La Plaza de París, Pariser Platz, puede ser considerada como el kilómetro cero de Berlín (y también de Europa, por la céntrica y estratégica situación de la ciudad). La cierra por el oeste la popular Puerta de Brandenburgo, Brandenburg Tor, una de las varias que tenía la antigua muralla de la capital alemana y que hizo de frontera entre las dos Alemanias al término de la II Guerra Mundial, quedando luego de la construcción del Muro dentro de la llamada “línea de la muerte”, esa casi infranqueable franja de nadie que dividía la ciudad en dos partes enemigas en constante y peligrosa Guerra Fría. Levantado al modo ateniense, el imponente monumento pétreo se apoya en media docena de columnas dóricas separadas por cinco grandes vanos y en dos amplios pórticos laterales, y sobre su dintel plano se yergue en metal la Cuadriga de cuatro caballos de la diosa Victoria entrando en la ciudad.
La Puerta se ha convertido en el símbolo del Berlín moderno, omnipresente en todos los formatos: hasta los vagones del metro muestran los cristales cubiertos con su perfil en blanco y en distintas posiciones, tanto que apenas dejan vislumbrar el exterior en las estaciones. Nobles y modernos edificios cierran el amplio rectángulo de la plaza, siempre concurrida y bulliciosa: embajadas, bancos, hoteles y la acristalada sede de la Academia de las Artes.
Nuestro paseo, que empieza aquí, discurrirá hacia el este, siempre en terrenos de lo que fue durante más de cuatro décadas el Berlín oriental, dentro de la RDA bajo control soviético. Y, en su mayor parte, por la larga y amplia avenida Unter den Linden, es decir, bajo los tilos, como su nombre indica. Lo que fue en su origen un camino de acceso desde el Palacio Real (situado al final de la propia calle y hoy desaparecido) al parque de Tiergarten, entonces coto de caza de los reyes, al otro lado de la Puerta, mudó con el tiempo en impresionante bulevar, uno de los más visitados por capitalinos y foráneos.
Caminando por la acera izquierda, muy pronto nos encontramos con el Museo de Madame Tussauds y, algo más adelante, con la elegante tienda Daimler, que dejamos para mitómanos de las figuras de cera o del logotipo triestrellado. Aunque disfrutamos con el concurrido ambiente, con algunas tiendas de preciosos diseños y con la mediana de la calle, arbolada y cuidada como un jardín, las sorpresas nos esperan al final.
Algo más arriba, encontramos ya la Biblioteca Estatal Alemana y, casi enfrente, al otro lado de la calle, el edificio bancario que albergaba la franquicia del Guggenheim berlinés, clausurado hace algunos años. Pronto nos topamos, en plena medianera, con Federico el Grande, caballero sobre rico y labrado pedestal, que parece mostrarnos, orgulloso, su vasto imperio. Por la izquierda, las nobles dependencias de la Universidad Humboldt, la más antigua, la de los grandes filósofos, presididas por la estatua de su ilustre fundador; el pórtico neoclásico de la Nueva Guardia, Neuer Wache, cuyo interior, desnudo, solo alberga la negra escultura de una madre con su hijo muerto, una especie de pietà que simboliza el dolor de las guerras, bajo la luz cenital de un óculo abierto en el techo, reconversión de lo que fue antiguo cuartel militar en monumento de homenaje a todas las víctimas; y el Museo Histórico Alemán, que abarca toda la Historia del país, construido sobre el viejo Arsenal.
Por la derecha, enfrente de la universidad, está la tristemente famosa Plaza Bebel, Bebelplatz, donde el chaplinesco Adolfo, recién mombrado canciller, comenzó a practicar las artes crematorias que luego ampliaría de inhumana manera industrial, quemando miles de libros (bueno, él no participó, que se sepa, fueron sus fanáticas juventudes, tan amantes de la cultura como su líder); la Ópera Estatal, la de los grandes estrenos y reconocidos músicos, actualmente cerrada por obras de rehabilitación; y la blanca fachada del Palacio del Príncipe Heredero, el Kronprinzenpalais, con su alto penacho de estatuas, ahora sede de exposiciones y actos culturales.
Y así llegamos al final de la avenida, en el Canal que abraza en curva al río Spree formando entre ambos una isla: la Isla de los Museos, cuya parte superior encierra toda una mina de tesoros artísticos. Cruzamos el puente Schlossbrücke y entramos en ella. A nuestra izquierda, el precioso parque de Lustgarten, con sus parterres y fuentes y cuerpos al sol, vestigio de lo que fue el desaparecido Palacio Real, sobre el que se barajan ahora serios proyectos de reconstrucción. Haciendo honor a su nombre, sirve de jardín de recreo a la Catedral, Berliner Dom, ya sobre el río, una mole neobarroca de reconocibles cúpulas en cuya cripta reposan muchos de los Hohenzollern, la dinastía imperial. Detrás, siguiendo hacia el norte, el majestuoso neoclasicismo del Museo Antiguo, Altes Museum, encierra una rico muestrario de antigüedades.
Más arriba aun, el Museo Nuevo, Neues Museum, de arquitectura clásica más sobria y centrado en Historia antigua, sorprende al visitante con un precioso busto de la reina egipcia Nefertiti; a su lado, la Antigua Galería Nacional, con un fondo de arte moderno, decimonónico sobre todo, se yergue como un templo romano, con su esbeltez de escalinata, columnas, relieves y esculturas. A continuación, el Museo de Pérgamo destaca como la joya de la corona, donde se puede uno encontrar con la Puerta de Ishtar (Babilonia), el Altar de Pérgamo (Grecia Helenística), el Mercado de Mileto (Roma) o la fachada del Palacio de Mushatta (Islam), amén de interesantes réplicas como la del Código babilónico de Hanmurabi o la del legendario zigurat de la Torre de Babel.
Culmina el conjunto, en fin, en el vértice superior de la isla, el Museo Bode, así llamado en honor a su primer director, que destaca por su selección de arte bizantino y gótico y, sobre todo, por su estupenda colección de numismática, y que, como una nave gigantesca y de redondeada proa, en lo alto su cúpula cobriza, parece cortar el agua allí donde el canal y el río se separan en sendos brazos. Con el espíritu a rebosar de tanta belleza, cruzamos sobre el cauce fluvial para reponer también el cuerpo en el vecino parque de Monbijou, tranquilo rincón verde de ingesta y descanso.