Se cumplen 200 años del nacimiento de Chopin, un genio precoz que revolucionó la música para piano.
Pocos artistas tan respetados, tan populares, tan conocidos. Tan desconocidos. Porque Frédéric Chopin, que cumple 200 años este 1 de marzo – en junio los cumplirá Schumann, otro artista desgarrado -, que conoció el éxito fulminante e ininterrumpido hasta hoy mismo, sigue siendo preso de su propia leyenda, reducida a cuatro trazos rápidos que vienen a decir que fue polaco y patriota, enfermizo y preso de mal de amores y que estuvo en Mallorca y murió joven y en plenitud segada por la tuberculosis. Todo ello es cierto, pero en los 39 años de su corta vida hubo mucho más. Siendo trágica la brevedad de su vida, no es inusual esa fugacidad en aquellos tiempos. Por centrarnos en los años 1809 y 1810, en los que nacieron cinco grandes, grandísimas, figuras de la cultura universal, comprobaremos que la vida era fugitiva por entonces: nacidos en 1809, Poe, Larra y Mendelssohn vivieron 40, 27 y 38 años; nacidos en 1810, Chopin y Schumann vivieron 39 y 46 años.
Nacido el 1 de marzo de 1810 en la aldea polaca de Zelazowa Wola, muy cerca de Varsovia, Frédéric (Fryderyk en polaco), hijo de un emigrado francés, Nicolas Chopin, y de una polaca, Justina Kryzanowska, el propio apellido paterno pasó por una multiplicidad de formas (Chapin, Chappen, Chapenne, Chopen, Chopyn, Szopen y Schopping) a lo largo de las generaciones, en la que no faltó algún que otro compositor aficionado. En todo caso, los Chopin franceses se movieron siempre por la Lorena francesa, una región con vínculos políticos con Polonia desde la boda de Luis XV con una polaca cuyo padre será nombrado duque de Lorena con sede y palacio en Nancy. En todo caso, tenemos a un campesino lorenés, políglota y violinista, llegando en 1787 a Varsovia, destinado a involucrarse en las rebeliones por la libertad de Polonia y a ser preceptor de la mítica María Walewska, que daría un hijo a Napoleón. Este campesino de vida novelesca y en ascenso pasará a la Historia como padre de nuestro compositor.
Con una vida musical consagrada (con excepciones aquí y allá) a un único instrumento, el piano, el joven Chopin no tuvo ningún profesor del mismo. Sus primeras enseñanzas musicales las recibirá de su hermana Louise, a la que sustituirá un violinista checo, Wojciej Zywny que le transmitió el amor por Bach y Mozart. El magisterio de Zywny será decisivo al animarle a inventar sobre el teclado más que a seguir partituras ajenas. Los resultados de este enfoque pedagógico se plasmarán en la anotación que, en 1829 y ya en el Conservatorio de Varsovia, hará su profesor (de contrapunto y armonía, pero nunca de piano) Josef Elsner: «genio musical». Para entonces, Chopin ha compuesto en 1817 su primera obra (una polonesa en Sol menor) y a los ocho años ha interpretado su primer concierto. Destinado a ser un segundo Mozart, ha escrito mazurcas y polonesas y la inspiración fluye de forma natural sobre el teclado: improvisa y experimenta más que imita las formas tradicionales. Es también un aficionado a la ópera, atravesando tempestades y haciendo largos viajes para asistir al teatro, como el que hará en 1828 a Berlín y que aprovechará para escuchar óperas de Spontini, Onslow y Cimarosa. La visita que Paganini hará a Varsovia en 1829, con sus endiablados ejercicios de virtuosismo, convencerá a Chopin del camino que habrá de seguir su arte, con la convicción de que en él el virtuosismo sólo será un medio para expresar las emociones y no un fin en sí mismo.
Imbuido de las melodías del folclore polaco, y concienciado de las desventuras de su patria, atormentado por ganglios en el cuello que le obligaban a frecuentes sangrías y a un estado de permanente debilidad, en 1829 emprende su primer viaje por Alemania y Austria como concertista, faceta en la que se destacaba por los matices y la delicadeza más que por la rapidez o la fuerza: sus metas serán Viena (con resultado apoteósico), Dresde y Breslau. Tras una pausa en que se enamora platónica e intensamente de la cantante Constanza Gladkowska, abandona Polonia en un viaje de estudio y promoción que le alejará para siempre de su país. Detrás deja compuestos tres conciertos extraordinarios: el Concierto en Fa menor, el Concierto en Mi menor y la Gran Fantasía sobre temas polacos. Pasa por Breslau, Dresde, Praga, Viena y finalmente París. El joven triunfador es ahora un hombre retraído que confiesa a su amigo Liszt que «no tengo temple para dar conciertos: el público me intimida, me siento asfixiado por sus miradas curiosas, mudo ante esas fisonomías desconocidas». También lleva la desesperanza por el aplastamiento de la rebelión polaca contra los rusos de 1830-31, la aprensión por su madre y por Constanza (que en 1830 se ha casado con otro hombre), a las que imagina ultrajadas por los rusos. El “Spleen” romántico, la melancolía, erigida en “mal del siglo” ha encontrado en Chopin un compañero al que no abandonará. En París, donde pasará, con esporádicas salidas, los 18 años finales de su vida, se consagrará como poeta del piano, como la mejor encarnación del nuevo espíritu musical. Pero, con un estilo y una personalidad más idóneos para los pequeños salones que para las grandes salas de concierto, sólo dará 19 conciertos en ese mismo periodo. Preferirá los pequeños auditorios de amigos e invitados selectos que las interpretaciones públicas ruidosas. Los asiduos a sus veladas íntimas serán Delacroix, los Rothschild, Berlioz, Mendelssohn, Bellini (lo consideró un hermano), Liszt, la condesa Marie d’Agoult, Heinrich Heine, Adam Mickiewicz. Lo que un periodista de entonces, con veracidad pero no sin rencor, llamará «la aristocracia de la sangre, del dinero, del talento, de la belleza». A pesar de su vida triunfal y de lujo, Chopin se considera un rebelde: «Odio a los partidarios de Luis Felipe, me considero un revolucionario».
Las grandes obras de Chopin empiezan a fluir a partir de 1838, precisamente a partir de los nueve años de su tumultuosa relación con George Sand. Todo comenzó en 1836. Por entonces, tras el primer contacto, Chopin escribió a su familia su primera impresión: «He conocido a una gran celebridad: Madame Dudevant, conocida con el nombre de George Sand. Pero su cara no me es simpática, no me ha gustado nada. Incluso hay algo en ella que me repele [.] ¡Qué antipática mujer es la Sand! ¿Es verdaderamente una mujer? Estoy dispuesto a dudarlo». En octubre de 1837, Chopin había cambiado su parecer. Escribe en su diario: «La he visto tres veces. Ella me miraba profundamente a los ojos, mientras yo tocaba. Era una música un poco triste, leyendas del Danubio; mi corazón danzaba con ella en el país remoto. Y sus ojos en mis ojos, ojos oscuros, ojos singulares, ¿qué decían? Se apoyaban sobre el piano y sus miradas abrasadoras me inundaban. Flores en torno nuestro. ¡Mi corazón estaba preso! La he vuelto a ver dos veces. Me ama.». Lo que después sucederá lo contará la escritora en sus memorias: «Nos besamos, tocamos el cielo durante algunos fugitivos segundos [.] Chopin era virginal, evanescente». Viajaron a Mallorca, donde vivieron unos primeros días maravillosos y un invierno ingrato en el que compuso sus “Preludios”. Los recelos hacia los extranjeros que no pisaban la iglesia y ella, además, vestía pantalones y fumaba puros, terminaron por expulsarlos de la isla en pleno empeoramiento de la salud del polaco («El estado del enfermo empeoraba todos los días, el viento lloraba en la torrentera, la lluvia golpeaba nuestros cristales.», escribe Sand en “Un invierno en Mallorca”). Abandonarán la isla en un carguero que llevaba cerdos, una travesía en la que Chopin tuvo una hemorragia que por poco no le quitó la vida. La siguiente estación del peregrinar será Nohant, el pueblo de Sand, en el que reciben las visitas de Delacroix, Liszt y Pauline Viardot, hermana de María Malibrán. Allí, recuperándose, compone “Nocturnos”, tres Baladas y la “Barcarola”.
Con el amor termina, en 1847, la ilusión de la salud y el afianzamiento de la depresión, ahora invencible. Mortalmente enfermo de tuberculosis, viaja a Londres, que le hace recaer. Diversos viajes por Inglaterra y Escocia, y el trato de Emerson, Dickens y Carlyle no bastaron («Veinte años en Polonia, diecisiete en París: nada de extraño que no me encuentre a gusto en Londres»). Vuelve al sur de Francia y tras ese breve paréntesis de sol retorna a París y se instala en la lujosa Place Vendôme. El tiempo apremia, y compone las dos últimas obras maestras: las mazurcas en Sol menor y Fa mayor. El abad Jelowicki, al que Chopin ha rechazado dos veces, consigue imponerle los últimos sacramentos el 17 de octubre de 1849. No llegará a ver sino la madrugada de ese día. La víspera había garabateado su última voluntad: «Ya que esta tierra me ahogará, os ruego que abráis mi cuerpo para que no sea enterrado vivo». Su corazón será enviado a la iglesia de la Santa Cruz en Varsovia. En su funeral, en la iglesia parisina de La Madeleine, se interpretó el “Réquiem” de Mozart. En el entierro, su propia marcha fúnebre. Una elegante aunque no excesiva tumba, en el cementerio parisino de Pére Lachaise cobija su cuerpo herido entre flores.
Texto: Frédéric Chopin: un hombre herido entre las flores. Diario Sur.