La historia comienza en un parque, con un encuentro apenas fugaz y un saludo aún más breve. Todo muy normal. Pero la narración, tan redonda en todos sus detalles, muy pronto se nos antoja sublime.
Poco a poco, se teje una sutil paradoja. El fotógrafo, experto para “ver” los instantes mágicos de la vida, se vuelve “ciego” para los gestos cotidianos que ella espera: ella quiere compartir el paraguas, en vez de que cada uno pasee con el suyo. Y al revés: ella, que es la primera en "ver" el afecto que les une, se vuelve "ciega" a resultas de ese amor… Cruel ironía del destino.
Pero no es sólo un momento, porque la metáfora de la ceguera “ilumina” toda la historia. Casi al comienzo, en la escena en que ella le lava el pelo, la joven arroja sobre él, sin querer, agua con jabón sobre sus ojos, y eso marca el comienzo de todo. Más adelante, en el estudio de fotografía, ella deja caer, desde lo alto, un líquido sobe sus ojos, y eso será el comienzo del fin. Previamente, hemos visto caer la lluvia durante su primera cita, anticipando la amenaza que sobre ellos se cierne.
Esa es la clave: una historia de “visión” y “no visión”. Como la constante presencia de la cámara fotográfica, que capta lo exterior, pero nunca lo interior de las personas. O esa fotografía casual, en su primer encuentro en el parque. O esos dos recién operados, que no se ven, que no se encuentran…
Una historia hermosa… salvo el desenlace, que nos deja con un terrible amargor. Con todo, es hermoso el amor que aquí se cuenta. Y con él podemos quedarnos…