Por Juan Antonio Carrasco Lobo
Estaba cansado de escribir sobre la tanta inmundicia que, por último, nos chorrea desde cualquier rincón del mundo. Estaba harto de fabricar tuits –porque un tuit debe ser un trabajo artesano- sobre las chorradas políticas a la que ya nos están acostumbrando nuestros políticos chorras. Estaba aburrido de no poder distraerme, debido a mi estrecha relación con las redes sociales y, por último, con el mundo de la información, con otras lecturas que no fuesen más didácticas y menos destructivas.
Sin embargo, en un momento de enajenación de tanta sobreabundancia informativa, mientras iba a recoger a mis hijos al colegio, recogí una conversación de una madre con su pequeña; una criatura de unos cuatro añitos:
–Marta, cariño, el lunes que ya no tienes cole te vas a quedar en casa de los abuelitos. Papi y mami tienen que ir a trabajar.
Y pensé en lo poco valorados que están estos «padres en la reserva»: los abuelos. Quizás no es que estén poco apreciados, sino demasiado abusados; y ya se sabe, el exceso ciega la razón.
Es verdad que cada vez existe una mayor concienciación de la labor abnegada e imprescindible de estos viejos nuestros. Estos viejos –ya sin cursiva- que, a pesar de haber cumplido con creces con la sociedad y con la familia, son cruciales para que los que hoy luchamos para llegar al estatus social de ellos podamos cumplir con nuestros compromisos. Siempre hubo un Día de los Abuelos –el de san Joaquín y santa Ana-, pero creo que su repercusión fue siempre nula.
Ahora que llega el verano, y que la infantería (nunca mejor dicho) ha dejado los barracones escolares y se dispone a un merecido desmadejamiento es cuando comienza la otra batalla, la de «¿y qué hacemos con los hijos?». Como rezaba aquella película del inefable Paco Martínez Soria.
Parapetados tras una paciencia que hoy a muchos nos parece casi mística, las casas y las horas de estos generosos mecenas de la conciliación laboral (que no familiar) se verán despojadas de la tranquilidad de la que suelen revestirse.
–¡Ay! Si yo ya no estoy para estos trotes –piensa la abuela con resignación, mientras abre la puerta con una sonrisa que casi deslumbra más que el sol que hace en la calle.
Ocupar al niño es una tarea que, cuando el ocio se convierte en rutina, puede alcanzar cotas de hazaña. Aguantar al púber en todo su apogeo –esto es: soportarle carros y carretas-, puede resultar una tarea farragosa, donde los abuelos deben rescatar a aquellos padres que fueron y poner orden donde antes, en las ocasionales visitas de rigor, solo solían ser condescendencias hacia esa criatura endiosada. Ya saben aquello de que los abuelos están para permitir aquello que los padres deniegan, hasta que… ¡¡Aaaaaah!!
Benditos viejos.
Nada te piden a cambio. Nada te reclaman que no sea justo. Nada te niegan si es por sus nietos. Y su cansancio es solo una proclamación de su edad física, que no la de su corazón.
Pasarán los días, y no tendrán menos ganas que los progenitores de los niños en que les lleguen las vacaciones a los mayores. Y aún así recibirán cada día con satisfacción el beso sincero del niño; porque este es pequeño, pero no tonto, y sabe del amor sincero que les profesan aquellos labios arrugados.
El tiempo avanza. Con las calores como compaña ineludible. Con el jaleo de unas fechas en las que no se sabe cuándo llegará el sosiego, el descanso; pero llega, siempre llega. Y cuando lo hace, con la última despedida de aquella jornada con un «hasta mañana, abuelo. Abuela, un beso», ambos se quedan en la paz de su casa. Un silencio se hace eco, tan fuerte que hasta duele; de alguna forma, duele. Y los viejos, en una ansiada soledad, comienzan a comentar sobre el día transcurrido con una sonrisa cansada en sus caras. ¿Y sobre qué hablarán? ¡Justo! Sobre aquella alma cándida que, con su marcha, les ha regalado la tranquilidad perdida de nuevo. No pueden evitarlo.
Mañana será otro día de este largo verano que acaba de dar su carta de presentación a más de cuarenta grados. Y aquí seguirán ellos, esos viejos, abriendo de nuevo las puertas, parapetados en aquella eterna paciencia con una sonrisa como el sol.
Benditos viejos.