Hemos venido a Berlín y no podemos marcharnos sin rendir obligada visita al Campo de Concentración de Sachsenhausen, en el pueblo de Oranienburg, al norte cercano a la capital pero ya en el Estado de Brandenburgo. Es fácil y cómodo llegar hasta allí en el tren de cercanías norteño. No es precisamente una actividad placentera pero no está demás conocer de primera mano el testimonio de una de las mayores tragedias de la Historia, aún contemporánea, que destruyó media Europa y afectó luego al mundo entero.
Aunque solo sea para poder contribuir a que, en palabras del filósofo, no se repita como farsa. La ciudad es muy pequeña, rodeada de verde y cruzada por el río Havel y sus numerosos canales. Su atractivo turístico se reduce a un ajardinado Palacio-Museo ornado de cuadros y esculturas, tapices y rica artesanía en plata, porcelana y marfil. Pero nuestro objetivo está al noreste, pegado a una amplia zona boscosa, tras un breve paseo desde el centro. La vecindad es una zona residencial y tranquila, de chalés y casas bajas entre la arboleda que miran a la calle tras unos jardines bien cuidados. Se respira silencio y bienestar, nada parece indicar que a unos pasos haya podido reinar jamás la ignominia.
Pero la entrada al Campo es otra cosa, pues te hace regresar en el tiempo más de setenta años y el recuerdo de lo ocurrido te sobrecoge. Se trata de uno de los centros de reclusión nazis más antiguos y, por tanto, fue considerado, en sus objetivos y en su construcción, como un modelo para los demás. Quién le iba a decir a Largo Caballero, nombrado Presidente de la II República Española al poco de estallar la Guerra Civil, que el III Reich alemán lo deportaría siete años más tarde, septuagenario y enfermo, junto a muchos otros republicanos españoles refugiados en Francia, a ese lejano centro de reclusión, recién creado por entonces; por suerte para él, sería uno de los escasos afortunados liberados por el Ejército Rojo en su avance imparable hacia Berlín. El siniestro lugar, destinado primero a reclusión de detenidos políticos, funcionó luego como campo de trabajo y de exterminio.
La segunda modalidad vino de la mano de las necesidades bélicas: Alemania necesitaba producir para la guerra y los prisioneros eran mano de obra gratuita y rentable para las muchas fábricas que rodeaban la capital; la especialidad de la casa, aquí, fue la perfecta falsificación de moneda británica y americana con el objeto de desestabilizar la economía aliada, llevada a cabo por prisioneros judíos expertos forzados a ello y fabulada más de sesenta años después en la película Los Falsificadores, de gran éxito en su momento. La tercera, consecuencia ya de la definitiva puesta en práctica de la Solución Final y relacionada más directamente con toda la población judía, supuso la máxima ampliación del Campo y la instalación en él, intencionadamente en lugar apartado, de los temidos hornos de incineración. Acabada la guerra, el Campo siguió funcionando como tal hasta su destrucción definitiva cinco años después, pero en sentido contrario: ahora los dueños eran los rusos, mientras los alemanes pasaban a ser sus prisioneros. Sea como fuere, en este lugar murieron miles de personas por malnutrición, trabajo excesivo, maltrato, frío, esclavitud o enfermedad, suicidadas, ejecutadas, gaseadas o intentando huir del horror.
Estamos delante de la entrada. Nos recibe el clásico pórtico que sirve de acceso único, un hueco central del edificio que alberga las dependencias de la dirección, la guardia principal y la primera torre de vigilancia. Bien visible y forjada sobre la verja de hierro, la consigna de bienvenida, “Arbeit macht frei”, el trabajo os hará libres, con su paradójica e incierta ambigüedad: justificación de los guardianes; falsa esperanza de los presos. Los prisioneros no sabían del todo lo que les esperaba, al menos al principio, aunque se temieran lo peor, así que se aferrarían a esas sarcásticas palabras amenazadoras como a la última tabla de salvación. Solo una vez dentro comprenderán la burla macabra. La arquitectura del lugar respondía también a un diseño bien estructurado que encerraba, simbólicamente, el espíritu del horrendo proyecto: ubicación estratégica cercana a la vía férrea; normalidad exterior versus dureza interior; imposibilidad de huida: altos muros, armas y perros, valla electrificada, torres de vigilancia, visibilidad total, aislamiento, alrededor hostil, la venganza como chantaje y escarmiento…; jerarquía social y vital (primero, desde la entrada, la administración y los policías alemanes; luego, los barracones y patios de los prisioneros, aún con vida; al fondo, la muerte en la enfermería, en las cámaras de gas y en los crematorios).
En este caso, apenas queda nada original del viejo Campo, salvo algunas dependencias reconstruidas, parcial o totalmente para que los visitantes puedan hacerse una idea aproximada de las condiciones del mismo. Tras pasar el portón, la vista se pierde ante un amplísimo descampado cerrado, casi vacío, de planta triangular que favorece la visión y el control de todo el espacio.
Podemos observar en un primer contacto cómo eran los muros y la alambrada, las torres de vigilancia secundarias y los patios donde formaban, al frío o al calor, los prisioneros y se asentaban los desparecidos barracones, cuyos cimientos están ahora señalados con gravilla, como lo está también la conocida como “pista de patinaje”, una de las muchas torturas del lugar, que castigaba a algunos presos a correr hasta reventar como probadores de las botas de trabajo.
Las pocas dependencias reconstruidas, que conservan algún material original, forman un conjunto a modo de museo del Campo: un barracón con sus camastros y sus aseos, de dura y verosímil apariencia; otro que sirve de exposición de material informativo: utensilios de la vida diaria, el traje de rayas, las insignias clasificatorias, documentos, fotos, planos…; la sala de médicos, con su mobiliario, su material de enfermería y su morgue; una celda de castigo, con flores, fotos y recuerdos de los castigados; la zona de fusilamientos, en rampa medio soterrada; el crematorio, conservado en su ruinoso estado. Y en medio del horror, el monumento de homenaje a las víctimas, un gran obelisco de corte soviético con cruces rojas que recuerdan otras tantas nacionalidades allí esclavizadas, junto a una escultura a la libertad, levantados por la RDA en plena Guerra Fría.Salimos del recinto carcelario con el ánimo encogido, pero pensando que, desgraciadamente y sin que de ninguna manera sirva de pretexto al genocidio nazi, todo lo contrario, los campos de prisioneros, con la denominación, las condiciones y los objetivos que se quieran, han existido siempre y siguen existiendo, no hace falta dar nombres. Y existirán mientras, sobre las personas y sus derechos más elementales, primen los prejuicios, los intereses y las fronteras. A medida que estos vayan desapareciendo, irán también desapareciendo aquellos mundos sin porqué (Primo Levi), podrán volver los pájaros (Jorge Semprún) y todos tendremos el privilegio de respirar aire fresco (Ana Frank).
*Si te ha gustado este post te invitamos a dar un paseo con nosotros por la ciudad y recorrer sus avenidas principales y la isla de los museos.