Todos mis textos son una opulencia de ideas terciarias. Desbarro, me explayo más de la cuenta, paseo la periferia y miro desde esa distancia el centro seminal, el origen y el fundamento. No difiere este procedimiento al que practico cuando hablo. También ahí equivoco el propósito. Empiezo hablando sobre el predicamento de la banca en la judicatura y termino enredado en la crisis abierta en el Real Madrid. Si es a mí a quien habla viene a suceder más o menos lo mismo. Quien me confía lo que piensa no tiene la convicción de que yo lo recoja íntegramente y lo entienda sin pérdida. Hay mucho que se queda por el camino, no sabemos nada de esa información sacrificada (esos sentimientos sacrificados), no podemos rescatarla, hacerla valer, imponer su realidad a la realidad para que se difunda.
Toda la literatura (la bendita literatura) es un estado de ánimo y, puestos a apurar el pleonasmo, una transcripción de ese estado de ánimo. En lo transcrito siempre hay pérdida. La literatura es un archivo comprimido, una especie de MP3, aunque a veces sea de una calidad asombrosa. No sabemos cómo funciona la cabeza del escritor, ni la de quien no escribe, no se sabe bien qué excluye y por qué o las razones por las que algunas cosas sobreviven y se vuelcan en el texto y otras se sacrifican, no prosperan, se quedan en el camino y no ingresan en la elección de un modo de expresarse o de una trama. En la novela en la que ando (no la he dejado, sigo en ella) escribo como si no fuese cosa mía lo contado. Siento que los personajes toman propiedad de mi persona, la zarandean, imponen su criterio, irrumpen en mi quehacer diario.
Siendo la primera vez que escribo algo que pase de las tres hojas, entiendo que será lo normal. No sé si alguien ya curtido en novelas podría decirme si es correcto o no eso de que lo novelado ingrese en lo real y perturbe su decurso. Ahora me caigo de sueño. Aunque sea una hora, voy a cancelar la realidad, nada me suele apetecer más a esta (bendita) hora.