En casa cuando éramos pequeños esta disyuntiva se solucionó siempre por una cuestión pragmática: llamar a Santa Claus suponía tenernos anestesiados bajo los efluvios de nuestros juguetes nuevos durante casi todas las vacaciones de Navidad. Los Reyes llegaban dos o tres días antes de empezar las clases y la espera desde que terminábamos el colegio hasta su visita era larga.
Mis hijas de momento están igual de entusiasmadas con Papá Noel que con el trío de magos de Oriente. Independientemente de lo que cada uno prefiera, y de si en casa escribís la carta al uno o a los otros, o a todos -como hacen mis niñas- me ha sorprendido encontrarme con algunas personas que abogan por abolir estas tradiciones.
Los argumentos para sostener tan iconoclasta postura son que la ilusión de los niños se transformara en una decepción mayúscula cuando, inevitablemente, un día desenmascaren al cuarteto -como si la vida no fuera eso, en parte, negro y blanco, acordes y desacordes, pros y contras, una de cal y otra de arena. Hay quien cree que es un convencionalismo al que no hay que rendirse -como si nuestra vida no estuviera gobernada por artificios y simulaciones variadas que acatamos sin más, incluso algunas que nos resultan francamente tediosas-. Incluso una vez me dijeron que simplemente los padres nos prestamos a perpetuar esta tradición porque eso no da ilusión a nosotros -como si eso fuera malo, padres y niños contentos y felices-. Quien me lo dijo no tenía hijos, como habréis deducido.
Todos estos, que son pocos, una minoría, parece que han enterrado al niño que tuvieron dentro. El niño que, seguro, se revolvía dentro de la cama con los ojos como platos para no dormirse y pillar a reyes y camellos colocando los regalos junto a sus zapatillas o a Papá Noel con el reno abriendo la puerta y cargadito de juguetes. Yo me recuerdo así y me gusta aquella estampa. Que menos que darle eso a mis hijas. Una infancia con todas las ilusiones posibles, incluida la de la Navidad. Sobre todo la Navidad.