Una boda en Bloemfontein, una de las tranquilas ciudades de la actual Sudáfrica en las que nunca pasa nada, transcurre como en cualquier otro lugar del mundo occidental, con la única de diferencia de que aquí se habla el afrikaans, idioma derivado del neerlandés, utilizado mayoritariamente por los habitantes de raza blanca del país. Muchos intentan pasar el rato lo mejor posible y el resto se aburre soberanamente. La mirada de Francois vaga entre los asistentes hasta que encuentra un punto de interés: Christian, un atractivo joven rodeado de chicas, hijo de uno de sus amigos de la infancia.
François lleva la relajada vida que permite una pequeña ciudad. Al filo de los cincuenta, conoce a cada uno de sus vecinos, se encarga de su negocio familiar de maderas, cena en familia con su mujer y su hija y se reúne, de vez en cuando, con sus amigos de siempre. Una existencia común en que nada parece perturbar la monotonía de los días. Salvo la imagen de Christian. Una de las principales bazas con las que cuenta este impresionante film es que el director, Oliver Hermanus, ha decidido contárnosla a través de la mirada del protagonista. Una visión subjetiva y, por tanto, perturbadora de lo que creemos ver frente a la realidad.
El comportamiento del protagonista, un mirón que no se limita a observar tras una ventana, aunque no tiene nada de extraño presenta un carácter inquietante. Vamos descubriendo, en la primera parte de la película, una especie de contención al que se obliga en cada uno de sus actos, y en cada fotograma se crea una tensión entre lo que el espectador ve y lo que cree que va a ocurrir.
Sin ninguna pista falsa por parte del realizador la segunda parte del film desvela la realidad del personaje en uno de sus peculiares encuentros de François con sus amigos, en un rancho de las afueras de la ciudad, en el que no se admiten negros ni mulatos. El apartheid comenzó a desaparecer a mediados de los años 90 pero algunas huellas subsisten. Pero el apartheid personal del protagonista, palabra del afrikaans que se traduce por separación, va más allá de la cuestión racial.
La obsesión de François va aumentando (muy próxima a la de Michael Fassbender en la sublime Shame) y decide inventarse un viaje de negocios a la Ciudad del Cabo para poder ver a Christian, que vive allí en la casa de sus padres. Alejado del provincianismo de su lugar de origen, aprovecha la ocasión para conocer la vida nocturna de esta moderna ciudad mientras espía a Christian en la facultad, en la playa, en la casa de sus padres que, por supuesto, le invitan a cenar cuando les llama para comentarles que estaba casualmente en la ciudad…
Lo que al principio parece una malsana obsesión del protagonista estalla en la última parte del film en una escena que, en muy pocas ocasiones, se han visto en la pantalla. Dura e impecable: cinco minutos de cine sin concesiones que nadie olvidará fácilmente. La frustración del protagonista no tiene límites y el director del film, ayudado por los dos magníficos intérpretes, Deon Lotz y Charlie Keegan, ilustra a la perfección “el peligro de la belleza que está presente en cada uno de nosotros”. Un excelente film que se conquistó un importante premio en la última edición de Cannes.