Parecía improbable que la hija del rey se pudiera librar de la imputación en la causa por el escándalo de Nóos. Resultaba extraño que no lo hubiera sido ya, dada la multitud de indicios que justificaban la necesidad de que respondiera ante la justicia para aclarar las cosas. Los 18 folios históricos del juez José Castro no han hecho sino confirmar una intuición ya en la mente de la mayoría de los españoles desde hacía bastante tiempo. Hasta aquí todo normal.
El gran error ha venido después, con la reacción institucional ante este hecho no por insólito menos necesario. La casa real ha dinamitado sus propios pies al afirmar primero que “no comentamos las decisiones judiciales”, para acto seguido manifestar “su sorpresa” por la imputación y por “el cambio de criterio del juez” y alinearse con el recurso de la fiscalía. Algo que puede ser interpretado como un burdo intento de extender el manto vergonzoso de su impunidad a sus vástagos. La credibilidad del Rey toca fondo.
Desde el gobierno, que maneja a su antojo a la Fiscalía General del Estado, tampoco han estado demasiado listos y parecen más obcecados en salvar a una institución en barrena por encima incluso de la credibilidad de una Justicia en franca decadencia. Ya no es sólo el hecho de negarse a impulsar reforma alguna para atajar la crisis de la institución, sino también al haber puesto en marcha una operación de lavado de imagen a contratiempo de inciertos resultados.
La sorpresiva decisión de la casa del rey de solicitar someterse a la ley de transparencia —con ciertas limitaciones, por supuesto—, no es sino un burdo intento de frenar la caída libre de la institución en el sentir ciudadano. El desborde de los acontecimientos ha cogido a todos a pie cambiado, y tanto el gobierno como los partidos políticos andan desorientados en cuál es la mejor forma para salir del atolladero.
Las encuestas que se conocen son demoledoras, y eso que la mayoría se hicieron antes de la noticia histórica de la imputación de una infanta de España. Todas reflejan una ruptura histórica en lo que a la aceptación de la institución por parte de los ciudadanos se refiere. Incluso hay algunas que apuntan que casi un 35% de los españoles consideran la monarquía como algo negativo para el país. Según dichos sondeos, serían ya cerca del 38% quienes entienden aconsejable que España adopte otra forma de Estado y más del 50% los que no apoyan a la familia real. Algo impensable hace tan sólo unos años.
El consenso tradicional respecto a la Jefatura del Estado se ha roto en cuestión de meses y la sociedad aparece desestructurada y dividida ante un tema que hasta ahora era incuestionable. Puede que nos encontremos ante uno de esos cambios radicales provocados por esta crisis y de los que parece que ya no hay vuelta atrás posible. Habrá que esperar nuevos sondeos, pero con esta imputación no es de extrañar que sus resultados sean incluso peores.