BATALLA DE CARRAS, 53 a.C. CUANDO LA AMBICIÓN DE UN SOLO HOMBRE LLEVÓ A LA MUERTE A MILES DE SOLDADOS ROMANOS

Por Historiayromaantigua

La narración del escritor Ivan La Cioppa de una de las más terribles derrotas de las legiones romanas para Historia y Roma Antigua.

Año 55 a.C., la República está prácticamente acabada. En Roma, el poder le pertenece al Triunvirato, compuesto por tres hombres muy especiales: Cayo Julio César, Gneo Pompeo Magno y Marco Licinio Craso. Craso se enriqueció con las proscripciones de Sila, acumulando un patrimonio inmenso: 7100 talentos (13.300 millones de euros al tipo de cambio actual) con los que compró poder y consenso. Ahora el sueño de toda una vida, el poder absoluto, está al alcance de su mano pero, lamentablemente, no goza de la misma reputación que los otros dos, extraordinarios generales que han logrado grandes victorias contra los enemigos de Roma. Craso es consciente de que podría ser aislado o incluso expulsado del poder. Requiere de un gran éxito militar y lo necesita lo antes posible.  Afortunadamente, además de ser un hábil político, también es un excelente comandante: fue decisivo en la batalla de la Puerta Collina, 82 a.C cuya victoria sancionó el triunfo de Sila, y la República recurrió a él para sofocar la revuelta de Espartaco(73-71 a.C). Por lo tanto, cree que tiene las cualidades para destacar sobre César y Pompeo. Cuando en el 55 a. C. es nombrado procónsul de Siria, decide actuar y organiza una gran campaña contra los Partos, que siempre habían sido vecinos incómodos para Roma. Así es como Craso parte hacia Oriente con sus siete legiones y varios departamentos auxiliares, seguro de obtener una fácil victoria. Lo acompañan su hijo Publio, veterano de las campañas de César en las Galias, y Cayo Casio Longino, futuro conjurado en el asesinato de Julio César. Lamentablemente, el destino tiene otros planes.

Batalla de Carras - Recreación histórica - Rome 2_ Total War .


Un año más tarde, los dos ejércitos finalmente se encuentran alineados uno frente al otro. Los Romanos suman 43.000 hombres, cansados y abrasados por el sol tras una marcha agotadora, mientras los Partos, encabezados por el joven y poderoso Rostam Surena Pahlavi, despliegan 10.000 jinetes arqueros y un millar de catafractos. Surena es tan ambicioso como su oponente y sabe que una victoria contra Roma podría aumentar aún más su poder. El campo de batalla es un mar de arena que no permite a los romanos ningún tipo de maniobra. Craso por fin decide disponer a todo el ejército en un gran cuadrado defensivo. En el fondo ya sabe que había actuado superficialmente pero, a estas alturas, el choque es inevitable.

El Imperio parto antes de la batalla de Carras o Carrae (53 AC). ( Sátrapa 1)

De repente se escuchan ruidos espeluznantes e intranquilizadores: son los tambores de los Partos emitiendo una melodía macabra que insinúa ansiedad en sus oponentes. Los Romanos están listos para la batalla, pero sucede algo impactante: una lluvia incesante de flechas comienza a atormentarlos sin descanso. Las flechas de los partos son armas mortales que perforan fácilmente las armaduras, y cuyas puntas de bordes curvados son capaces de cercenar músculos y tendones, a la hora de extraerlas. Craso espera que, en algún momento, los dardos se acaben pero es una esperanza vana. Los arqueros a caballo, cuyos arcos disparan el doble de la distancia habitual, recurren continuamente a reservas de flechas aportadas por camellos. El comandante romano entonces decide intentar una acción. Ordena a su hijo Publio, un formidable comandante de caballería, contratacar con 1000 jinetes galos, 300 jinetes romanos, 500 arqueros y 8 cohortes de legionarios. El joven acata las órdenes y lleva a sus hombres a la carga. Los arqueros al principio parecen retroceder, pero no es más que un truco: de repente, cambian de dirección y se lanzan contra los enemigos, acribillándolos con dardos y clavándoles los pies al suelo y los brazos a los escudos. Los Romanos están perdidos y el propio Publio decide suicidarse. Solo unos pocos de ellos logran regresar a sus filas, al cuadrado. 


Fracaso de la carga de Publio Craso contra los partos que les responden con una lluvia interminable de flechas

En breve, los Partos vuelven al ataque con una potente carga de catafractos. Uno de ellos blande la cabeza de Publio en la punta de su lanza mientras los otros se burlan de su padre, alegando que no está a la altura de su hijo. Esa vista es escalofriante, pero Craso no tiene tiempo para llorar a Publio. Entre sus soldados cunde el pánico, se sienten perdidos. Afortunadamente, llega la noche y los partos se retiran, al no estar preparados para eventuales ataques nocturnos de los romanos. Es el momento adecuado para escapar, pero ¿adónde? El pueblo más cercano es Carras pero hay que darse prisa, así que Craso decide abandonar a su suerte a los aproximadamente 4000 heridos y se va con el resto del ejército. Es una noche sin luna y reina la oscuridad. Con dificultad el ejército romano logra llegar a la ciudad. Lamentablemente faltan cuatro cohortes: se han perdido por el camino. Los Romanos se atrincheran dentro de la ciudad y creen estar a salvo pero, una vez más, se engañan a sí mismos. Carras está rodeada por el desierto y no dispone de los suministros necesarios para resistir un asedio. Mientras tanto, en la mañana, el ejército parto acude al campamento abandonado y masacra a todos los heridos. Poco después, intercepta a las cuatro cohortes “perdidas” que sufren el mismo destino de sus compañeros heridos. Al final los Partos aparecen bajo los muros de Carras. Surena le pide a Craso y a su segundo al mando Casio que se rindan, pero ambos se niegan. Luego propone una reunión pero recibe la misma respuesta. El general romano sabe que tiene que abandonar esa ciudad si no quiere que se convierta en su tumba. Al caer de nuevo la noche, los Romanos intentan escapar pero el guía elegido por Craso es un asalariado de los Partos que les hace perder el tiempo deambulando por pantanos y caminos tortuosos, alejándolos de la frontera con la provincia de Siria. Al llegar el alba, se da cuenta del engaño pero ya es tarde. Con sus tropas se asienta en una colina y espera su destino. Los Partos los alcanzan una vez más y Surena, presentándose solo frente a las filas romanas, propone las mismas condiciones, liberando prisioneros como prueba de buena fe.

Cuadro del siglo XVI de Lancelot Blondel que recrea cómo vierten oro fundido por la garganta del cadáver de Craso - Museo Groeninge

Dada la situación, impulsado también por el descontento de sus hombres, Craso decide aceptar y reunirse con el comandante enemigo para discutir los términos de la rendición pero esta decisión, al final, le es fatal. Una vez capturado, es ejecutado y, según Plutarco, su cabeza enviada a Seleucia, donde el rey Orodes la utiliza en la representación de "Las Bacantes" de Eurípides. Floro, en cambio, afirma que le fue vertido oro fundido en la boca para castigarlo por su codicia. 

Afortunadamente, no todos los Romanos perecen en la batalla final. Casio, con una parte del ejército, sigue un camino diferente al sugerido por el guía corrupto y logra regresar a Siria y preparar la defensa de la provincia. Sin embargo, un destino ingrato aguarda a los aproximadamente 10.000 soldados apresados, que nunca regresarán a Roma. Según Plinio el Viejo, fueron enviados a la frontera oriental del inmenso Imperio Parto, en el actual Turkmenistán, para reforzar las guarniciones defensivas. Una vez redimida su libertad, parece que algunos de ellos se convirtieron en mercenarios a sueldo de los Chinos y se trasladaron a la ciudad de

Fotograma de la película Dragon Blade.

donde, incluso en nuestros días, muchos de los habitantes tienen rasgos somáticos y genéticos occidentales, pero se trata de una teoría muy controvertida.

Lamentablemente, el espectro de esta tremenda derrota y la consiguiente deshonra se cernieron sobre Roma durante años, hasta que, en el año 20 a. C., Augusto, con su diplomacia, logró que los Partos devolvieran las siete águilas robadas a las legiones de Craso. Con el regreso de las insignias sagradas a Roma, el «Princeps» al menos devolvió el honor a aquellos valientes soldados que murieron por la superficialidad y vanidad de su comandante.

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