Benedicto xvi en el perú. su magisterio in situ

Por Joseantoniobenito

BENEDICTO XVI EN PERÚ en 1986

Textos históricos magistrales

Un medio para valorar y aprovechar el legado magisterial del Papa Benedicto XVI es rescatar su magisterio in situ en el Perú como les comparto. Bendiciones

I.   LA ECLESIOLOGÍA DEL Vaticano II Conferencia pronunciada el 21/7/86. con motivo del Doctorado' 'Honoris Causa" otorgado por    la Pontificio Universidad Católica del Perú".

Inmediatamente después de la primera guerra mundial Romano Guardini acuñó una fórmula, que se convirtió rápidamente en un slogan del catolicismo alemán: "Un acontecimiento de incalculable valor ha comenzado: la Iglesia se despierta en las almas", El fruto de este despertar ha sido el Concilio Vaticano II, el cual expresó en sus documentos y convirtió así en patrimonio de toda la Iglesia lo que en aquellos cuatro decenios llenos de fermento y de esperanzas -de 1920 a 1960- había madurado en cuanto a conocimiento a través de la fe. Para poder comprender el Vati­cano 11 es necesario, por lo tanto, dar una mirada a este período y tratar de descubrir. al menos en grandes trazos, las líneas y las tendencias que han confluido en el Concilio. Por consiguiente, procederé a presentar primero las ideas que se elaboraron en aquel período. para luego desarro­llar los elementos fundamentales de la doctrina conciliar sobre la Iglesia.

1 .La Iglesia como "Cuerpo de Cristo"

a. La imagen del Cuerpo Místico

"La Iglesia se despierta en las almas", Esta frase de Guardini había sido formulada muy conscientemente, porque precisamente en ella aparece que la Iglesia era finalmente reconocida y experimentada como algo interior, que no se encuentra frente a nosotros como una institución cual­quiera. sino que vive en nosotros mismos.

Si hasta ese momento la Iglesia había sido mirada sobre todo como una estructura y una organización, ahora surgía por fin la conciencia propia de que nosotros mismos somos la Iglesia; de que ella es mucho más que una organización: es el organismo del Espíritu Santo. algo vital; que nos aferra a todos a partir de lo más íntimo de nuestro ser. Esta nueva con. ciencia de la Iglesia encontró su expresión lingüística en el concepto de "Cuerpo Místico de Cristo". En esta fórmula se expresa una experiencia nueva y liberadora de la Iglesia. que Guardini. al final de su vida, precisa. mente en el año de la publicación de la Constitución conciliar sobre la Iglesia, describió otra vez así: la Iglesia "no es una institución imaginada y construida por los hombres. . ., sino una realidad viva. .. Ella vive toda­vía a través del tiempo; se desarrolla como todas las realidades vivas; cambia. .. y sin embargo en su realidad más profunda, es siempre la mis­ma y su núcleo más íntimo es Cristo... Mientras sigamos considerando la Iglesia sólo como una organización. . .; como un aparato burocrático. . . ; como una asociación... no tomamos frente a ella una justa postura. La Iglesia, en cambio, es una realidad viva y nuestra relación con ella debe ser también vida". (R. GUARDINI, die Kirchner des Herrn, 1965, p. 41).

Es difícil comunicar el entusiasmo, la alegría que hubo entonces con esta toma de conciencia. Durante la época del pensamiento liberal, e incluso hasta la primera guerra mundial, la Iglesia católica era considerada como un aparato burocrático fosilizado, que se oponía tenazmente a las con­quistas de la época moderna. La teología presentaba la cuestión del Pri­mado tan en primer plano, que hacía aparecer a la Iglesia esencialmente como una institución centralísticamente articulada; cuestión ésta que se defendía tenazmente, pero frente a la cual, sin embargo, se colocaba uno tan sólo desde el exterior. Ahora volvía a ser claro que la Iglesia es mu­cho más, que todos nosotros la hacemos progresar de manera vital en la fe, así como ella nos hace progresar. Había llegado a ser claro que la Iglesia vive un crecimiento orgánico a lo largo de los siglos y que conti­núa hoy. Igualmente que a través de ella permanece actual el misterio de la encarnación: Cristo camina aún a través de los tiempos.

Si nos preguntamos cuáles fueron los elementos que se adquirieron duran­te este primer punto de partida y que luego reaparecieron en el Vaticano 11, podemos responder así: el primer aspecto fue la definición cristológica del concepto de la Iglesia. J. A, Mohler, el gran renovador de la teología católica después de la desolación del Iluminismo, dijo una vez: una cierta teología católica errónea podría ser sintetizada caricaturísticamente con esta frase: "Al principio Cristo ha fundado la jerarquía y con esto ha provisto suficientemente a la Iglesia hasta el fin de los tiempos", Pero a esto se contrapone el hecho de que la Iglesia es Cuerpo Místico, es decir, que Cristo mismo es siempre su nuevo fundamento y que El jamás es sólo un pasado en ella, sino siempre y sobre todo su presente y su futuro. La Iglesia es la presencia de Cristo, es decir, nuestra contempora­neidad con Él y su contemporaneidad con nosotros. Ella vive de esto: del hecho de que Cristo está presente en nuestros corazones. De allí él forma su Iglesia. Por consiguiente la primera palabra de la Iglesia es Cristo y no ella misma; ella permanece sana en la medida en que toda su atención se dirija a él. El Vaticano 11 ha colocado esta concepción en un modo tan grandioso al vértice de sus consideraciones, que el texto fundamental sobre la Iglesia comienza precisamente con las palabras: "Lumen Gentium cum sit Christus". Porque Cristo es la luz del mundo, por eso existe un reflejo de su gloria: la Iglesia que transmite su esplen­dor. Si uno quiere comprender rectamente el Vaticano 11, debe siempre comenzar de nuevo por esta frase inicial.

En segundo lugar, desde este punto de partida se debe establecer el aspecto de la interioridad y el carácter de comunión de la Iglesia. Ella crece desde lo interno hacia lo externo y no viceversa. La Iglesia signi­fica ante todo la más íntima comunión con Cristo; ella se forma en la vida sacramental, en las actitudes fundamentales de la fe, de la esperan­za y del amor. De esta manera, si alguno pregunta: "¿qué debo hacer para ser Iglesia y crecer como Iglesia?", la respuesta no puede ser sino la siguiente: debes primero que todo tratar de ser uno que vive la fe, la esperanza, la caridad. La oración y la recepción de los sacramentos, en los que la oración misma de la Iglesia sale a nuestro paso, es lo que cons­truye la Iglesia.

En alguna ocasión un párroco me contó que desde hacía muchos años no salía ninguna vocación sacerdotal de su comunidad. ¿Qué debía hacer entonces? Las vocaciones no las puede fabricar uno, sólo el Señor puede concederlas. Sin embargo, ¿debemos permanecer con las manos cruza­das? El decidió entonces hacer cada año una peregrinación larga y fati­gosa al santuario mariano de Altotting con esta intención de oración, invi­tando a todos aquellos que condividían esa intención para que participa­ran juntos en la peregrinación y en la oración. Año tras año los partici­pantes crecieron de número y el año pasado, finalmente, ellos han podido festejar, con inmenso gozo de todo el pueblo, la primera misa de un sacer­dote de su población.

La Iglesia crece desde dentro: esto es lo que quiere decir la expresión "Cuerpo de Cristo". Sin embargo, esto implica también otro elemento: Cristo se ha construido un cuerpo y en él estoy llamado a insertarme de manera completa como un humilde miembro (sólo así se puede encontrar a Cristo), puesto que llego a ser un miembro suyo, un órgano suyo en este mundo y por consiguiente para la eternidad. La idea liberal según la cual Jesús sería interesante, mientras que la Iglesia sería un asunto infe­liz, se diferencia completamente por sí misma de esta toma de concien­cia. Cristo se da solamente en su Cuerpo, jamás en un mero ideal. Esto quiere decir: junto con los otros, en la ininterrumpida comunión que atra­viesa los tiempos. La Iglesia no es una idea, sino un Cuerpo. Que Cristo se hiciera carne fue el escándalo con el que tropezaron tantos contem­poráneos de Jesús y que continúa en el escándalo que se ofrece hoya la Iglesia; a este respecto, sin embargo, vale también el dicho: Bienaven­turados los que no se escandalicen de mí.

Este carácter comunitario de la Iglesia significa también necesariamente su carácter de "nosotros": ella no es una parte marginal, sino que somos

nosotros mismos los que la constituimos. Ciertamente ninguno puede decir "yo soy la Iglesia", pero cada uno puede y debe decir: "nosotros somos la Iglesia", Y este "nosotros" no es, por su parte, un grupo que se aísla, sino que más bien se mantiene al interior de la comunidad entera de todos los miembros de Cristo, vivos y muertos. De esta manera, enton­ces, un grupo puede decir de verdad: nosotros somos Iglesia. La Iglesia está aquí. en este "nosotros" espacioso. que abre fronteras (sociales y políticas como también las fronteras entre cielo y tierra). Nosotros somos la Iglesia: de aquí nace la corresponsabilidad y también la posibilidad de colaborar en primera persona; pero de ahí resulta también, por consiguien­te, un derecho a la crítica, la cual sin embargo debe ser siempre ante todo autocrítica. La Iglesia pues, debemos repetirlo, no está al margen de nosotros, no son los demás. sino que nosotros mismos la construimos. También estas ideas fueron madurando hasta llegar directamente al Con­cilio. De ellas derivaron todo lo que se dijo acerca de la común respon­sabilidad de los laicos y todo lo que se instituyó, en cuanto a formas jurí­dicas, para una sensata realización de ello.

En este tema, finalmente, entra además la idea del desarrollo y, por lo tanto, de la dinámica histórica de la Iglesia. Un cuerpo permanece idén­tico a sí mismo precisamente por el hecho de que en el proceso de la vida se hace continuamente nuevo. Para el Cardenal Newman esta idea del desarrollo llegó propiamente a ser el verdadero puente para su con­versión al catolicismo. Creo que efectivamente ella hace parte de f:lquel número de conceptos fundamentales para el catolicismo, que aún están muy lejos de haber sido considerados suficientemente; sin embargo, el Vaticano II tuvo el mérito de haberla formulado solemnemente por pri­mera vez en un documento magisterial. En efecto, aquel que se quiere aferrar únicamente al valor literal de la Escritura o a las formas de la Iglesia de los Padres, posterga la Iglesia en el "ayer", La consecuencia de esto es entonces una fe totalmente estéril, que no tiene cosa alguna que decir al hoy, o un poder tal que hace saltar de un golpe dos mil años de historia, botándolos en los tachos de basura de las cosas equivocadas, y que trata por lo tanto de imaginar cómo el Cristianismo debería apare­cer únicamente según la Escritura o según Jesús. Pero lo que saldría de ahí tan sólo puede ser un producto artificial de nuestra propia creación, que no tendría en sí consistencia alguna, Una identidad real con el origen sólo existe donde al mismo tiempo hay una continuidad viva que desarro­lla el origen y, de esta manera, lo custodia.

b, Eclesiología eucarística

Debemos ahora retornar de nuevo a los desarrollos del tiempo preconciliar, La primera fase del descubrimiento interno de la Iglesia se había centrado, como ya lo hemos dicho. en torno al concepto del Cuerpo Mís­tico de Cristo, que se elaboró a partir de Pablo y que puso en primer plano las ideas de la presencia de Cristo y de la dinámica propia del ser vivo. Algunos estudios posteriores condujeron a un mayor conocimiento. Principalmente Henri de Lubac, en una obra grandiosa llena de gran erudi­ción, aclaró que el término 'corpus mysticum' originariamente designaba la Sagrada Eucaristía y que, para Pablo como para los Padres de la Iglesia, la idea de Iglesia como Cuerpo de Cristo estaba inseparablemente ligada con la idea de la Eucaristía, en la cual el Señor está presente corporal­mente y nos da su cuerpo como alimento. Surgió así una eclesiología eucarística, llamada frecuentemente también eclesiología de la 'comunión'. Esta eclesiología de la 'comunión' llegó a ser el verdadero y propio corazón de la doctrina del Vaticano 11 sobre la Iglesia, el elemento nuevo y al mismo tiempo totalmente ligado a los orígenes, que el Concilio quiso darnos.

Ahora bien, ¿qué se entiende por eclesiología eucarística? Trataré de referirme brevemente a algunos puntos fundamentales. El primero es que la última cena de Jesús viene a ser reconocible propiamente como el verda­dero acto de fundación de la Iglesia: allí Jesús entrega a los suyos esta Liturgia de su muerte y de su resurrección y les obsequia así la fiesta de la vida. El repite en la última cena el pacto del Sinaí, o mejor aún, lo que'

allá había sido un presagio a través del signo, ahora llega a ser comple­tamente realidad: la comunión de sangre y de vida entre Dios y el hombre. Diciendo esto, queda claro que la última cena anticipa la cruz y la resu­rrección y, al mismo tiempo, las presupone necesariamente, porque de lo contrario todo permanecería como un gesto vacío. Por esto los Padres de la Iglesia pudieron decir, con una imagen muy bella, que la Iglesia ha brotado del costado desgarrado del Señor, del cual salieron sangre yagua. Cuando afirmo, pues, que la última cena es el comienzo de la Iglesia, en realidad estoy diciendo la misma cosa, aunque desde otro punto de vista. Efectivamente, también esta fórmula significa que la Eucaristía liga a los hombres entre sí, pero no sólo entre ellos mismos, sino también con Cris­to, quien de esta manera los hace Iglesia. Al mismo tiempo con esto se da también la fundamentación constitucional de la Iglesia: la Iglesia vive en comunidad eucarística. La Misa es su constitución, puesto que la Igle­sia en sí misma, en su esencia, es Misa, servicio de Dios y por lo tanto servicio a los hombres, servicio para la transformación del mundo.

La Misa es la forma de la Iglesia: esto significa que en ella se realiza una relación totalmente original, de multiplicidad y unidad, que no existe en otra parte. En cada celebración de la Eucaristía el Señor está real­mente presente. El efectivamente ha resucitado y no muere más, así no se le puede dividir en partes. Él siempre se da entero e indiviso. Por esto el Concilio dice: "La Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles que, en unión con sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias en el Nuevo Testamento. Ellas son pues en su propio lugar el Pueblo Nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en plenitud (cf. I Tes 1,5). .. En estas comuni­dades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder dar unidad a la Igle­sia, una, santa, católica y apostólica" (LG 26). Esto significa que del plan­teamiento de la eclesiología eucarística se sigue aquella eclesiología de las Iglesias locales, típica del Vaticano 11, que representa el fundamento interior, sacramental, de la doctrina de la colegialidad, acerca de la cual debemos hablar ahora.

Sin embargo, debemos ver antes la formulación del Concilio de manera más precisa, para comprender su enseñanza en un modo correcto. En este punto, efectivamente, el Vaticano 11 se encuentra al mismo tiempo con sugerencias provenientes de la teología ortodoxa y de la protestante, que no obstante integra en una más amplia concepción católica. La idea de la eclesiología eucarística había sido expresada por primera vez en la teología ortodoxa de los teólogos rusos que se encontraban en el exilio y había sido puesta en confrontación con el presunto centralismo romano: toda comunidad eucarística, decían, es ya totalmente Iglesia, puesto que tiene enteramente a Cristo. Por consecuencia, la unidad exterior con otras comunidades no es constitutiva para la Iglesia, por lo que, se conclu­ye, la unidad con Roma puede no ser constitutiva para la Iglesia. Tal unidad es algo hermoso, ya que representa la plenitud de Cristo hacia lo externo, pero no pertenece propiamente a la esencia de la Iglesia, puesto que no se puede añadir algo a la totalidad de Cristo.

Desde el punto de partida protestante, por su parte, su representación de la Ig1esia tendía en la misma dirección. Lutero no podía reconocer al Espíritu de Cristo en la Iglesia universal, a la que por el contrario la veía incluso como instrumento del Anticristo. Tampoco podía considerar a las Iglesias estatales protestantes, que surgieron de la Reforma, como Iglesia en sentido verdadero y propio, en cuanto que eran únicamente instrumen­tos socio-políticos necesarios en vista de un determinado fin, puestos bajo la guía de los poderes políticos, pero nada más. Para Lutero, la Igle­sia se concentró en la comunidad: sólo la asamblea que escucha la Pala­bra de Dios en un determinado lugar es Iglesia. Por consiguiente él sus­tituyó completamente el término "Iglesia" con el término "comunidad". De esta manera la Iglesia se convierte, en el pensamiento de Lutero, en un concepto negativo.

Si volvemos ahora al texto del Concilio, nos resultan evidentes algunos matices. En efecto, no dice simplemente: "La Iglesia está completamente presente en toda comunidad que celebra la Eucaristía", sino que formula en cambio: "La Iglesia está realmente presente en todas las legítimas comunidades locales de fieles que, en unión con sus pastores, reciben también el nombre de Iglesias... ". Dos elementos son importantes aquí: la comunidad debe ser "legítima" para ser Iglesia y ella es legítima "en unión con sus pastores". ¿Qué significa esto? Significa en primer lugar que ninguno puede hacerse Iglesia por sí mismo. Un grupo no puede sim­plemente reunirse, leer el Nuevo Testamento y decir: Ahora nosotros so­mos Iglesia, pues el Señor está allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Así como la fe deriva del escuchar y no es un producto de las decisiones o reflexiones propias, así a la Iglesia pertenece esencialmente el elemento de "recibir". La fe efectivamente es un encuentro con aque­llo que no puedo discurrir o producir con mi propio esfuerzo, sino que en cambio me debe precisamente salir al encuentro. Esta estructura del reci_ bir, del encontrar, la llamamos "sacramento". Por esto el hecho de que viene recibido y que ninguno se lo puede conferir a sí mismo entra tam­bién en la forma fundamental del sacramento. Ninguno se puede bautizar a sí mismo, ni puede atribuirse a sí mismo la ordenación sacerdotal, como tampoco puede absolverse sus propios pecados. De esta estructura de encuentro depende también el hecho de que un arrepentimiento perfecto, por su misma esencia, no puede permanecer en el interior, sino que impele hacia la forma de encuentro del sacramento. Por consiguiente, si alguien se entrega la Eucaristía a sí mismo y la toma por sí mismo, no es simplemente una infracción contra las prescripciones exteriores del derecho canónico, sino una herida a la más íntima estructura del sacra­mento. El hecho de que en este sBENEEacramento el sacerdote pueda suminis­trarse a sí mismo el Sagrado Don, reenvía al "mysterium tremendum" al que se encuentra expuesto en la Eucaristía: obrar "in persona Christi" es al mismo tiempo representarlo a Él y ser un hombre pecador, que vive completamente de ese acoger su Don.

La Iglesia no se la puede hacer, se la debe recibir; es decir, recibirla de donde ella ya existe, de donde ella está realmente presente: de la comu­nidad sacramental de su Cuerpo que atraviesa la historia. Pero se debe añadir algo que ayuda a comprender esa difícil expresión "comunidad legítima": Cristo dondequiera está entero. Esta es la primera cosa im­portantísima que el Concilio ha formulado, en unión con sus. hermanos ortodoxos. Pero también El dondequiera es uno solo y por lo tanto yo puedo tener la unidad con el Señor solamente en la unidad que El mismo es, en la unidad con los demás que constituyen también su Cuerpo y que, en la Eucaristía, deben llegar a serio nuevamente. Por consiguiente, la unidad entre quienes pertenecen a las comunidades que celebran la Eucaristía no es un añadido exterior a la eclesiología eucarística, sino su condición interna: sólo en la unidad existe el uno. Por esto el Concilio apela a la responsabilidad propia de las comunidades, pero excluye toda auto­suficiencia de ellas. Esto desarrolló una eclesiología para la cual el ser católico, es decir, la comunión de los creyentes de todos los lugares y de todos los tiempos, no es un elemento externo de tipo organizativo, sino una gracia proveniente de lo interno, y al mismo tiempo, signo visible de la gracia del Señor, que solamente puede dar la unidad superando fronteras tan numerosas.

2. La Colegialidad de los Obispos

A la eclesiología eucarística va ligada, muy estrechamente, la idea de la colegialidad episcopal, la cual en la misma medida, también hace parte de las columnas fundamentales de la eclesiología del Vaticano 11. Esta idea se desarrolló a partir de los estudios sobre la estructura del culto divino de la Iglesia. Creo no equivocarme al afirmar que el primero que la for­muló de manera clara, abriendo así las puertas al Concilio sobre este punto, fue el liturgista belga Bernard Botte. Esto es importante en cuanto que se hace visible el nexo con el movimiento litúrgico de la época entre las dos guerras, que fue el verdadero y propio terreno de alimentación para la mayor parte de las concepciones que hemos expuesto hasta ahora. Fuera del motivo histórico, esto es importante también porque muestra el nexo interno de las ideas, sin el cual no se las puede comprender correctamente.

La disputa sobre la colegialidad no es una discusión entre el Papa y los Obispos acerca del poder que: tienen en la Iglesia. Sin embargo, fácilmen­te se podría degenerar en ello, de tal modo que quienes están implicados deben siempre preguntarse si no han caído en esa vía equivocada. Tam­poco es propiamente una disputa acerca de las formas jurídicas y de las estructuras institucionales. La colegialidad en su esencia, está en cam­bio ordenada a aquel servicio verdadero y propio de la Iglesia: el servicio divino (la Misa). Bernard Botte tomó este concepto de las más antiguas prescripciones litúrgicas que nos han sido transmitidas y lo concibió a partir de allí. Sin embargo esto fue objetado, aún durante el Concilio, por parte de los adversarios de la Colegialidad, quienes por su parte remitían al hecho de que la Colegialidad en el derecho romano y en el derecho de las asociaciones de comienzos de la época moderna tiene un significado que no se puede armonizar con la constitución eclesial. En efecto se pue­de encontrar allí una concepción de colegialidad que comprometería el sentido del servicio divino. Por esto es importante retornar siempre al núcleo originario de esta concepción, para protegerla de estas altera­ciones.

¿Qué se pretende entonces? Botte en sus investigaciones aludió a dos niveles de la idea de colegialidad. El primer nivel consiste en el hecho de que el Obispo está rodeado por el colegio de presbíteros. En este dato se expresa lo que ya antes habíamos encontrado, es decir, que la Iglesia antigua no conocía autosuficiencia por parte de las comunidades particulares. Efectivamente. los presbíteros que sirven al Obispo están juntos: el uno junto al otro forma el "consejo" del Obispo. Las comuni­dades se mantienen unidas entre ellas por medio de los Presbíteros y a través del Obispo se mantienen al interior de la más amplia unidad de la Iglesia entera. Ser sacerdote implica siempre un estar juntos el uno al otro y la subordinación a un Obispo, la cual constituye al mismo tiempo un insertarse en la Iglesia universal. Esto significa también que los Obis­pos, por su parte, no pueden actuar aisladamente, por sí solos, sino que ellos forman en conjunto ei "ordo" de los Obispos, tal como se formuló con el lenguaje del derecho romano, el cual compaginaba la sociedad en diversos "ordines". Más tarde el término "ordo" llegó a constituirse formalmente como contraseña del sacramento de la Ordenación sacerdo­tal, de cuyos contenidos esenciales forma parte la entrada en un servicio comunitario, en el "nosotros" de aquellos que sirven. El término "ordo" se alterna, por lo demás, con el de "Collegium". Ambos, en el contexto del servicio divino, significan la misma cosa: el Obispo no es Obispo a solas, sino que lo es únicamente en la comunión católica con aquellos que lo fueron antes que él, que lo son con él y que lo serán después de él. De esta manera la dimensión del tiempo está también comprendida en este término: la Iglesia no es algo que hacemos hoy, sino que la reci­bimos de la historia de los creyentes y que la transmitiremos a otros como algo incompleto que solamente se realizará plenamente con el regreso del Señor.

El Concilio, en una síntesis orgánica fundió esta idea con la de la suce­sión apostólica, que es un concepto también fundamental de la ordena­ción episcopal. Este recuerda que también los Apóstoles eran comunidad. Antes de obtener el nombre de Apóstoles figuran con el título de "Los Doce". La llamada de doce hombres por parte del Señor tiene un carácter de signo que podía ser comprendido por cualquier israelita ya que recuer­da :os doce hijos de Jacob, de los cuales derivó el pueblo de Israel, que constaba de doce tribus. Doce, por lo tanto, es el número simbólico del pueblo de Dios; si Jesús llama doce hombres, este gesto simbólico signi­fica que él mismo es el nuevo Jacob-Israel y que ahora con estos hom­bres inicia un nuevo pueblo de Dios. Marcos lo representó muy clara­mente en su evangelio, describiendo el acontecimiento de la llamada con estas palabras: "El los constituyó doce" (Mc 4,14). Además se sabía que doce era también un número cósmico, el número de los signos zodiacales que forman el año, el tiempo del hombre. De ese modo se subrayó la unidad entre la historia y el cosmos, es decir, el carácter cósmico de la historia de la salvación: los Doce debían ser los nuevos signos del zodía­co de la historia definitiva del cosmos. Pero volvamos a lo que nos inte­resa directamente: los Apóstoles constituyen lo que son, sólo por "el estar juntos" de la comunidad de los Doce, la cual por eso después de la traición de Judas fue nuevamente completada. Por consiguiente, se llega a ser sucesor de los Apóstoles entrando en la comunidad de aque­llos en los que su ministerio prosigue. La "Colegialidad" pertenece a la

esencia del ministerio episcopal; se vive y se realiza solamente en "el estar juntos" de aquellos que representan, al mismo tiempo, la unidad del nuevo pueblo de Dios.

Si nos preguntamos qué significa esto prácticamente, debemos responder ante todo que la dimensión católica del ministerio episcopal (como tam­bién de la consagración sacerdotal y de toda vida comunitaria) viene subrayada bastante expresamente. Las particularizaciones contradicen ra­dicalmente la idea de colegialidad. Tal como el Concilio la formuló, la colegialidad constituye en sí misma no una figura jurídica, sino más bien una anticipación teológica de primer rango tanto para el derecho de la Iglesia cuanto para la acción pastoral. El Concilio Ecuménico es la for­ma jurídica que representa la expresión más inmediata de la realidad teológica de la "Colegialidad". Por esto en el nuevo Código de Derecho Canónico el Concilio viene colocado de manera singular en el contexto del artículo sobre el colegio episcopal (nn. 336-341). Todas las demás for­mas de realización colegial no pueden aducir que se derivan directamente de este principio fundamental, sino que solamente pueden representar unas tentativas de mediación secundaria de éste en la realidad cotidiana. Se debe, por lo tanto, verificar siempre si esas demás formas correspon­der. verdaderamente al significado fundamental de este principio, que es precisamente el de sobrepasar el umbral del horizonte local para llegar al corazón del elemento común de la unidad católica, del cual hace parte . también la dimensión de la historia de la fe, que parte de los comienzos y tiende al Señor que volverá.

3. La Iglesia como "Pueblo de Dios"

En la exposición acerca de la idea de colegialidad viene finalmente la expresión que seguramente están esperando desde hace tiempo: la Iglesia como Pueblo de Dios. ¿Qué comporta esto? Para una mejor comprensión debemos referirnos una vez más a los desarrollos de este término que habían precedido al Concilio.

Después del primer entusiasmo por el descubrimiento de la idea de Cuer­po de Cristo, se llegó poco a poco a profundizaciones y correcciones en una doble dirección. La primera corrección ya la hemos visto al hablar de Henri de Lubac el cual concretiza la idea de Cuerpo de Cristo en rela­ción con la eclesiología eucarística, abriéndola a las cuestiones concre­tas del ordenamiento jurídico de la Iglesia y de la recíproca ordenación de la Iglesia local e Iglesia universal. La otra forma de corrección se inició al final de los años treinta en Alemania, después de que varios teólogos criticaron el hecho de que con la idea de Cuerpo Místico per­manecía sin clarificar la relación entre el elemento visible y el invisible, entre derecho y gracia, entre orden y vida. Ellos propusieron por lo tanto el concepto de "Pueblo de Dios", sacado sobre todo del Antiguo Testamento, como la descripción más amplia de la Iglesia, que por lo demás se deja manejar más fácilmente con categorías socio­lógicas y jurídicas, mientras que Cuerpo de Cristo permanecía como una "imagen", ciertamente importante, pero que no podía ser suficiente por sí sola, dada la pretensión de la teología de expresarse mediante "conceptos",

Esta crítica a la idea de Cuerpo de Cristo, que al comienzo fue bastante superficial, se fue profundizando a partir de diversos aspectos que permi­tieron luego el desarrollo de un contenido positivo, a través del cual el concepto de Pueblo de Dios entró en la eclesiología conciliar, Un primer punto importante fue la disputa sobre la pertenencia a la Iglesia que tuvo lugar a partir de la Encíclica sobre el Cuerpo Místico de Cristo, publicada el 29 de junio de 1943 por el Papa Pío XII. Allí él había establecido que la pertenencia a la Iglesia estaba ligada a tres presupuestos: Bautismo, fe recta y pertenecía a la unidad jurídica de la Iglesia, Con esto, sin em­bargo, los no-católicos eran excluidos de la pertenencia a la Iglesia. Esta afirmación condujo a intensas polémicas. sobre todo en Alemania, en donde la cuestión del ecumenismo urgía de manera muy fuerte. ya que el Código de Derecho Canónico había abierto otra perspectiva, Con base en la tradición jurídica de la Iglesia fijada en el Código, el Bautismo fun­da una forma da pertenencia constitutiva a la Iglesia que es imperdible, De esta manera es claro que el pensamiento jurídico, en determinadas circunstancias, puede dar más movilidad y apertura que una concepción "mística",

Se pregunta, entonces, si la imagen de Cuerpo Místico no sería demasia­do restringida como punto de partida para definir las múltiples formas de pertenencia a la Iglesia que se encuentran en la maraña de la historia humana. La imagen de cuerpo ofrece, para el problema de la pertenencia. solamente una forma de representación: la de "miembro", En esta repre­sentación no hay términos medios: son miembros o no lo son. Pero, se pregunta, ¿no es acaso un poco estrecho el punto de partida de la imagen, ya que en la realidad existen manifiestamente grados intermedios? Así nos encontramos entonces con el concepto "Pueblo de Dios" que, bajo este punto de vista, es bastante más amplio y más noble. La constitu­ción eclesial lo asumió propiamente de esta manera, cuando describe la relación de los cristianos no católicos con la Iglesia católica utilizando el concepto de "vínculo", y la relación de los no cristianos con el término "ordenación", apoyándose en ambas ocasiones en la idea de pueblo de Dios (cf. LG 15 y 16),

Se puede decir entonces que el concepto de "Pueblo de Dios" fue intro­ducido por el Concilio sobre todo como puente ecuménico, Lo mismo vale para el resto aunque bajo otra perspectiva, El redescubrimiento de la Iglesia, después de la primera guerra mundial, había sido un fenómeno común para los católicos y los protestantes e incluso el movimiento litúr­gico no se limitaba exclusivamente a la Iglesia católica. Pero precisa­mente este compartir los mismos intereses llevó consigo también una crítica recíproca.

La idea de Cuerpo de Cristo se desarrolló en la Iglesia católica en el sentido de que la Iglesia es presentada como "el Cristo que sigue viviendo sobre la tierra", describiéndola como la Encarnación del Hijo que continúa hasta el fin de los tiempos, Esto provocó la oposición de los protestantes, que vieron en ello una insoportable identificación de la Iglesia con Cristo, en la que la Iglesia, por así decir, se adoraba a sí misma y se colocaba como infalible, Algunos pensadores católicos sin llegar hasta ese punto, también fueron encontrando poco a poco que con esta fórmula se atribuía una definitividad a todo decir y obrar ministerial de la Iglesia, que hacía aparecer cualquier crítica a ella como un ataque a Cristo mis­mo, olvidando de esta manera el elemento humano de ella, Por esto, se decía, es necesario que aparezca claramente evidenciada la diferencia cristológica. es decir, que la Iglesia no es idéntica con Cristo, sino que le esto de frente. Ella es Iglesia de pecadores, que necesita siempre de nuevo purificarse y renovarse, Así, entonces, la idea de "reforma" se convirtió en un elemento decisivo del concepto de Pueblo de Dios, que no se podía desarrollar fácilmente a través de la idea de Cuerpo de Cristo.

Un tercer aspecto que jugó un papel en el favorecimiento de la idea de Pueblo de Dios fue el título que en 1939 el exégeta evangélico Ernst Kiisemann dio a su monografía sobre la carta a los Hebreos: "El pueblo de Dios peregrinante", Este título llegó a ser un slogan en los ambientes de los debates conciliares, puesto que hacía resonar algo que, en el curso de la discusión acerca de la Constitución sobre la Iglesia, había llegado a ser más consciente: la Iglesia no ha llegado aún a su meta.. Ella tiene su verdadera y propia esperanza todavía ante sí. De esta manera el mo­mento "escatológico" del concepto de Iglesia vino a ser claro y se pudo, sobre todo, expresar la unidad de la historia de la salvación, que como prende juntamente a Israel y a la Iglesia a lo largo de su peregrinación. Asimismo se pudo expresar la historicidad de la Iglesia, que se encuen­tra en camino y que llegará a ser completamente ella misma sólo cuando se hayan recorrido todas las etapas del tiempo y hayan desembocado en las manos de Dios, También se logró expresar la unidad interna del Pueblo de Dios, en el cual, como en todo pueblo, hay diversidad de ministerios y servicios, pero en el que a través y por encima de todas estas dis­tinciones, todos son peregrinos en la única comunión del Pueblo de Dios peregrinante.

Si se quieren resumir entonces, a grandes trazos, los elementos sobre­salientes del concepto de Pueblo de Dios que fueron importantes para el Concilio, se podría decir que allí llegó a ser claro el carácter histórico de la Iglesia, la unidad de la historia de Dios con los hombres, la unidad interna del Pueblo de Dios más allá de las fronteras de los estados de vida sacramental, la dinámica escatológica, la interinidad y fragmentariedad de la Iglesia siempre necesitada de renovación y, finalmente, también la dimensión ecuménica, es decir, las diversas maneras en las que la vin­culación y la ordenación a la Iglesia son posibles y reales. aún más allá de las fronteras de la Iglesia católica.

Con esto, entonces, se ha hecho ya también alusión a todo lo que no se puede buscar dentro del concepto de Pueblo de Dios. Quizá se me per­mita aquí referirme al tema de manera un poco más personal. en cuanto que yo mismo pude tomar parte, modestamente, en la prehistoria que condujo al Concilio, En los comienzos de los años cuarenta, cuando la idea de Pueblo de Dios había sido recientemente lanzada al debate, mi maestro de teología, basándose en algunos textos de la patrística y en otros testimonios de la tradición, había llegado a la convicción de que "Pueblo de Dios" podría ser en efecto el concepto básico de la Iglesia, mucho mejor que "Cuerpo de Cristo", Como él era un hombre muy meti­culoso. no se contentó con esta certeza aproximativa, sino que queriendo ver aún con mayor claridad, se propuso hacer escribir una serie de tesis doctorales acerca de dicha cuestión, a fin de conducir unas investigacio­nes sobre el argumento que cubrieran todas las capas de la tradición. Así me correspondió el encargo de tratar el Pueblo de Dios según Agustín. en el que mi maestro creía haber evidenciado la idea de pueblo de Dios. Cuando inicié el trabajo, vi prontamente que debía incluir también a los teólogos africanos precedentes que habían preparado el terreno a Agus­tín, especialmente Tertuliano, Cipriano. Octato de Mileto y el donatista Ticonio. Naturalmente se debían tener presentes también las teorías más importantes del Oriente, por lo menos figuras como Orígenes, Atanasio y Crisóstomo. Finalmente no se podía dejar de lado el estudio de los fundamentos bíblicos, De esta manera llegué a un resultado inesperado: el término "Pueblo de Dios" aparece muy frecuentemente en el Nuevo Testamento, pero sólo en poquísimas ocasiones (en el fondo solamente en dos) indica la Iglesia, mientras que su normal significado remite al pueblo de Israel. Más aún, allí donde el término puede referirse a la Igle­sia viene mantenido el sentido fundamental de Israel. de tal modo que el contexto deja entender claramente que ahora los cristianos han llegado a ser el nuevo Israel. Podemos entonces decir que en el Nuevo Testamento la expresión Pueblo de Dios no es una denominación de la Iglesia; pero sin embargo, puede indicar el nuevo Israel, sólo en la interpretación cris­tológica del Antiguo Testamento y pasando por consiguiente a través de la transformación cristológica.

La denominación normal de la Iglesia en el Nuevo Testamento está cons­tituida por el término 'Ecclesia', que para el Antiguo Testamento indicaba la asamblea del pueblo convocado por la palabra de Dios. El término 'Ecclesia', Iglesia, es la modificación y la transformación del concepto veterotestamentario de pueblo de Dios. Se le emplea porque en él va incluido el hecho de que sólo el nuevo nacimiento en Cristo hace que el no-pueblo se vuelva pueblo. Pablo después resumió consecuencialmente este necesario proceso de transformación cristológica en el concepto de Cuerpo de Cristo.

Debo anotar, además, antes de presentar las consecuencias de todo esto, que durante ese tiempo el estudioso del Antiguo Testamento Norbert Lohfink mostró que también en el Antiguo Testamento el término "pueblo de Dios" no se refiere simplemente a Israel en su facticidad empírica. En efecto, ningún pueblo a nivel puramente empírico es "pueblo de Dios", Colocar a Dios como un marco de una descendencia o como contraseña sociológica sólo podría ser siempre una insoportable presunción, incluso hasta una blasfemia. Israel viene indicado con el concepto de pueblo de Dios en cuanto que se ha dirigido al Señor, no simplemente en sí mismo, sino en el acto de la relación y del superarse a sí mismo, que lo hace aquello que de por sí no es. Por esto la continuación neotestamentaria es consecuente: ella concretiza este acto de dirigirse a otro, en el miste­rio de Jesucristo que se dirige a nosotros y que en la fe y en el sacra­mento nos asume en su relación al Padre,

¿Qué significa concretamente esto? Significa que los cristianos no son simplemente pueblo de Dios. Desde un punto de vista empírico, ellos son un no-pueblo, como cualquier análisis sociológico puede rápidamente demostrar. Dios no es propiedad de alguien y ninguno puede apropiárselo. El no-pueblo de los cristianos solamente puede ser pueblo de Dios por medio de inserción en Cristo, Hijo de Dios e Hijo de Abraham. Aunque se hable de pueblo de Dios, la cristología debe continuar siendo el centro de la doctrina de la Iglesia y ella, por consiguiente, debe ser considerada esencialmente a partir de los sacramentos del Bautismo, de la Eucaristía y del Orden. Nosotros somos pueblo de Dios únicamente a partir del Cuerpo de Cristo crucificado y resucitado. Llegamos a serio en una viva orientación hacia Él y sólo en este contexto tiene sentido el término.

El Concilio clarificó muy bien esta conexión, poniendo en primer plano también, junto con el término "Pueblo de Dios", un segundo término fun­damental para la Iglesia: la Iglesia como Sacramento. Se es fiel al Con­cilio sólo si sacramento y pueblo de Dios, dos palabras centrales de su eclesiología, se leen y se piensan juntas. Aquí podemos ver cómo el Concilio está aún ante nosotros: la Iglesia como Sacramento todavía no ha entrado en nuestra conciencia. Por lo tanto es contrario a su verdadero significado el que, a partir del hecho de que el capítulo sobre Pueblo de Dios anteceda al capítulo sobre la Jerarquía, se quiera deducir un cam­bio de concepción de la jerarquía y del laico, como si todo bautizado llevara ya en sí toda la potestad sagrada y la jerarquía fuera tan sólo un factor en vista de una buena organización. El segundo capítulo de la Lumen Gentium tiene que ver con la cuestión de los laicos sólo en cuanto viene significada la esencial unidad interna de todos los bautizados en el orden de la Gracia, subrayando así el carácter de servicio que tiene la Iglesia. Pero dicho capítulo no puede fundar una teología propia del lai­cado por el simple hecho de que al Pueblo de Dios pertenecen todos: allí se trata de la totalidad de la Iglesia y de su esencia. Cada uno de los esta­dos que se encuentran en ella vienen presentados más tarde en el siguien­te orden: Jerarquía (capítulo 3), laicos (capítulo 4), religiosos (capítulo 6). Para completar, al menos en cierta medida, esta presentación de la ecle­siología del Vaticano 11, debería ahora desarrollar los contenidos de los capítulos que quedan y también lo que se dijo acerca de la vocación uni­versal a la santidad y de la relación de la Iglesia terrena con la celeste. Pero esto supera muchísimo los límites de una conferencia. Me urgía tan sólo aludir brevemente a los cimientos sobre los que luego se puede asentar el resto.

Pero para concluir quisiera llamar la atención sobre una última cosa. La Constitución sobre la Iglesia termina con el capítulo sobre la Madre de Dios. Como es conocido por todos, la cuestión acerca de si se habría debido dedicar un texto propio fue ampliamente debatida. Yo pienso que de todas maneras fue una buena disposición el que el elemento mariano hubiera entrado directamente en la doctrina de la Iglesia. Así, en efecto, una vez más resulta visible el punto de partida del que hemos comenzado: la Iglesia no es un aparato burocrático, no es simplemente una institu­ción, tampoco una de las tantas entidades sociológicas, sino que ella es persona. Ella es femenina, es madre, es viviente. la comprensión maria­na de la Iglesia es la más decidida contraposición a un concepto de Igle­sia meramente organizativo y burocrático. La Iglesia no la podemos hacer nosotros, debemos ser Iglesia. Nosotros somos Iglesia y la Iglesia está en nosotros, solamente en la medida en que nuestra fe, más allá de nues­tro obrar, informe nuestro ser. Llegamos a ser Iglesia sólo siendo maria­nos. No podemos olvidar que también la Iglesia en su origen no fue hecha, sino engendrada. En efecto, ella fue engendrada cuando en el alma de María se suscitó el Fiat. Esta es la más profunda voluntad del Concilio: que la Iglesia se suscite en nuestras almas. Y María nos muestra el camino.


II.   HOMILÍA EN EL SANTUARIO DE SANTA ROSA 19 de Julio 1986

Rosa de Lima, la cual se llamaba en verdad Isabel, recibió su nombre de una mujer india que trabajaba en su casa paterna. Esta mujer simple condensó en este nombre todo lo que ella había visto y experimentado en Isabel. La rosa representa la reina de las flores y por lo tanto el proto. tipo de la belleza de la creación de Dios. La rosa no es, sin embargo, solamente placentera a nuestros ojos, sino que con su perfume crea una nueva atmósfera alrededor de nosotros, tocando así todos nuestros sentidos y, por así decirlo, nos arrebata de este mundo cotidiano hacia un mundo mejor y más alto. Ella nos alegra precisamente porque, al menos por un instante, nos hace experimentar también el bien a través de lo bello.

Esta mujer india, que ha permanecido desconocida pero que dio a Isabel el nombre de Rosa, reaccionó propiamente de esta manera ante la belleza de esta pequeña niña y, ciertamente, no sólo ante su belleza exterior y corpórea.

Así como la rosa no sólo parece hermosa, sino que de su interior difunde a su alrededor la belleza a través de su perfume, así seguramente debió parecerle también esta niña: por medio de su belleza exterior ella había percibido también su belleza interior. Ciertamente que esta mujer india no habría dado este nombre tan lleno de ternura y de veneración si, por parte de esta niña, no hubiera habido algo cálido y bueno que llamara su atención: el perfume del bien. En este modo de llamarla se puede advertir el afecto de esta mujer, como también, por otra parte, el hecho de que después con ocasión de la confirmación, recibida de las manos de Santo Toribio de Mogrovejo, Rosa misma haya aceptado definitiva­mente este nombre muestra su 'sí', su constante afecto por aquella mu­jer india.

En su canonización. la Iglesia ha interpretado este nombre como una forma de testimonio profético y lo ha usado en referencia a una bella expresión de San Pablo, el cual dice de sí mismo que Dios había difundido el perfume del conocimiento de Cristo en el mundo entero a través de él. "Nosotros somos el perfume de Cristo entre aquellos que se salvan" (2 Cor 2,14s). Aquello que Pablo, el apóstol de los gentiles, una vez pudo decir de su acción. vale ahora de nuevo para la pequeña Rosa, que proviene del país sudamericano. Isabel de Flores: ella se ha conver­tido en la Rosa de Lima qua difunde el perfume del conocimiento de Cristo en el mundo entero.

El afectuoso sobrenombre, que la desconocida mujer había dado a la pequeña niña, se ha revelado como una profecía y así también ella, aun­que sin nombre, toma parte siempre junto a Rosa y ambas en conjunto expresan algo original de este país y de su misión: la herencia europea junto con aquella de los indios ha dado origen a una nueva expresión de la fe; en esta nueva síntesis se encuentra el perfume del conocimiento que emana de Rosa. ¿No es sorprendente, quizá, que para una mujer, que nunca dejó 'la ciudad de Lima, valga la misma alabanza que se aplicó al infatigable apóstol de los gentiles. el cual recorrió a lo largo y a lo ancho todo el mundo hasta entonces conocido? El difundió en todo el mundo el perfume de Cristo a través de su predicación, a través de su actividad sin descanso, de su acción y de sus sufrimientos. Rosa de Lima lo ha difundido y continúa difundiéndolo hasta hoy simplemente a través de su ser. Su figura humilde y pura irradia su luz a través de los siglos sin muchas palabras; ella es el perfume de Cristo que hace resonar de sí misma su anuncio más fuertemente que a través de escritos e impre­sos. Así ella es también una gran maestra de vida espiritual. cuyas pala­bras están llenas de la profundidad de una experiencia vivida de Cristo en la consumación interior de sus sufrimientos vividos en comunión con Jesús. el Crucificado. "Me encontraba. llena de asombro, en la luz de la más serena contemplación que une todo, cuando en medio de este res­plandor vi brillar la cruz del Redentor; y al interno de este arco luminoso divisé la santísima humanidad de mi Señor Jesucristo", En estas palabras suyas se manifiesta el fundamento más profundo de su existencia: el estar inflamada por las llamas del fuego que provienen de Él. "He venido a traer el fuego sobre la tierra, y cómo quisiera que ya estuviera prendi­do!" (Lc 12,49): Rosa de Lima se dejó encender por este fuego y aún hoy de su figura llegan hasta nosotros la luz y el calor -luz y calor que transforman esta tierra oscura y fría.

Rosa de Lima puso en su vida espiritual tres puntos esenciales, que son válidos como programas para la Iglesia de hoy así como lo fueron en un tiempo. Como primer punto está la oración, entendida no como recita­ción de fórmulas, sino como un dirigirse interiormente al Señor, como estar en su luz, como d('j _.-c_' incendiar por su fuego santo, Los otros dos puntos esenciales provienen de aquí espontáneamente: puesto que ella ama a Cristo, el despreciado, el doliente, Aquel que por nosotros se

ha hecho pobre, ella también ama a todos los pobres que llegaron a ser sus hermanos más cercanos. El amor preferencial por los pobres no es un descubrimiento de nuestro siglo -al máximo es un redescubrimiento, puesto que esta jerarquía del amor era bien clara para todos los grandes

santos. Era clarísima sobre todo para Rosa de Lima, cuya mística del sufrimiento no es absolutamente una forma de masoquismo, sino de soli­daridad con todos los pobres y los que sufren, que brota de la solidari­dad con el Cristo doliente. De aquí deriva también su tercer punto esen­cial: la misión. A través de sus palabras y de sus reflexiones aparece una perspectiva universalista. Ella deseaba poder ir, libre de las ataduras y de los límites que comporta nuestra corporeidad, a través de las calles de todo el mundo y conducir los hombres hacia el Salvador doliente. Rosa se expresaba de esta manera: "i Escuchadme, pueblos! Escuchadme, naciones! Por mandato de Cristo os exhorto". Ahora ella está

libre del vínculo de un solo lugar; ahora ella va, como santa, por las

calles de toda la tierra. Ahora ella vuelve a llamar con la autoridad de Cristo a todos nosotros, a la entera cristiandad, a ¡vivir con radicalidad a partir del centro, de la más profunda comunión con Jesús, porque sólo así y de ningún otro modo el mundo puede ser salvado. "escuchadme, pueblos! escuchadme, naciones! Por mandato de Cristo os exhorto!" Así nos habla ella hoy. Esta mujer es, por así decirlo, una personificación de la Iglesia latinoamericana: inmersa en el sufrimiento, sin grandes medios exteriores Y sin poder, pero aferrada por el fervor de la cercanía de Jesucristo.

Agradezcamos al Señor por habernos dado esta mujer. Démosle gracias por el coraje de su fe. que Él ha vuelto a despertar aquí en América Latina. Pidámosle que su presencia sea cada vez más fuerte y que su perfume se extienda desde aquí a todo el mundo. Amén.


III. HOMILÍA EN "PUEBLO JOVEN" DE LIMA (20 de Julio 1986)

1. Al tener la oportunidad de celebrar la Eucaristía juntamente con uste­des, fieles de esta parroquia, que a su vez es parte de la Iglesia de Cristo, extendida en todo el mundo, ante todo dirijo mi mirada de agradecimien­to y de gozo al mismo Jesucristo que nos hace el don inefable de poder sentirnos hermanos, donde quiera que nos encontremos, todos los que creemos en El. Sin distinción de razas, de culturas o de lenguas, participamos al grande misterio de la salvación que Cristo nos ofrece. Permítanme que les haga alguna reflexión precisamente sobre este particular, partiendo de la segunda lectura de la Misa de hoy.

2. La segunda lectura que acabamos de escuchar es un trozo de la carta de San Pablo a los Colosenses. Estando encarcelado en Roma, Pablo llegó a saber que la Iglesia, fundada algunos años atrás en Colosas [loca­lidad que se encuentra en el centro de la Turquía actual) estaba distur­bada por corrientes de pensamiento a la moda, que procuraban minimizar el papel de Cristo. La reacción de Pablo no se podía hacer esperar: pre. sentar el misterio de la salvación en Cristo en toda su insondable profundidad. Pone en evidencia la centralidad de Jesús en la creación entera. Al lado de Él, las creaturas, sean cuales fueren, son inconsistentes. Sólo Él es el Señor. En particular, Él es como la cabeza de un inmenso orga­nismo espiritual. formado por todos los que se unen a El mediante la fe, los que, animados por su Espíritu. constituyen la gran familia de los creo yentes, es decir la Iglesia. El apóstol intuye, no sin un sentimiento ínti­mo de estupor, la grandeza de este misterio de salvación, ofrecido por Dios en Cristo a todos los hombres y presente en la Iglesia que es cuer­po de Cristo. Se siente llamado por Dios para darlo a conocer a todos los pueblos de la tierra. Llenémonos de estupor también nosotros: como miembros de la Iglesia, participamos de las riquezas inagotables del mis­terio, de Cristo. somos cuerpo de Cristo, hemos sido vital mente unidos a Él. Nadie nos puede quitar esta vocación y esta dignidad, al contrario, nuestra segura esperanza de haber sido asociados al glorioso destino de Cristo. nos puede hacer superar toda suerte de dificultades y darnos la verdadera sabiduría ante todo acontecimiento, abriéndonos incluso nuevos

horizontes de luz para resolver en manera justa los problemas de la vida. 3. Pero para que la Iglesia pueda ser cuerpo totalmente vivificado por Cristo y estar presente entre los hombres como misterio de salvación verdadera, tiene que mantenerse y desarrollarse según la voluntad de su Fundador. El reciente Sínodo extraordinario de los Obispos nos advertía: "Es necesario comprender la realidad profunda de la Iglesia y, en conse­cuencia, evitar las malas interpretaciones sociológicas y políticas sobre la naturaleza de la Iglesia",

4. La Iglesia no es una mera construcción humana, un instrumento crea­do por nosotros y que. por ello, nosotros mismos podamos reorganizar libremente a tenor de las exigencias del momento. Ciertamente, la Igle­sia está compuesta por hombres que conforman su dimensión exterior; pero, detrás de esta fachada humana está el misterio de una realidad supra humana sobre la que no pueden en absoluto intervenir los hombres. Si la Iglesia se mira como mera construcción humana. deja de ser el vehículo de nuestra comunión con Cristo. Los contenidos de la fe pue. den terminar por ser arbitrarios, perdiendo su vigor original para orientar la vida y liberar los corazones. Faltando las estructuras intangibles que el mismo Jesucristo quiso para su Iglesia, el Evangelio puede terminar por convertirse en un proyecto humano. Aun manteniendo una cierta apa­riencia religiosa. dejaría de ser sal de la tierra, fermento en la masa y luz del mundo. Separándose del Magisterio que garantiza su autenticidad para toda la Iglesia, alejaría del mismo Jesús. cabeza y principio de vida espiritual para todos. Aunque a primera vista pudiera seducir por acomo­darse más fácilmente a los deseos inmediatos, en realidad no podría dejar de demostrarse estéril a la larga.

5. San Pablo dice de sí que pasó a ser servidor de la Iglesia por la mi­sión que Dios le confió de anunciar el grandioso secreto de salvar a toda la humanidad, agregándola al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Y tiene una fe tan grande en esta sublime realidad que incluso se siente con­tente de sufrir por este motivo, asemejándose a Jesús que estableció el Reino de Dios sin ahorrarse el sufrimiento. También hoy los anunciado­res del Evangelio tienen necesidad de un suplemento de fe. En la socie­dad actual, la condición del evangelizador es singular, extraña. Su misión parece incomprensible. Hoy en día una función social que no se base en el consentimiento de la mayoría, no parece tener sentido. Eso de anun­ciar un mensaje de salvación que no sea acogida con inmediato agrado por las masas, deja en mal lugar al que lo anuncia. En estas condiciones es grande la tentación de pasar a decir cosas que satisfagan los intere­ses más concretos de los que escuchan. Pero la Palabra de Dios que nos salva, mira a los intereses supremos, da orientaciones a largo alcance. Es Palabra de vida eterna. es decir que nos orienta y nos guía. a través de este mundo. hasta la vida eterna.

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6. Amados hermanos: el gran misterio de nuestra salvación en Cristo, es decir, de nuestra vida escondida como miembros de Cristo, como parte del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, no debe ser reducido ni adulterado. Debe ser anunciado en toda su profundidad e integridad. Muchas veces son precisamente los pobres, la gente sencilla, quien mejor lo puede acoger, aun sin comprenderlo. Es un misterio. Que no pierda su fuerza perenne que le es propia para liberar nuestros corazones, para iluminar nuestras mentes, para orientar nuestra vida de cada día. Pidamos al Espíritu Santo que nos abra el espíritu para acogerlo. Es nuestro mayor título de nobleza y dignidad, haciéndonos hermanos de una única familia de hijos de Dios en Jesucristo.

IV.   HOMILÍA EN Cuzco (22 de Julio 1986)

Es una gran alegría para mí el poder celebrar junto con vosotros la Santa Misa aquí, en la más antigua sede episcopal del país, 450 años después de la institución de la diócesis de Cuzco. En esta ocasión agradecemos al Señor por todas las bendiciones que ha hecho brotar desde este lugar: damos gracias a Él por la larga historia de fe que encierra esta localidad. Cuzco fue un tiempo, durante el imperio de los Incas, el centro principal' de la adoración al Dios-Sol. Aunque tal culto podía tener muchas cosas errónea_, crueles y falsas, en su núcleo más íntimo se encontraba, sin embargo, un presentimiento de la verdad de Jesucristo. Allí, en efecto, había una búsqueda de la verdadera luz por parte del hombre, un grito del corazón hacia el Dios escondido, hacia su verdad y su fuerza salvífica, Así como en Roma, sobre el templo de Juno Moneda fue construida la Iglesia de Santa María in Araceli, para hacer visible la continuidad inte­rior entre la búsqueda pagana y la fe cristiana, de igual manera también aquí en Cuzco, precisamente sobre el templo del Sol, ha sido erigida con razón la Catedral de la diócesis que representa ahora el verdadero sol: Jesucristo, que con verdad puede decir de sí mismo: 'Yo soy la luz del mundo', Este sol, Jesucristo, no tiene en sí algo de crueldad, El mismo ha descendido en la noche de la muerte, El mismo se ha convertido en víctima sacrificial que reconcilia el cielo y la tierra. También nosotros llegamos a ser sacrificio si estamos unidos a Él, si dejamos de vivir para nosotros mismos, si lo seguimos llevando nuestra cruz y así recorremos el camino de la Resurrección.

Es una bella coincidencia que la Iglesia, precisamente en el día en que estamos celebrando aquí juntos la Santa Eucaristía, festeje a Santa María Magdalena. Ella ha sido considerada digna de ver, primera entre los hombres, al Señor resucitado. Ella, ha sido la primera en experimentar la alborada del Sol de la historia, Ella ha sido la primera en ser llamada por su nombre por parte del Resucitado: 'María'. Ha sido la primera en poder decir: '¡He visto al Señor!'. Por otra parte, fue a ella a quien por primera vez se dijo que no se podía retener al Señor, que no se podía

tenerlo sólo para sí misma, que no se lo podía encerrar en una amistad privada, independientemente de los demás. Cuando ella quería hacer esto y continuar solamente a abrazar al Señor, olvidando el reto del mundo por la alegría de haberlo encontrado, entonces le fue dicho: 'Tú no puedes retenerme, anda donde tus hermanos y dales el anuncio!'. Podemos retener con nosotros al Señor solamente en la medida en que aparentemente alejándonos de Él, lo llevamos a nuestros hermanos. Efectivamente el Señor mismo está en movimiento: El sube 'a mi Padre y vuestro Padre'. Él está en camino hacia el Padre. No lo encontramos mientras estemos tentando de retenerlo con nosotros, sino cuando nos pongamos en movimiento con El. sólo cuando subamos al Padre con El. De esta manera, en el evangelio de la Magdalena, se compendian mara­villosamente las condiciones y la dirección de todo apostolado.

La primera consiste en el amor profundo por el Señor, que hace salir é. su búsqueda desde la madrugada, es decir, sin órdenes exteriores, sin ser vistos, antes de cualquier otro deseo u obra propia. El amor no mide las horas de servicio; mantiene despierto el corazón, pues, en efecto, sólo el corazón despierto que busca puede encontrarlo. El Señor se ma­nifiesta a quien busca y así podemos decir: "Yo he visto al Señor', Y sólo quien lo ha visto puede anunciarlo. El apostolado presupone siempre un encuentro personal con Cristo, que lo conozcamos personalmente en nuestro interior. Solamente entonces podemos Elevarlo a los demás,

Pero, precisamente en este punto, llega una tentación: aquella de querer permanecer solo junto al Señor, de refugiarnos en la religiosidad perso­nal. En la historia de los santos se puede constatar siempre de nuevo esta tentación: basta pensar en Agustín, en Benito, en Gregorio Magno, en Francisco de Asís, Y así se presenta nuevamente la advertencia: 'No me retengas!', ¡Ve donde tus hermanos y búscame al lado del Padre! Estos dos movimientos, que aparentemente se encuentran en contraste entre sí, son en cambio inseparables el uno del otro. Quien no va donde sus hermanos pierden a Cristo mismo. Quien no lo ama junto con la Igle­sia, se aleja de Él, Quien no posee el amor por los hermanos no está en la luz, sino en las tinieblas, Sin embargo, el amor fraterno y el anuncio a los hermanos deben ser al mismo tiempo un ir hacia el Padre, un resur­gir juntos con Cristo resucitado, El amor fraterno no puede reducirse solamente a un mejoramiento del mundo, pues el mundo no se mejora si se quita aquel Sol del que depende toda vida. Amamos verdaderamente a los hermanos sólo cuando les damos una respuesta a su hambre más profunda: el hambre de la verdadera luz del mundo, del verdadero calor. aquella hambre, de la cual la historia de esta ciudad presenta un testimonio tan impresionante, Amamos verdaderamente a los hermanos sólo si los ayudamos a subir con Cristo hacia el Padre, a superar lo cotidiano y a encontrar el Sol de la historia, el Señor resucitado.

Concluyendo, podríamos resumir los pensamientos que tengo en este momento con las palabras que la Iglesia coloca en nuestros labios en la oración litúrgica de este día: "Señor, Dios nuestro…concédenos a nosotros…anunciar siempre a Cristo resucitado y verle un día glorioso en el Reino de los cielos. Amén."

V.   HOMILÍA EN OCASION DE LA CONFIRMACION EN LA IGLESIA PARROOUlAL DE URUBAMBA (23 de Julio 1986)

El significado del sacramento de la confirmación nos lo sugiere la Iglesia a través de los signos con los cuales este sacramento es conferido. Siguiendo atentamente el desarrollo de la administración de la confirmación, se puede constatar fácilmente que toda la ceremonia se subdivide en tres momentos. El primero está constituido por las promesas de la confirma­ción; sigue después la oración recitada por el Obispo con los brazos exten­didos en nombre de la Iglesia, a la cual sigue la confirmación propia­mente dicha que comprende la unción. la imposición de las manos, el abrazo de paz. Vamos a considerar un poco más de cerca cada una de estas partes­

1. Al principio encontramos unas preguntas que requieren una respues­ta: Renunciáis a Satanás. Creéis en Dios, Padre omnipotente, en Jesu­cristo su único Hijo, en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia? Las pre­guntas unen recíprocamente la confirmación y el bautismo. Fueron hechas en el momento del bautismo y en la mayoría de vosotros las respuestas fueron dadas por los padres o padrinos que os prestaron su fe de la mis­ma manera en que habían puesto a vuestra disposición una parte de su vida para que pudieran nacer y desarrollarse cuerpo, alma y espíritu. Pero ahora lo que se os prestó, tiene que llegar a ser vuestro: ciertamente. como hombres siempre vivimos en reciprocidad, no solamente de lo que se nos ha prestado. mas también de lo que se nos da. Lo uno conlleva lo otro. Pero tenemos que decidimos por nosotros mismos; el don nos pertenece solamente desde el momento en que lo aceptamos. De esta manera en la confirmación continúa lo que se inició en el bautismo. La confirmación es el complemento del bautismo. Este es el auténtico sen­tido de la palabra "Confirmación"; significa refuerzo, una palabra tomada del vocabulario del derecho, que se utilizaba para indicar el procedimiento por el cual un pacto entra definitivamente en vigor.

De hecho, la promesa con la cual comienza la ceremonia de la confirma­ción está concebida como la conclusión de un pacto. Recuerda la conclu­sión de la alianza entre Dios e Israel en Sinaí. Entonces Dios había puesto ante Israel una opción: "Vo te he puesto delante la vida y la muerte... escoge pues la vida para que vivas" (Ot 30,19). La confirmación es vues­tro Sinaí. El Señor está delante de vosotros y os dice: Escoge la vida. Cada uno quiere vivir, sacar mucho de la vida, aprovechar la oferta de la vida en el modo mejor. Escoge la vida! Habremos escogido verdadera­mente la vida solamente cuando estamos en alianza con aquel que es él mismo la vida. La renuncia a Satanás significa renuncia al dominio de la mentira que nos engaña con el espejismo de la vida y nos lleva así al desierto. El que, por ejemplo, se deja coger por la droga, busca una exten­sión de la vida en el reino fantástico e ilimitado y al principio cree encon­trarla. En realidad, se engaña; al final no puede soportar la vida real y la otra, la falsa, en la cual había sido atrapado, se hace pedazos. Escoge la vida! Las preguntas y las respuestas de la promesa son una especie de introducción a la vida; son las señales del camino para llegar a la vida, que no siempre es cómoda. Pero lo cómodo no es lo verdadero y sólo lo verdadero es vida. Va hemos dicho que esta promesa es una especie de contrato, una alianza. Podríamos decir también: hay una seme­janza con el matrimonio. Ponemos nuestras manos en las de Cristo. Nos decidimos a recorrer nuestro camino juntos con él porque sabemos: Él es la vida (Jn 14,6).

2. La existencia cristiana supone decisión, pero no es solamente un sistema de mandamientos que exija de nosotros prestaciones morales. En nuestra existencia cristiana nosotros somos ante todo los beneficiarios, es decir, somos acogidos en una comunidad, la Iglesia, que nos sostiene. Esto resulta visible en el segundo momento de la confirmación, en la oración recitada por el obispo en fuerza de su consagración en nombre de toda la Iglesia. Al hacerla, el obispo alarga los brazos como Moisés, mientras Israel combatía (Ex 17,11s). Estas manos extendidas son como un techo que nos cubre y defiende del sol y de la lluvia; son también como una antena que nos hace presente lo que está lejos. Lo lejano, la fuerza del Espíritu Santo, se hace nuestro, al entrar dentro del radio de acción de esta oración. Para el que vive en la Iglesia son válidas y her­mosas las palabras dirigidas por el padre en la parábola del hijo pródigo al hije. mayor: "Todo lo mío es tuyo" (Le 15,31). Lo mismo que al princi­pio de nuestra vida los padres nos han asegurado su vida y su fe, así la Iglesia nos consolida en su fe y en su oración, la cual nos pertenece por cuanto nosotros mismos pertenecemos a la Iglesia. De esta manera las palabras altisonantes y en cierto sentido extrañas reciben un sentido: la oración para obtener el espíritu de sabiduría, fortaleza, piedad y temor de Dios. Nadie puede construir por sí solo la vida; para esto no bastan la sabiduría, la ciencia, la fuerza del más fuerte. Nos basta mirar los periódicos para constatar que precisamente los más fuertes, los hombres de suceso al fin no saben qué hacer de la vida y llegan a la desesperación. Por el contrario, cuando miramos el misterio de hombres que tal vez han sido muy simples, pero han encontrado la paz y la plenitud, constatamos que la clave de su misterio está aquí: no estaban solos. No tenían necesidad de descubrir la vida por sí solos. Aceptaron "el consejo" del que realmente tenía para darlo y así pudieron utilizar lo que ellos no tenían: la sabiduría, la fuerza, el consejo: "Todo lo mío es tuyo". Estaban bajo un techo que protege, no cierra, al contrario, se extiende hasta el umbral de la eternidad, el umbral de la vida a la que nos junta. Las manos del obispo nos indican dónde se encuentra este techo del que todos tenemos necesidad. Son una indicación y una promesa: bajo el techo de la confirmación, bajo el techo de la Iglesia orante vivimos al mismo tiempo prote­gidos y abiertos; en el radio de acción del Espíritu Santo.

Al fin sigue la administración personal de la Confirmación:

a) El rito comienza con la llamada personal a cada uno de los confirman_ dos. Ante Dios nosotros no somos masa. Por ello los sacramentos no se administran nunca colectivamente, sino personalmente. Para Dios toda'

persona tiene su propio rostro, su propio nombre. Dios nos llama perso­nalmente. Nosotros no somos muestras cambiables de una mercancía; somos amigos. conocidos, queridos, amados. Dios tiene para cada uno un plan propio. Nos ama a cada uno. Nadie es superfluo, ninguno un puro caso. Al oír vuestro nombre, os debería entrar al corazón la convicción: Dios me quiere, qué quiere de mí?

b) La imposición de las manos es la aplicación del gesto de las manos extendidas en la esfera de lo personal. La imposición de las manos en primer lugar es el gesto de la toma de posesión. Cuando pongo las ma­nos sobre alguna cosa, quiero decir: esto es mío. El Señor pone las manos sobre nosotros. Nosotros somos suyos. Mi vida no me pertenece. No puedo decir: esta vida es mía, puedo hacer de ella lo que quiero, puedo malgastarla si se me antoja. No, Dios me ha reservado una tarea dentro de un conjunto. Si yo destruyo mi vida o la malgasto, falta algo al con­junto. De una vida fallida emana algo de negativo para los demás. Nadie vive solamente para sí. Mi vida no es mía. Un día se me preguntará: ¿qué has hecho de la vida que te di? Su mano se pone sobre mí...

La imposición de las manos es también un gesto de afecto, de amistad. Si no puedo decir ya nada a un enfermo porque está demasiado decaído o incluso sin conciencia, entonces le impongo las manos y él experimenta una cercanía que le ayuda. Siente que no está solo. La imposición de las manos significa al mismo tiempo el afecto que Dios tiene hacia nosotros. Por esta imposición de las manos siento que me sostiene un amor al cual puedo abandonarme incondicionalmente. Me acompaña un amor que no engaña nunca y no me abandona tampoco en mis fracasos. Me asegura comprensión incluso cuando ningún otro quiere comprenderme. Él ha puesto su mano sobre mí: es el Señor.

La imposición de las manos significa igualmente protección. El Señor se compromete en mi favor. Él no me ahorra viento y tempestad, pero me protege del mal verdadero que normalmente olvidamos en todos nuestros aparatos defensivos: la pérdida de la fe, la pérdida de Dios. Si pongo mi confianza sólo en El y no me alejo yo mismo de sus manos.

c) Después la frente viene signada con la señal de la cruz. Es la señal de Jesucristo, con la cual a su tiempo El volverá. También ésta es un signo de posesión: apropiación a Cristo, como habíamos ya prometido en la primera parte. Es un cartel para indicar el camino. De hecho, en el camino suele haber carteles para poder orientarse hacia la meta (;Usando se viaja. Nuestros padres habían puesto con amor sobre los caminos la imagen del Crucifijo, que era como un cartel o señal. Ellos querían decir: no nos dirigimos solamente de una población a otra, de esta ciudad a otra. En todos estos viajes se pierde o se realiza nuestra vida. En todos estos caminos viene vivida nuestra vida y no solamente debemos encon­trar algunos pueblos, sino la misma vida. Tal era el mensaje de este extraño cartel: atención, no sea que termines tu vida en un sendero sin salida. Sigue este cartel. encontrarás la vida, porque Ei es el camino (Jn 14,6). Pero la cruz es igualmente una invitación a la oración. Con la señal de la cruz iniciamos nuestras oraciones, con esta señal comienza la Eucaristía, con ella se pronuncia la absolución sacramental de la peni­tencia. La cruz de la confirmación nos invita a la oraci6n, sea personal, sea la grande oración comunitaria de la Eucaristía. Ella nos dice: repi­tiendo esta señal puedes repetir la confirmación, la cual no es el rito de un momento, sino un comienzo que quiere madurar durante toda la vida. Tú penetras en el bautismo y en la confirmación todas las veces que pe­netras en esta señal. De esta manera se cumple paso a paso !a oración y la promesa de este día: la venida del Espíritu de sabiduría. entendi­miento, consejo y fortaleza. Este espíritu no se puede meter en el bolsillo y sacarlo en el momento de necesidad. Se recibe solamente viviendo en El. en el punto de contacto con El mismo nos es dado: el signo de la cruz.

d) La cruz nos es signada en la frente con el aceite santo consagrado el jueves santo para todo el año y para toda la diócesis. En los tiempos antiguos el aceite era un producto de belleza; un elemento fundamental de nutrición; una medicina importante; la protección del cuerpo contra los ardores y al mismo tiempo refuerzo, elemento de fuerza y de manteni­miento de la vida. De esta manera vino a ser expresión de fuerza y belle­za para la vida y, en consecuencia, señal del Espíritu Santo. Profetas. reyes y sacerdotes eran ungidos con aceite, así que el aceite vino a ser el símbolo de estos misterios. En la lengua de Israel el rey se decía sim­plemente el "ungido"; la palabra griega que traduce la hebrea es "Cris­to", De este modo la unción significa otra vez que Cristo mismo nos coge de mano; significa que Él nos ofrece la vida, el Espíritu Santo. "Escoge la vida": no es solamente una orden, es también un don. "Aquí tienes", 110S dice el Señor con el signo de la cruz trazado con aceite.

Pero también es importante lo que hemos sido; el aceite se consigue para todo el año y para todas las parroquias de la diócesis el jueves santo, Proviene de la decisión de amor manifestada definitivamente por Cristo en la última cena. Esta decisión abraza el espacio y el tiempo. El que quiere pertenecer a él. no puede cerrarse en un grupo, en una comu­nidad, en un pueblo, en un partido. Solamente cuando nos Abrimos a la fe común de todos los lugares y de todos los tiempos, estamos con él. Solamente cuando con dividimos la fe de toda la Iglesia, sometiéndonos a la misma sin pretender imponer nuestras ideas, estamos dentro de la grande corriente de su vida. La confirmación es también la superación. de todos los confines. Nos exige el abandono de nuestras ideas y deseos limitados, de nuestra pretendida ciencia para llegar a ser verdaderamente "católicos"; para vivir, pensar y obrar con la Iglesia universal.

Esto debe desarrollarse como ejemplo de nuestra responsabilidad hacia los pobres del mundo entero; debe desarrollarse en nuestra oración en la cual debemos seguir la liturgia de la Iglesia universal, ajustando a ella nuestras tendencias; debe desarrollarse en la forma de nuestra fe que debe modelarse sobre la palabra de la Iglesia universal y de la tradición. Él se nos da. La cruz trazada con el aceite santo es una garantía de que él nos coge de la mano, que dentro de la Iglesia su Espíritu nos toca y nos guía.

Vamos a dar ahora una mirada retrospectiva a todo lo que he sido objeto de nuestra reflexión. Me parece que la construcción del rito de la confir­mación en tres partes es también una alegoría de nuestra vida cristiana. En la sucesión promesa-oración-unción, actuamos, ante todo, nosotros, después la Iglesia y en tercer lugar Cristo y el Espíritu Santo. Podemos describir las tres partes también como palabra, respuesta y acción: noso­tros, la Iglesia, Cristo nos sustituimos sucediéndonos recíprocamente. La forma de sacramento refleja el ritmo de la vida: al principio hay sobre todo el desafío para nuestro propio quehacer. La existencia cristiana apa­rece como una decisión, como un desafío a nuestro coraje y a nuestra capacidad de renuncia y de decisión. Aparece fatigosa y la vida de los demás parece más cómoda. Pero cuanto más nos entramos en la acepta­ción de las promesas del bautismo y de la confirmación, tanto más expe­rimentamos el apoyo de toda la Iglesia. Cuando comienza a fallar 10 mío, mi deseo de obrar, de actuar, entonces comienza a manifestarse el fruto de la respuesta. Mientras para el hombre sin Dios la vida se convierte en una envoltura vacía de la cual desea librarse, el fiel experimenta cada vez más la verdad de la frase: no estoy solo. Y aunque El veces se hace oscuro, el camino conduce hacia aquel amor que nos abraza y nos sos­tiene, cuando ningún hombre nos apoya. La fe es un fundamento sólido para la causa de nuestra vida; nos asegura sostén incluso para un futuro que nadie conoce de antemano (cfr. Mt 7,24-27).

De este modo, la confirmación es una promesa que llega hasta la eterni­dad. Pero antes es una invitación a nuestro coraje y a nuestra constancia. Invitación al coraje de edificar con Cristo nuestra vida en la disponibili­dad de la fe en él, incluso cuando otros encuentran esto ridículo y supe­rado. El camino conduce a la luz. Tengamos el coraje de afrontarlo. Diga­mos: sí. A esta respuesta nos anima la administración del santo sacra­mento: "Escoge la vida". Amén.