Tropieza, anda aupándose en sus regordetas piernas de niña de no más de tres años. Se cae entre las sonrisas de todas las madres: ¿quién no se acuerda del bebé que acunaba hace no mucho? No lleva pantalones, sólo un pañal blanco y verde, pues a un niño pequeño todo le es permitido. Para bien. Para mal.
- Ven, Celia, ven -llama la abuela-, ven, cariños, ven.
La niña se escapa en círculos del radio de acción de la yaya. "¡Cariños, cariños, ven!", llama ella. La pequeña corre o, más bien, serpentea torpemente: "No quiero, no". La abuela, al fin, da dos pasos firmes sobre sus sandalias veraniegas, chip, chap, la agarra del brazo con la firmeza que sólo tienen las matriarcas de la familia, mientras la arrastra hacia sí.
- Cariños, ven, ven -insiste, acercando la mejilla de la pequeña a sus labios pintados, mientras le estampa un sonoro beso, chuiiiiic, chuiiiic, mmffffi... La niña se resiste con fuerza al beso de abuela, pulgar sujetando la parte media del índice, presionando a la vez la mejilla mofletuda.
- Cariños, chuiiiic, chuuuuuiiic.