Delphine, una escritora francesa de mediana edad, madre de dos hijos y pareja de un director de documentales, sufre un bloqueo creativo: "Ahora puedo admitirlo: la escritura a la que hacía tanto tiempo que me dedicaba, que tan hondamente había transformado mi existencia y tan preciada había sido para mí, me aterrorizaba" (p. 8). Este miedo a la página en blanco le llega en los años posteriores a la publicación de su mayor éxito, una autoficción sobre su familia que, en medio de muchas satisfacciones, le ha causado un inesperado disgusto: los mensajes anónimos de alguien, supuestamente cercano a ella, que no se ha tomado nada bien que hiciera públicos unos asuntos tan personales. Este no es el único cambio que ha experimentado Delphine: también ha entrado en su vida L., una mujer de su edad, "negra" literaria, que enseguida se ha convertido en una amiga íntima con quien abrirse en canal. Este es el argumento de Basada en hechos reales, Premio Renaudot 2015, la última apuesta de Delphine de Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), un juego de espejos que comienza por los paralelismos entre la autora y la protagonista, que se expresa en todo momento en primera persona -De Vigan, como la Delphine de la novela, dio un gran salto con su anterior trabajo, Nada se opone a la noche (2011), que relata la vida de su madre-.
El planteamiento obliga, de entrada, a preguntarnos cuánto hay de realidad y de invención, viniendo como viene de una escritora que ha trabajado tanto la autoficción (en su debut, Días sin hambre, 2001, y diez años después en su obra más aclamada) como la ficción "pura" (en novelas como No y yo, 2007, o Las horas subterráneas, 2009). Hay una parte de la Delphine personaje que resulta indisociable de De Vigan: su identidad (mujer, madre, compañera, escritora) y todo lo que atañe a su oficio, esto es, sus reflexiones sobre la relación entre la escritura y la vida, el éxito literario ("El éxito de un libro es un accidente del que no se sale indemne, pero sería indecente quejarse", p. 33), las lecturas que la han acompañado, los dilemas éticos por escribir sobre uno mismo y los suyos. La otra cara de la novela, la más novelesca, la conforma el personaje de L., con la crisis que desencadena progresivamente en Delphine. En el fondo, poco importa cuánto hay de verídico en el argumento, porque el interés reside en integrar ambas vertientes, jugar con lo que es y lo que podría ser, para dar forma a una espléndida novela que funciona tanto en la construcción de la subjetividad como en su faceta de thriller psicológico (no en vano cita a Stephen King al principio de cada parte).
-Yo no te hablo del resultado, te hablo de la intención. De la impulsión. La escritura debe ser una búsqueda de la verdad, si no, no es nada. Si a través de la escritura no intentas conocerte, hurgar en lo que llevas dentro, lo que te constituye, abrir tus heridas, rascar, ahondar con las manos, si no pones en tela de juicio tu persona, tu origen, tu medio social, eso no tiene sentido. No hay más escritura que la escritura sobre uno mismo. El resto no cuenta. De ahí que haya tenido tanta resonancia tu libro. Has abandonado el territorio de lo novelesco, has abandonado el artificio, la mentira, las mistificaciones. Has vuelto a lo Verdadero, y tus lectores no se han engañado. Esperan de ti que perseveres, que vayas más lejos. Quieren lo que está oculto, disimulado. Quieren que acabes diciendo lo que has eludido siempre. Quieren saber cómo eres, de dónde vienes. Qué violencia ha engendrado a la escritora que eres. No se dejan engañar. Sólo has alzado una parte del velo y lo saben perfectamente. Si lo que vas a hacer es volver a escribir pequeñas historias de gente sin hogar o de ejecutivos deprimidos, más te vale quedarte en tu empresa de marketing.
Es peliagudo usar conceptos como "real" o "verdad" al comentar literatura. He aquí otro debate sugerido: a menudo se da por hecho que realidad e invención ocupan territorios separados, pero ¿qué ocurre cuando se introduce verdad en una historia inventada? Dicho de otro modo: un escritor puede narrar un suceso que no le ha ocurrido (ficción), que sin embargo beba de sus experiencias a la hora de formular una determinada introspección o idea. En opinión de L. -que, detalle importante, es escritora de autobiografías y libros de memorias-, en literatura solo importa la experiencia real, la autoficción (su posicionamiento recuerda al de esas discusiones actuales que a grandes rasgos concluyen que la literatura contemporánea se ha centrado en el yo mientras que las series de televisión se ocupan, y muy bien, de las grandes construcciones novelescas); Delphine, por su parte, cree que lo importante es que el texto tenga verdad, aunque esté disfrazada de una historia de mentira. Este punto de vista parece encarnado en Basada en hechos reales: un libro con mucha "verdad", convincente, y sin embargo ambiguo, enredado, fuera de los límites de la autoficción.
-Verás, la ficción, la autoficción, la autobiografía, nunca representan para mí una idea fija, una reivindicación, ni siquiera una intención. Son [...] un resultado. En realidad, creo que no percibo las fronteras de manera muy clara. Mis libros de ficción son tan personales, tan íntimos, como los otros. A veces es necesario disfrazar para explorar el tema. Lo importante es la autenticidad del texto, quiero decir su necesidad, su ausencia de cálculo.
Más allá de este interrogante, Basada en hechos reales destaca asimismo por su naturaleza metaliteraria: la voz de una escritora que intenta escribir un libro mientras digiere todo lo que ha supuesto su publicación anterior. Los motivos por los que triunfó precisamente su obra más personal, el impacto que produjo en muchos lectores que se le han acercado emocionados, los riesgos para los familiares a quienes no ha gustado encontrarse en sus páginas, la incógnita de qué esperan ahora de ella sus lectores. En este sentido, De Vigan ha sabido reciclar muy bien su experiencia para tirar del hilo de la autoficción y promover debates en el mundillo (a propósito: es una novela perfecta para un club de lectura). Además, un aspecto muy interesante de su alter ego es el hecho de referirse a sus lecturas, tanto clásicas como actuales, incluyendo a coetáneas como Agnès Desarthe o Verónique Ovaldé -qué poco habitual es ver a un autor, no ya hablando de sus colegas vivos, sino escribiendo sus nombres en una novela-. La escritora no solo escribe: lee, y de todo. Estas menciones, más allá de hablar de sí misma, tienen una razón de ser que se comprende al final (una genialidad).
Sería una lástima que las lecturas se quedaran en el debate sobre la autoficción (pertinente, sí, pero no lo único relevante). Con el personaje de L., la autora plantea un tema sugerente: el deseo de ser otra persona y, por extensión, la posibilidad de encarnar a otro en la ficción. Porque L. no es una amiga cualquiera para Delphine: desde el principio le llama la atención por ser, en cierto modo, la mujer que ella siempre ha querido ser (y que ya se ha resignado a no ser nunca). Sofisticada, con una imagen impecable, segura de sí misma, eficiente, valiente en los momentos precisos; una mujer que despierta admiración. L. no solo se dedica a la literatura, como Delphine, sino que tiene las habilidades necesarias para ser una escritora fantasma perfecta: está acostumbrada a relacionarse con la gente: causa buena impresión, se gana su confianza con facilidad y, lo más inquietante, sabe encontrar las palabras exactas para reconfortar a su amiga. L. puede entenderse como el complemento de Delphine: las dos parten de la misma base (edad, formación, intereses), pero han orientado sus capacidades en direcciones distintas y no obstante afines.
Había aceptado hace tiempo la idea de que yo no era una de esas mujeres impecables, incontestables, que había soñado ser. En mí siempre había algo que rebasaba los límites, se torcía o se desmoronaba. Tenía un pelo raro a la vez tieso y rizado, era incapaz de conservar el carmín más de una hora y siempre llegaba un momento, ya entrada la noche, en que me frotaba los ojos, olvidando el rímel de las pestañas. Si no me andaba con mucho cuidado, tropezaba con los muebles, me saltaba los escalones, los desniveles, me equivocaba de piso al volver a casa. Me había resignado a eso y a lo demás. Y más valía tomárselo a risa.
Ese deseo de ser otra no se puede desligar de la construcción de identidad de Delphine: con pocas (pero justas) pinceladas, la narradora deja entrever su adolescencia, las escenas que se grabaron en su memoria, las torpezas que ha aprendido a aceptar como parte de sí misma. Es en la formación de la identidad cuando se hace palpable lo que define a uno y lo que se queda fuera; de ahí surge la fascinación inicial por L., una mujer en quien se mira con el anhelo de parecérsele. "En la edad adulta, la amistad se construye sobre una forma de reconocimiento, de connivencia: un territorio común. Pero creo también que buscamos en el otro algo que no existe en nosotros mismos sino de una forma menor, embrionaria o reprimida. Por ello tendemos a trabar amistad con aquellos que han sabido desarrollar una manera de ser hacia la que tendemos sin éxito" (p. 184). Interesante: la amistad en la edad adulta -un buen tema en sí mismo por lo poco explorado que está en comparación con las historias de amigos niños o jóvenes- como una atracción por el "éxito" (en sus múltiples formas) del otro. También ocurre a la inversa: L., que no ha firmado libros con su nombre, siente verdadera fijación (¿celos?) por lo que debe o no debe escribir Delphine. En esta seducción mutua está la raíz aparente de la relación entre L. y Delphine.
Esa amistad, con todo, no tiene nada de inocente. En el fondo, L. sigue siendo una desconocida para Delphine: apenas habla de sí misma, vive en un piso que parece un decorado, dijo que fue su compañera de clase, pero Delphine no la recuerda. Muchos detalles invitan a la desconfianza: "recuerdo haberme dicho que L. no había sido siempre la mujer deslumbrante y sofisticada que tenía delante. Algo en ella, algo oculto, apenas perceptible, indicaba que L. volvía de lejos, de un territorio oscuro y fangoso, y que había sufrido una metamorfosis espectacular" (p. 53). Su comportamiento, tan jovial al principio, comienza a resultar inquietante por su control de Delphine: ha leído todo lo que ha escrito (entrevistas y artículos incluidos), parece conocerla a la perfección, la obsesión roza lo escalofriante. Por parte de la narradora, abundan las manifestaciones de duda, inseguridad: suele comentar que en un determinado momento percibió algo extraño en L., pero que luego lo olvidó, le restó importancia. O que, de hecho, no notó nada raro hasta que lo pensó más tarde. Al fin y al cabo, L. sabe cómo mostrarse encantadora.
-Sé lo que estás pensando. Y te equivocas. Existe una gran diferencia entre lo que sientes, la manera como lo percibes, y la imagen que das de ti. Todos llevamos impresa la mirada que se posó en nosotros cuando éramos niños o adolescentes. La llevamos así, como una mancha que solo algunas personas pueden ver. Cuando te miro, veo tatuada en tu piel la marca de la burla y del sarcasmo. Veo qué mirada se posó en ti. De odio y de recelo. Afilada y sin indulgencia. Una mirada con la que resulta difícil construirse. Sí, yo la veo y sé de dónde procede. Pero créeme, poca gente la percibe. Poca gente es capaz de adivinarla. Porque la ocultas muy bien, Delphine, mucho mejor de lo que piensas.
Las referencias a Stephen King (y se podría añadir al Henry James no fiable de Otra vuelta de tuerca) cobran sentido a medida que la fascinación por L. evoluciona en una dominación perversa o, en sus propias palabras, "una suerte de hechizo progresivo" (p. 184). Delphine conoce a L. en un momento de cambio personal que debilita sus lazos: los hijos, jóvenes, se van de casa para estudiar; y su compañero está de viaje para rodar un documental. Sin darse cuenta, se va quedando sola, y esto refuerza su unión con L., con quien tiene "ese modo exclusivo e imperioso de estar vinculado con la otra persona que puede vivirse a los diecisiete años" (p. 63). Su relación plantea una idea que expreso con las palabras de Marina Sanmartín enEl amor que nos vuelve malvados (2014): "hay cierto placer en cuidar de alguien hasta convencerle de que no puede responsabilizarse de sí mismo" (p. 40). Entre la seducción y el embrujo, L. invade la vida de Delphine, una relación tóxica marcada por la manipulación. Y De Vigan manipula también al lector con este juego de espejos. ¿Quién es realmente L.?
Delphine de Vigan firma en Basada en hechos reales un divertimento de buen nivel literario que bebe tanto de ese género tan francés de la autoficción como de la ambigüedad y los narradores no fiables más característicos de otras literaturas. Y, además, lo plantea todo como un espléndido juego metaliterario donde tienen cabida autores de ayer y hoy, de los géneros más diversos. Logra un equilibrio entre la parte reflexiva, con suculentos debates sobre literatura, escritores fantasma y lo que se espera del novelista en la actualidad (recomendación: léase con un lápiz en la mano), y la trama pura y dura de suspense psicológico, con la tensión en aumento progresivo y (perdón por el tópico) un ritmo trepidante que (perdón de nuevo) atrapa de principio a fin. He aquí un libro de los que alimentan la mente mientras provocan el entusiasmo ardoroso del placer lector. Bravo.
Citas en cursiva de las páginas 80, 81, 56 y 57.