Tras la batalla de San Quintín hubo quienes consideraron que Francia había quedado vencida, pero lo cierto es que aún la quedaron fuerzas para preparar un contraataque, que pudo dar la vuelta a la contienda. Para ello se puso al frente de un nuevo ejército al duque de Nevers, Luis Gonzaga-Nevers, al tiempo que pedían ayuda naval al sultán otomano para que, con sus fuerzas, mantuviera ocupada a la flota española. No solo eso, además el señor de Thermes apuntó con otro ejército al mismísimo corazón de Flandes. Enfrente de estos ejércitos el conde de Egmont, un general nombrado por Felipe II, que tenía un concepto medieval de la guerra, pero que venció a las tropas francesas en Gravelinas, empleando una táctica plagada de riesgos.
Sin quitar importancia al resultado de la batalla de San Quintín, la de Gravelinas fue el verdadero desenlace de la guerra entre Francia y España. En San Quintín, no estuvo presente el mejor general francés del momento, el duque de Guisa, que se encontraba en Italia soportando las acometidas del mejor general español, el duque de Alba. Intuyendo el desastre, el rey Enrique II de Francia, reclamó a Guisa, quien ordenó al duque de Nevers, iniciar una ofensiva en los Paises Bajos, mientras él se dirigía a Calais, última posesión inglesa importante en el norte de Francia. Tras siete días de asedio, los ingleses se rindieron. La facilidad con la que se rindió ha hecho sospechar a los historiadores, en un posible pacto, a fin de desprestigiar a la reina María Tudor, que estaba casada con Felipe II y por ello aliada de España.
La pérdida de Calais sacudió los pilares de la monarquía inglesa, además dejó la costa de Flandes, a merced de los franceses. Fue entonces cuando ambos ejércitos pusieron sus ojos en Gravelinas, una posición clave en el occidente de Flandes; que tuvo que ser reforzada con tropas españolas y valonas. Mientras Guisa, animado por la conquista de Calais, siguió atacando las posesiones inglesas en Francia, mientras el duque de Nevers lanzaba nuevas acciones de distracción, Paul de Thermes –gobernador galo de Calais– avanzó por la costa, arrasando las poblaciones que encontraba camino de Flandes. Al llegar a Gravelinas, Thermes ordenó poner asedio a la plaza, más debido a que estaba mejor defendida de lo que pensaba, se limitó a bloquearla con una pequeña fuerza, mientras seguía su avance con el grueso del ejército.
Al estar comprometido en diversos frentes, Felipe II levantó, a duras penas por los pocos recursos de los que podía contar, un ejército a contrarreloj, que pudiera hacer frente a la tercera incursión francesa. El vencedor en San Quintín, Manuel Filiberto de Saboya, estaba ocupado siguiendo los movimientos del duque de Guisa, por lo que la responsabilidad de encabezar el nuevo ejército cayó en el experimentado Lamoral Egmont, primo de Felipe II por parte de madre, que tuvo una brillante actuación al frente de la caballería imperial en San Quintín. También tenía una desventaja: mantenía una fe ciega en los principios caballerescos, que en esa época, representaban un estorbo para la actividad militar moderna, donde la pólvora deslucía el intercambio de acero.
Las órdenes recibidas por Egmont consistían, inicialmente, en hostigar la retaguardia francesa sin entablar enfrentamientos. Tras atacar Newport, los franceses creyeron oportuno regresar sobre sus pasos, planeando conquistar Gravelinas, estimando que se habían alejado demasiado de sus abastecimientos y, en parte, porque la salud de Thermes, que se encontraba paralizado de las cuatro extremidades, a causa de la gota, comendaba cautela. El movimiento en falso de los franceses fue aprovechado por los españoles. El conde de Egmont abandonó bagajes y máquinas de guerra, para cortar a tiempo el paso francés. Sorprendido por la maniobra, Paul de Thermes, se vio atrapado entre el río Aa y el ejército español. El enfrentamiento era inevitable; los franceses buscaron sacar provecho de sus ventajas, ya que su artillería estaba intacta y los bagajes les sirvieron como trincheras en su flanco izquierdo. Por su parte, el conde de Egmont se arrojó, al frente de su caballería pesada sobre el centro francés. La carga chocó con la artillería, los arcabuceros y los gendarmes franceses. Lo tanto padecido por Francia durante el siglo XVI, el decrépito de lo caballería pesada, lo sufrió el Imperio español a causa del osado mando del último caballero medieval de Europa. Pero una vez más, el desatino de la caballería fue cubierto por la disciplinada infantería. La caballería de Egmont tuvo que retroceder tras los cuadros de infantería reorganizándose tras ellos. Ante una fácil victoria, la caballería pesada francesa, se empecinó en perseguir a Egmont, pero terminó compartiendo su mismo destino al estrellarse contra la infantería mercenaria. Paul de Thermes decidió que era el turno de avanzar con toda la infantería, quedando trabada con la caballería pesada francesa que, en ese momento, huía de forma desordenada. Confrontadas las infanterías, la batalla pareció sumirse en una lenta sangría, sin que ninguno de los bandos fuera capaz declararse vencedor, sobre todo en las posiciones dominadas por los mercenarios alemanes, poco dispuestos a matarse entre ellos. La contienda cambió de color cuando el capitán Luis de Carvajal, desde el flanco derecho español, ordenó a una compañía de 200 arcabuceros colarse por el ala enemiga con la intención de atacar desde la línea de carruajes que protegía el campamento francés. Abrieron fuego sobre la retaguardia francesa buscando poner en fuga al grueso de la infantería.
Pero el golpe de gracia a los franceses lo causaron los disparos de la flota guipuzcoana que apareció por sorpresa en la espalda gala. Todo la línea se vino abajo y Egmont fue incapaz de frenar el baño de sangre. El mariscal Thermes, fue herido en la cabeza, Jean de Monchy, el barón Jean de Annebaut y una decena de nobles salvaron su vida solo con su rendición. A pesar de la temeraria estrategia de Egmont, su capacidad de rehacerse le otorgó la gratitud del rey. Aunque la primera reacción del monarca fue la de reprender al flamenco, ya que había entablado combate sin su consentimiento ni el del duque de Saboya. Si hubiera perdido la batalla, el Imperio español hubiera quedado gravemente herido y posiblemente habría perdido Flandes. Por el contrario, la locura de Egmont había cambiado el curso de la guerra y Enrique II de Francia, ofreció un generoso acuerdo a los españoles en la Paz de Cateau-Cambrésis. El rey recompensó a Egmont con el cargo de estatúder de Flandes y Artois en 1559, lo que le situó como uno de los más poderosos nobles del país al borde de estallar en protestas religiosas.