Las obras de reconstrucción, remodelación, reformas, son habituales pasajeras de mi periplo albanés. Llegando ya a Berati soporto estóicamente los constantes socavones y cicatrices de la carretera, o mejor dicho, de esta senda “en pañales” que recorro, a base de tierra y piedra. Todo sea, eso sí, por visitar la antiquísima ciudadela del siglo IV A.C.
Este lugar, pienso para mis adentros, bien merece los achaques sufridos durante la travesía. Berati tiene un innegable halo mágico medieval que te embriaga y engancha desde el primer momento. Aquí habitan actualmente entre 50 y 60 familias, pobladores de este curioso reino olvidado de tremendas escarpaduras adoquinadas, más idóneas para équidos que para humanos.
La hermosa y añosa “ciudad museo”, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2005, está preñada de in ingente rosario de iglesias, ocho en total, que abarcan remotos períodos ilirios, romanos, bizantinos, otomanos…
Es curioso observar cómo todos estos elementos, patrimonio histórico nacional, casi parecen a merced de la lozana vegetación que a lo largo de los años avanza reclamando su sitio.
Nada queda apenas del esplendor de la ciudadela de 24 torreones después de que un seísmo destruyera la mayoría. Al igual que en Kruja, abunda la venta de bordados. Es preciosa la zona antigua de Berati en torno al castillo, con su puente de arcos de media luna y el río Osumi que lo cruza. Es de gran interés cultural visitar el museo Onufri, famoso pintor de iconos albanés.
Me despido de esta idílica villa, cuyos primeros vestigios datan de la Edad del Bronce (hace más de 4000 años). Al fondo, me quedo con la silueta magnífica de las imperturbables montañas Tomorri.