Porque en el universo de Lego conocemos a un Bruce Wayne ligeramente distinto al que estamos acostumbrados. También se trata de un hombre obsesivo, centrado en combatir el crimen de Gotham, pero en esta ocasión se trata de un ser especialmente solitario, que ni siquiera es invitado a las fiestas que organiza la Liga de la Justicia. Batman es considerado por sus colegas un ser amargado y prepotente, demasiado seguro de sí mismo como para necesitar a alguien a su lado. Pero en realidad es alguien que está permanentemente pidiendo ayuda. Exactamente desde el mismo instante en el que fue testigo del asesinato de sus padres, los únicos seres a los que necesitaría volver a ver. Dicha imposibilidad es lo que estimula su rabia interior y alimenta su apetito por castigar su cuerpo cada noche.
Precisamente estas cualidades son las que vuelven loco al Joker. Si Batman renunciara, él también tendría que hacerlo, porque la vida dejaría de ser divertida. Por eso, cuando el héroe lo desprecia (y dice en voz alta que su mayor enemigo no es otro que Superman, todo un guiño a Batman v Superman, el despertar de la justicia), el villano rompe a llorar como un niño: si no es el mayor quebradero de cabeza de Batman, es que no está haciendo bien su trabajo y su existencia deja de tener sentido. Por otro lado, como aquí estamos hablando de una película dirigida para todos los públicos, esta sórdida relación se atenua con el camino emprendido por el protagonista durante el resto del metraje hacia la luz que representa volver a contar con una familia.
Batman: la Lego película propone un viaje a la vez serio e irreverente a la psicología de Bruce Wayne, mucho más trabajado que en otras producciones sobre le personaje. Y además lo hace ofreciendo un espectáculo visual inigualable, tanto que habría que visionar la cinta en numerosas ocasiones para poder ser capaces de identificar todos los detalles y referencias que aparecen en cada una de sus escenas.