Por Hogaradas
Esperaba a Carlos en una sidrería al lado de casa sentada en un taburete, en la barra. Las barras de los bares son desde siempre mi lugar preferido, en ellas me muevo como pez en el agua, ya sea de pie o sentada, igual me da, las considero el refugio y a la vez el mirador perfecto desde el que contemplar toda la vida que bulle alrededor de ellas. Me gustan sobre todo las que tienen algún recoveco, esas que te permiten tener todavía más capacidad de visión a la vez que te proporcionan algún lugar íntimo en el que acomodarte y hacer un poco tuyo.
Recuerdo especialmente una de un bar de Lisboa, en nuestro primer viaje, uno de esos bares rancios en los que un buen día se detuvo el tiempo, los que cada día cuesta más encontrar y que un buen día, como en este caso, te encuentras con que ha desaparecido. La barra metálica, amplia, espaciosa, en forma de semicírculo y con los taburetes giratorios adosados al suelo, pero con la distancia suficiente para proporcionarte la mayor comodidad. Aquel bar cuyo nombre curiosamente aludía al motivo de aquel primer viaje, se convirtió en parada obligada durante todos los días que duró nuestra estancia en una de las ciudades más hermosas y acogedoras que he visitado jamás, la bella y dulce Lisboa, y en él, en aquella barra tras la cual los camareros iban y venían disfrutamos de algunos de los momentos más hilarantes y divertidos que tuvieron lugar aquellos días. Al ańo siguiente ya no quedaba nada, nada más que la sombra del local que fue, ahora vacío, ni tan siquiera el rótulo que te invitaba solamente con leer su nombre a adentrarte en aquel lugar que te prometía acercarte a la más dulce de las lunas.
Las barras de los bares esconden todo un universo único y particular al que asomarse y por el que dejarse llevar, mientras las bandejas se mueven de un lado a otro, la leche se caliente con el vapor sonoro, envolvente, y la maquina del hielo contribuye a la puesta en escena con esa melodía de la caída de cada uno de sus cubitos, listos ya para enfriar cualquier bebida.
En aquel centro comercial y al calor de la amistad disfruté de tardes de vino y tapas, de charlas y risas, mientras a nuestro alrededor la gente iba y venía, mientras afuera comenzaban a caer las primeras hojas del otońo, esas que comienzan a invitarte a buscar algún refugio en el que protegerte.
Ańos más tarde y en otro centro comercial descubrimos aquella cadena americana en la que los cacahuetes adornaban la barra. Allí acudíamos cada sábado buscando ese momento de confidencias, de despreocupación, de descanso, mientras en el aire se respiraba el aroma de un amor que comenzaba a nacer y aquella amistad de antańo se recuperaba y se reforzaba entonces más que nunca.
Momentos inolvidables vividos en esas barras de los bares por los que algún día discurrió mi vida, esas en las que he dejado un poquito de mí, las que todavía conservan una pequeńa huella y el eco de aquellas confidencias, de aquellas voces, de aquellos sentimientos de los que estoy segura han quedado impregnadas.