Si “Transformer” era una noche (o dos) de juerga, de alcohol y otras sustancias, de un poco de sexo guarro con desconocidos, de perder la cartera en mitad de la fiesta, de viajes continuos a los baños, de charlas hasta el alba con quienes en esas horas consideras tus hermanos de sangre, de rimmel corrido y llamadas etílicas a ex-novias, “Berlin” es una gran resaca del día siguiente. Es esa mañana en la que despiertas abatido, con la cabeza a punto de estallar, con esa tristeza que te invade porque sí, porque todo es una mierda y tienes ganas de vomitar, y en realidad quieres llorar pero te da vergüenza, y te estiras en el sofá rezando a quien puedas porque el jodido ibuprofeno haga efecto pronto.
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En la anterior entrada os hablaba de “Transformer”, el disco que volvió a poner a Lou Reed en el mapa, y que contenía alguno de sus temas más celebérrimos. Su disco posterior, “Berlin” (1973), sin embargo, cambia completamente las tornas, y resulta una suerte de otra cara de la moneda.