lo físico, como en lo anímico e intelectual.
A partir de la descriptiva reflexión que motiva la figura de José Gregorio Hernández, hecha sobre una talla de madera por la artista trujillana Rafaela Baroni, Chejfec va construyendo una particular constelación que tiene al personaje de Baroni como centro, desde el cual se irradian diversos vínculos con figuras como el mismo médico santo de Isnotú, poetas como Juan Sánchez Peláez e Igor Barreto o artistas como Armando Reverón, Juan Andrade y Tomás Barazarte.
Se trata de un viaje por interioridades e intersticios, un acercamiento detenido y cauteloso, profundamente intelectual y de un admirable despojo, que explora cierta inocencia inmanente, cierta pureza de alma, y la recóndita sabiduría artística enraizada a esa particular geografía, pues como bien dice el narrador, en el largo monólogo que conforma la novela:
Me pareció que esa inocencia es un código genético del arte, y que si yo quería hablar de Baroni debía obedecerlo, así como si quería hablar de cualquier otra cosa. Y podría decir más: en un punto sentí una extraña nostalgia, o un sentimiento de privación, frente a su capacidad para establecer esas relaciones simples, unívocas entre objetos materiales y resultados de la imaginación (p.101).
A lo cual añade más adelante, refiriéndose a la artista trujillana:
ella representaba para mí la infancia del arte. No sólo en el sentido de ingenuidad, o más bien excluyendo ese sentido, sino infancia como elocuencia, por un lado, como vitalidad, pero especialmente como proveedora de vida: la vida como contagio (p.102).
El discurso se despliega como una enigmática (y a la vez muy concreta) y detallada reflexión sobre un espacio que constantemente es cartografiado, al menos, en tres planos: el correspondiente a realidad física aludida en la narración (Boconó, Betijoque, Isnotú, Valera, Mérida, Hoyo de la Puerta, Maracay, Caracas, etc.); el conformado por la dimensión existencial de los poetas y artistas aludidos y ligados a esos espacios o a las experiencias por ellos suscitadas; y, por último, el texto mismo como extensión explorada (o por explorar). Este último deviene, además, autorreferencial, en la medida en que nos recuerda cómo (o dónde) ha sido narrado lo hasta ahora dicho o anuncia qué, posiblemente, se dirá después. Estrategia de interpelación al lector que resulta sin duda efectiva en la tarea de hacerlo cómplice del rito de imaginar tales “construcciones cartográficas”.
Una suerte de ingravidez determina todas las percepciones espacio temporales de esta novela. Característica que le atribuye el narrador a uno de los personajes, cuando dice: “Así no solamente él, incluso el ambiente a su alrededor tendía a la ingravidez; no a lo irreal o a lo borroso, sino hasta lo latente y devaluado” (p.67).
Como hemos dicho, es un texto lleno de marcas que anuncian posibles desarrollos de la anécdota emprendida, muchos de los cuales no alcanzan a ser más que formas potenciales de un discurso que quizás nunca vendrá, pero de cuyo sólo señalamiento ya se deriva una suerte de existencia. Así, la trama narrativa se va tejiendo con un cúmulo de cabos sueltos, precisamente calculados. Y al ambiente “ingrávido” y moroso antes señalado, se suma, para hacerlo más patente, una red de indefiniciones sobre el suceder, que crea una sensación de continua latencia.
A través de esta dilatada reflexión que se desplaza geográficamente, se ponen en relieve los atributos topográficos que emparentan espacio y pensamiento: “espacio en el sentido más abstracto e intangible de la palabra, la palpitación del entorno, la sensación de armonía, fatalidad o amenaza, el tono del ambiente” (p.79). Con mirada extranjera el narrador innominado haya en el otro y en lo otro, en lo distinto, una presencia incisiva en la que se manifiestan valores elementales que conjugan la inocencia artística y la simplicidad de lo primitivo; aquello que perdura sin renunciar a lo primigenio. Indagación que se torna obsesiva y que convoca la admiración y la nostalgia por aquello que se sabe auténtico pero inaccesible (irremediablemente ajeno): formas de emprendimiento artístico profundamente ligadas a un orden natural, ritual y colectivo, donde entre máscaras y sombras, rituales y escenificaciones se retan cotidianamente los límites entre lo real y lo ficticio, lo sagrado y lo profano, lo culto y lo popular, la vida y la muerte.
Pero al final, quizás hay otro plano donde se da ese ejercicio cartográfico, esa búsqueda incesante de relaciones y el continuo reajuste de coordenadas que permiten comprender la superficie y los volúmenes constreñidos en la imagen del arrugado papel de estraza encontrado en un ascensor. El plano donde se mueve el escritor, en la perpetua cacería de las palabras que se adecuan a su necesidad expresiva, esas capaces de establecer las misteriosas relaciones con las cosas y las ideas, esas que alcanzan a compendiar la nostalgia por la difícil sencillez reveladora.
Arturo Gutiérrez Plaza
Ilustración: Fotografíade Sergio Chejfec