La NASA acaba de lanzar una sonda hacia un asteroide que nos visita cada seis años, de nombre “Bennu” con relación a un personaje que encarnaba la muerte. Este cuerpo celeste, de unos quinientos metros de diámetro, se acercará extremadamente a nuestro planeta en el año 2.135, pasando entre la tierra y la luna y tiene probabilidades de colisonar con nosotros a finales del siglo XXII.
Es más que probable que todos nosotros estemos calvos entonces, así como que la humanidad haya sido capaz entonces, de vivir más allá del sistema solar; es fácil que los agujeros de gusano sean una realidad, que la cuarta dimensión pueda manejarse en alguna medida y que las leyes físicas hayan compatibilizado la mecánica cuántica con la newtoniana; así las cosas, no será difícil esquivar el encontronazo, o simplemente, trascender de nuestro planeta de origen para colonizar el universo que nos rodea. Sin embargo, a día de hoy, uno, con escasos conocimientos de física, perteneciente a una especie aún en los albores del conocimiento, no puede dejar de mirar al cielo con esa suerte de desconfiaza que produce en cualquiera de nosotros, saber que en cualquier momento un capricho del cosmos puede convertirnos en los vulgares dinosaurios de hace sesenta y cinco millones de años. Ojalá que no suceda.