Un día te levantas y tienes la fantástica idea de cambiar de compañía de ADSL. Maravillosa idea, tú sí que eres lista Letzy, si las buenas ideas eligen una reina en sus próximas elecciones, tú ganas seguro.
Entonces miras planes, encuentras justo lo que buscas, llamas y preguntas: «¿Me quedo sin Internet en algún momento?, ¿y sin teléfono?». «Noooooooooooo y nooooooooooo», a las dos preguntas te responde casi ofendida quien te atiende, «en ningún momento se quedará usted sin Internet doña Letzy». «Es que yo trabajo en casa, necesito estar ciento quince por ciento segura de que no me voy a quedar sin conexión», insistes. «Noooooooo, esté segura doña Letzy», insiste a su vez la amable señorita. «Estaré segura entonces», le dices y portas tu línea al nuevo operador.
Hete aquí que un buen día viene un técnico a tu casa y en dos minutos (por reloj) te dice: «Ya está». «Qué bien, qué eficiencia esta compañía, qué maravilla, viva la vida y viva el amor», piensas y te ríes de todos tus amigos que han tenido experiencias nefastas a la hora de cambiar de compañía. «Es que la señora Fortuna me ama, me adora, soy la luz de su camino», te dices.
Pues va a ser que no. A las dos horas de haber pasado el técnico por tu casa te quedas sin conexión, sin internet, sin línea, sin teléfono y con la bombacha puesta de casualidad. Llamas a atención al cliente; musiquita, musiquita. Y cuando por fin te atienden proceden con estas palabras: «Una semana, quince días más o menos tarda en darse el alta doña Letzy». Y aquí surge lo de siempre cuando te quieres explayar por teléfono: no te entienden. Intentas pronunciar la “ll”, la “y” y la “z” como los españoles cuando notas que quien te está escuchando no se está enterando de nada, pero no hay intento que valga. Y eso que no les hablas de “vos”, no utilizas palabras en lunfardo, ni conjugas los verbos como los conjugas dentro de tu casa. «Usted habrá entendido mal doña Letzy porque siempre se tarda varios días en hacer el papeleo y el cliente se queda sin conexión», te dice de mal modo quien sea que esté atendiéndote. «Pero vosotros me asegurasteis antes de contratar vuestros servicios que en ningún momento me quedaba sin...», te esfuerzas. Te pasan a otro departamento que no te resuelve nada. Cuelgas. Entonces se te ocurre la posibilidad de conectar en tu ordenador un módem USB que te enviaron junto con el router. Llamas a atención al cliente; musiquita, musiquita. Te dicen que para usarlo tienes que instalar unos drivers pero que no funcionan con Linux y ¡oh casualité!, tú tienes Linux. Cuelgas. Vas al manual de instrucciones, tú eres de las que siempre se lee entero el manual de instrucciones. Y allí descubres que el módem USB se puede conectar al router, con lo cual no necesitarías instalar nada de lo que no puedes instalar. Llamas a atención al cliente; musiquita, musiquita. Y como si nada te dicen que sí, que conectes el módem USB al router y ya está, ya tienes conexión de emergencia hasta que te den el alta. Cuelgas. «Qué bien, qué eficacia, qué fácil, viva la vida y viva el amor», piensas.
¡Craso error! Al módem USB hay que ponerle una tarjeta SIM. Se la pones y cuando lo vas a usar te pide un PIN. Pero donde venía la SIM no hay PIN a la vista. Llamas nuevamente a atención al cliente; musiquita, musiquita. «Tiene que llamar al 22155 doña Letzy, ahí le darán el PIN que necesita», te dicen. «¿Al 22155?», preguntas para corroborar pues eres desconfiada, y con los años cada vez más. «Sí, al 22155», te reiteran. Marcas el 22155: «El número que usted ha marcado no corresponde a ningún cliente». Otra vez marcas el número de atención al cliente, sabes que a estas alturas el color de tu rostro oscila entre el rosa asesino y el carmín violento; musiquita, musiquita. Y mientras esperas que te atiendan y algún maravilloso ser te dé el PIN, el PUK o lo que quiera darte te preguntas: «¿A Bill Gates le pasará esto mismo cuando cambia de operador de Internet?».