Billie Holiday vista por Sagan en 'Desde el recuerdo'

Publicado el 30 abril 2010 por Susanabb

BILLIE HOLIDAY- Lady Day por Françoise Sagan  De su libro de memorias: Avec mon meilleur souvenir

París, Gallimard, 1984

Traducción de Nataly Villena Vega


Nueva York es una ciudad llena de aire, cortada a la cuerda, ventosa y sana, donde se extienden dos ríos resplandecientes: el Hudson y el East River. Nueva York vibra noche y día bajo ventarrones marinos, olorosos, cargados de sal y gasolina – de día -, y de alcohol volcado – la noche. Nueva York huele a ozono, a neón, a mar y alquitrán fresco; Nueva York es una rubia, joven y grande, brillante y provocativa al sol, bella como este «sueño de piedra» del que hablaba Baudelaire, Nueva York esconde también, como algunas de esas mujeres grandes demasiado rubias, zonas oscuras y negras, tupidas y devastadas. Breve, si el lector me acepta ese lugar común – por otro lado ¿qué otra cosa puede hacer? – Nueva York es una ciudad fascinante.


Y fascinada estuve, de inmediato, desde la primera vez que fui allí, pero invitada por mi editor y con el precio de esta invitación: las castañuelas y las obligaciones del autor en vista. Apenas llegada a París, soñé con volverme libre, lo que hice, un año o dos más tarde: libre de todos mis lazos, rechazando aún los de la soledad, pues fui allí con un muy buen amigo llamado Michel Magne, compositor reconocido desde entonces por sus músicas de película y sus investigaciones sobre sintetizadores.

Michel Magne no poseía una sola palabra de inglés, pero desbordaba de humor, soportaba inclusive sin insultar demasiado que los peatones tiraran sus cáscaras de plátano y sus colillas en el buzón donde él mismo depositaba sus cartas de amor, un buzón que para él estaba sin embargo claramente indicado por la palabra «litters». De todos modos, él tenía la misma obsesión que yo desde hace diez años (yo debía tener veintidós o veintitrés años en la época de la que hablo): encontrar, oír cantar «en persona» a Billie Holiday, la Diva del Jazz, la Lady del Jazz, Lady Day, la Callas, la Star, la Voz del Jazz. Ella era para Michel Magne y para mí, la Voz de América, ni siquiera era para nosotros la voz dolorosa y desgarrada de la América negra, sino la voz voluptuosa, ronca y caprichosa del jazz en estado puro. De Stormy Weather a Strange Fruits, de Body and Soul a Solitude, de Jack Teagarden a Barney Bigard, de Roy Eldridge a Barney Kessel, habíamos, Michel Magne y yo, por separado pero a la misma edad, llorado a mares o reído de placer oyéndola.



Apenas llegados al Pierre, el único hotel que conociese, ya que era ahí donde mi fastuoso editor me había acantonado para mi primera visita, pedimos, reclamamos, exigimos a Billie Holiday. La imaginábamos triunfando como siempre en el Carnegie Hall. Se nos hizo saber con mil caras contritas y confusas la siguiente cosa – que ahora haría retorcerse de risa a todos los directores de music-halls del mundo: Madame Billie Holiday había tomado algún estupefaciente en escena recientemente, y ¡estaba prohibida de presentarse en Nueva York por algunos meses!... América era aún, en el 56, bien puritana en sus formas y bien rencorosa si pienso en ello.

Bien rencorosa porque nos hizo falta tres días para saber que Billie Holiday cantaba en un club de Connecticut. «¿En Connecticut? Que no quede por eso. ¿Taxi? Fuimos a Connecticut.» Connecticut no correspondía a Yvelines como nos lo imaginábamos, e hicimos cerca de tres cientos kilómetros en un frío glacial antes de entrar, Michel y yo, en un lugar extravagante, perdido, o que me pareció tal: el tipo de club de «country music», con un público poco brillante, charlatán, gritón y agitado, de donde vimos surgir una mujer negra y gruesa, larga, con ojos rasgados que cerró un instante antes de ponerse a cantar y hacernos dar un vuelco de inmediato hacia las galaxias: alegres, desesperadas, sensuales o cínicas según su voluntad. Estábamos de lo más felices, no habíamos soñado con nada más. Y creo que hubiéramos repetido los tres cientos kilómetros de retorno en ese frío y con esa misma felicidad, si a alguien no se le hubiera ocurrido bruscamente presentárnosla. Le explicamos que estos dos francesitos habían cruzado las inmensidades del Atlántico y los suburbios de Nueva York y las fronteras de Connecticut con el único objetivo de oírla. «¡Oh, queridos! dice, tiernamente. ¡Qué locos estáis!»

Dos días más tarde, la encontramos en casa de Eddie Condon a las 4 de la mañana – hora que ella consideraba aparentemente como la única razonable y la más cómoda para todo el mundo. Eddie Condon era, creo, propietario de un club para blancos, situado en la parte baja de la ciudad, cuyo patrón amaba el jazz lo suficiente como para confiar su club, una vez partido el último bebedor, a músicos sedientos de otra cosa. A las 3 y 30 cerró la gran puerta, y entramos por la puerta de servicio al club inmenso y casi ahogado en la oscuridad: sólo se destacaba el blanco de los manteles ya listos para el día siguiente y sólo brillaban bajo los focos, sobre el escenario, el piano, un bajo y las siluetas de cobre de las trompetas.



Pasamos quince días – o más exactamente quince madrugadas – desde las 4 de la mañana hasta las 11 o el mediodía, en este club permanentemente lleno de humo, escuchando a Billie Holiday cantar. Michel la acompañaba a veces al piano, lo que le volvía loco de orgullo, y cuando no era él, era uno de los innumerables músicos, uno de los adoradores de Billie Holiday que, alertados, por los mil tam–tams del jazz, repercutidos en la noche de Nueva York, acudían todos, unos tras otros, una madrugada u otra, de un club o de otro. Del lado del público, sólo estábamos nosotros los franceses, dos o tres amigos de Lady Day y de su marido, su hombre en la época, un tipo grande y oscuro con quien ella hablaba violentamente.

Del lado del escenario, estaban, además de Cozy Cole en la batería, veinte jazzmen célebres, más célebres los unos que los otros. Gerry Mulligan tocaba en dúo con la voz de nuestra amiga – aquella que se había hecho ya nuestra amiga – a través de ríos de alcohol, de estallidos de risa, de incomprensiones y a veces de cóleras, todas tan rápidas en nacer como en desaparecer. Nuestra amiga Billie Holiday que nos golpeteaba la cabeza como a niños, y que nos separaba, sin que tuviésemos siquiera una idea, de todo un pasado trágico, todo un destino aterrador, toda una vida tumultuosa y violenta pero talentosa y apta para satisfacer sus gustos como para borrar sus disgustos, simplemente y cerrando los ojos y dejando brotar de su garganta esta especie de gemido, cínico y tan profundamente vulnerable... inimitable, el grito de una personalidad triunfante y despótica, real en su perfecta naturalidad, pues no había nada de sofisticado en ella, nada aparentemente complicado.

Yo ignoraba entonces que una existencia en sí misma pudiera llenar los dédalos del cerebro más encerrado y más perverso. Ignoraba que ella fuese un cuerpo en carne viva, casi sangrante, que se hundía en la vida a través de golpes o caricias que desafiaba, parece, con su simple respiración. Era una femme fatale, en el sentido en que la fatalidad se había cernido sobre ella desde el inicio y nunca la había dejado; y sólo le había dejado como defensa, después de mil heridas y mil placeres igualmente violentos, esta entonación humorística en la voz: esta nota extrañamente ronca cuando ella se iba muy lejos, o muy abajo, y cuando volvía bruscamente a nosotros a través de su risita chunguera y de sus ojos orgullosos y temerosos.

Dormíamos muy poco esos días y juraría haber a veces remontado a pie la Quinta Avenida, por el medio y en pleno sol, sola con ella y Michel, solos en una ciudad desierta donde después de los gritos de saxofones, los redobles de la batería y los destellos de su voz, no existía más, por un fenómeno de saturación, que el eco de nosotros tres sobre la acera. Podría jurar haber visto Nueva York a mediodía perfectamente vacío a excepción de esta mujer grande y su taciturno compañero que, estrechándonos rápidamente, desaparecían en uno de esos largos coches negros y polvorientos, salidos de las más fatídicas «series B» policiales. Pero yo sería incapaz de decir qué otra cosa hacíamos en el día.

Aparte de algunas horas concedidas al sueño a pesar nuestro, me parecía que errábamos como zombis en una ciudad sorda y muda cuyo único punto vivo, el único refugio era este escenario, la luz pálida de sus focos, este piano reventado... y esta mujer que a veces decía que había bebido demasiado como para cantar y entonces mezclaba las palabras de sus estrofas bromeando, encontrándoles substitutos divertidos y desgarradores, ninguno de los cuales me ha quedado en la memoria. Lo que, extrañamente, nunca lamenté: Nueva York se había convertido en una ciudad tan negra y oscura – a parte de los destellos de su voz – que mecíamos ahí nuestras fatigas y nuestro abandono, nuestra embriaguez, en una noche tibia y acompasada como el mar. Un mar donde todo recuerdo preciso no hubiese podido flotar sin parecer el resto de un naufragio o una trivialidad.


Es en una noche negra también en la que la encontré un año o dos más tarde en París. Debí haberle escrito una vez o dos para agradecerle, preguntarle por ella, pero no había respondido; no era alguien de cartas, y es por los diarios por los que supe que iba a cantar una noche en el Mars’ Club, impasse Marbeuf. Yo había perdido de vista a Michel Magne y fui a oírla con mi marido. Llegamos mucho antes que ella a este pequeño club oscuro, a mil leguas del gigantesco Eddie Condon, más íntimo y más intimidante también puesto que había esa noche, aunque limitado, un verdadero público.

Era Billie Holiday y no era ella: había adelgazado, había envejecido, sobre sus brazos se aproximaban más y más las marcas de pinchazos. Ya no tenía esa natural seguridad, ese equilibrio físico que la dejaba tan marmórea en medio de las tempestades y de los vértigos de su vida. Caímos la una en los brazos de la otra. Se puso a reír, y al instante recobré la exaltación, la exultación infantil y novelesca de un Nueva York ya lejano, un Nueva York únicamente dedicado a la música, como lo están ciertos niños al azul y al blanco. Le presenté a mi marido algo desconcertado por su presencia a la vez tan natural y tan exótica; y sólo en ese momento me di cuenta de los millones de años-luz que nos separaban, o más bien de los millones de años oscuros que me separaban de ella, y que ella había tan maravillosamente, tan amigablemente, querido borrar durante esos quince días ya pasados.

Todo lo que había sido alejado de nuestro primer encuentro, y que era el problema de su raza, de su coraje, de su lucha a muerte contra la miseria, los prejuicios, el anonimato, los blancos y los no blancos, contra el alcohol, los malos enemigos, contra Harlem, contra Nueva York, contra los furores que puede provocar un color de piel y aquellos, casi igualmente violentos, que pueden provocar el talento y el éxito. Ella nunca nos había dejado pensar en todo ello, ni a Michel, ni a mí, y quizás deberíamos haber pensado en eso solos. Nosotros, los sensibles europeos, habíamos sido los despreocupados bárbaros de la historia. Y esta idea me puso al borde de las lágrimas, que el resto de la velada no pudo realmente secar.

Billie Holiday estaba acompañada, ya no de su marido, sino de dos o tres jóvenes, suecos o americanos, ya no sé, cuidadosos con ella, y según parecía, tan ajenos a su destino como lo era yo misma. Admirativos e ineficaces, no habían organizado nada para esta velada y ni siquiera había, cosa extravagante, el menor micro a la vista, sobre el piano negro al que ella se apoyaba ya, con un aire insensible a los aplausos. Eso provocó un buen lío. Se pusieron de cuatro patas para arreglar el viejo micro que escupía tontamente, alguien corrió a la Villa d’Este o a algún otro lado para buscar otro, todo el mundo se molestó, se agitó en vano, y ella vino a sentarse al cabo de un momento, como resignada, a nuestra mesa donde se puso a beber distraídamente, dirigiéndose a mí a veces con su voz ronca, llena de humo y sarcástica, totalmente indiferente a lo que sucedía alrededor de nosotros y a causa ella.

Habló poco con mis amigos, más bien para preguntar a mi primer marido si me golpeaba, a lo que, irónica, exclamaba que debería haberlo hecho. Mis reproches la hicieron reír, durante un minuto reencontré el eco de su risa en casa de Eddie Condon; cuando éramos todos, parece ser, tan jóvenes y tan felices y tan dotados, cuando el micro funcionaba o más bien – y eso, no me atrevía a formulármelo – cuando ella no necesitaba de micro para cantar.

Finalmente, con o sin micro, ya no sé, cantó algunas melodías, acompañada de un cuarteto incierto que intentaba seguir los recodos imprevisibles de su voz, que se había vuelto también incierta. Mi admiración era tal, o la fuerza de mis recuerdos, que la encontré admirable a pesar de la imperfección terrible e insignificante de ese flaco recital. Ella cantaba bajando la vista, saltaba una estrofa, recuperaba el aliento difícilmente. Se sostenía del piano como de un empalletado en un mar embravecido. La gente que estaba allí había venido sin duda con la misma idea que yo, porque aplaudía frenéticamente, lo que la hizo lanzar hacia ellos una mirada a la vez irónica y piadosa, una mirada feroz hacia sí misma en realidad.



Después de esas pocas estrofas, vino a sentarse un instante con nosotros, rápidamente, muy rápidamente pues partía al día siguiente, creo, hacia Londres o no sabía dónde en Europa. «De todas maneras, darling, me dijo, you know, I am going to die very soon in New York, between two cops.» Le juré que no, por supuesto. No podía y no quería creerlo; toda mi adolescencia mecida por su voz, rechazaba creerle. Así, me quedé estupefacta primero, algunos meses más tarde, abriendo el periódico, al ver que Billie Holiday había muerto la noche anterior, sola, en un hospital, entre dos policías.
Fotos: Página de Billie Holiday




DESDE EL RECUERDO de  FRANÇOISE SAGAN
Colección Pérfidos e iluminadas
El Cobre Ediciones, Madrid 2009
168 pág.

En esta obra autobiográfica, por fin traducida y publicada en español, la autora da cuenta con inusual sinceridad de las pasiones que hicieron de su vida un escándalo continuado. Una vida siempre en el filo de la navaja: la ruleta, con sus alternativas de ruinas y enriquecimientos, las sobredosis, los problemas con la ley, la implicación en un caso de corrupción en tiempos de Mitterrand...

La capacidad para la emoción y para el humor, siempre presentes en la buena literatura, se expresan en este texto con un estilo inconfundible, combinación de cinismo, sensualidad y aparente indiferencia. La autora, a diferencia de tantos escritores, expresa sin reservas su entusiasmo por los creadores que la superan en grandeza. Con tal espíritu nos lleva al encuentro de quienes la conmocionaron con su talento, su generosidad y en no pocas ocasiones su tragedia: *Sartre, a quien dedica una carta extraordinaria, Billie Holiday, Orson Welles, Carson McCullers, Rudolf Nureyev, Tennessee Williams…
Además de retratarse a sí misma, Françoise Sagan evoca algunos de sus temas favoritos: las lecturas que marcaron su vida, los coches rápidos, los casinos, el sol, el ocio, la buena compañía...


Françoise Sagan. Foto: El Cultural


*Carta de amor de Françoise Sagan a Jean Paul Sartre (incluida en Desde el recuerdo)


Querido señor:


Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.


Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.


Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y... [CONTINUACIÓN]


JEAN-PAUL SARTRE  en 1964


Videos:One for my Baby (and one more for the road)What A Little Moonlight Can DoPlease Don't Talk About Me When I'm GoneFine and Mellow