Ha sido una noche mal dormida. No hemos dejado de pelearnos con el aire acondicionado, maximalista como algunos críticos literarios: si lo encendíamos, teníamos frío; si lo apagábamos, teníamos calor. No había manera de encontrar el punto medio. Por si fuera poco, yo me he olvidado los medicamentos en casa, y sin melatonina —aunque técnicamente no sea un medicamento— mi sueño, si es que llego a conciliarlo, es superficial. El desayuno del hotel ha sido como el de todos los hoteles de Inglaterra. El desayuno inglés es una tradición inglesa, y ya se sabe que las tradiciones inglesas ni desaparecen ni se quebrantan: una tradición inglesa dura más que las pirámides de Egipto: tiene panceta, huevos revueltos, salchichas, tomates, judías con tomate, champiñones, patatas, tostadas, café, zumo de naranja y un inquietante embutido negro, parecido a la morcilla. Nunca nada más ni nada menos. Puede parecer amplio, pero, cuando ya se ha comido varias mañanas, por no decir cuando ya se ha comido toda la vida, la sola visión de los mismos ingredientes infunde una melancolía abrumadora. Engullo el último trozo de salchicha —con la morcilla anglosajona no he podido: me da mucho respeto— y salgo a seguir recorriendo la ciudad. Doy enseguida con The Mailbox, otro centro comercial monstruoso. En Birmingham, epítome del feroz mercantilismo que rige el país, todo es comercio: tiendas, boutiques, supermercados, grandes almacenes, bares, hoteles y restaurantes ocupan toda la superficie de la ciudad, salvo los edificios oficiales, las iglesias de las diferentes confesiones y los campos de fútbol. En la Revolución Industrial, que aquí tuvo un gran empuje —en Birmingham se crearon la primera sociedad inmobiliaria, la primera fábrica de hilado de algodón y las primeras líneas férreas de largo recorrido del planeta—, se ganó el apelativo de "la primera ciudad manufacturera del mundo", y ese espíritu fabril perdura en la ciudad actual, aunque adaptado al capitalismo contemporáneo, que se basa en la provisión de servicios. Por desgracia, el dinamismo económico no ha alcanzado —o quizá haya expulsado— a la cultura: salvo una sucursal de la cadena Waterstones, no veo ni una librería ni una charity shop: me iré de Birmingham sin haber comprado un solo libro. El paseo me lleva a la catedral, Saint Philip, un templo anglicano y barroco, construido entre 1710 y 1715 por Thomas Archer, e inspirado en las iglesias romanas de la época, sobre todo en las de Francesco Borromini, que se me antoja pequeño para una catedral. Como el resto de la ciudad, también Saint Philip está en obras. Lo más destacado del interior son, de nuevo, las ventanas de Edward Burne-Jones, el artista y diseñador prerrafaelita, que fue bautizado en esta iglesia. Son cuatro, aunque en principio solo debía ser una, pero dicen las malas lenguas que Burne-Jones estaba muy pagado de su arte y que, al ver acabada la primera —la Ascensión, en 1885—, le gustó tanto que decidió hacer tres más: la Natividad y la Crucifixión, en 1887, y el Juicio Final, en 1897, la única que no está en la pared oriental del templo, sino en la occidental, y en la que dicen también que se autorretrató como niño, una práctica que han seguido otros artistas a lo largo de la historia. Todo esto me lo cuenta el pastor de la iglesia, que acoge a todos los que entran con un muy sentido Welcome! Please, do come in, para luego contarles los intríngulis de la decoración del edificio, aunque ha de interrumpir las explicaciones con frecuencia para dar instrucciones a los obreros que trabajan en el transepto, encaramados a andamios circenses, enfundados en cascos y chalecos amarillos, y hablantes de una lengua incomprensible, que recuerda vagamente al inglés. El pastor, bajito y amable, subraya la intensidad cromática de las figuras de Burne-Jones (que contrasta, en efecto, con la tenebrosidad de las que he visto en Saint Martin-in-the-Ring) y su forma estilizada, que me recuerda algo a El Greco. También relata que las ventanas tuvieron que retirarse para que no las destruyeran los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, y que se guardaron bajo tierra, en una mina de Gales. Mientras él me informa de todo esto, yo reparo en que en la iglesia hay una lápida dedicada al impresor John Baskerville, creador de la tipografía homónima. No sé si esto le haría mucha gracia al propio Baskerville, ateo irredento. Recorro, al salir, el Jewellery Quarter, el barrio de los joyeros, que hace honor a su nombre —abundan las joyerías—; admiro por fuera la iglesia georgiana de Saint Paul —dentro se celebra una boda o quizá un entierro: no sé distinguirlo por la expresión de los invitados—, situada en el centro de una hermosa plaza, cuajada de robles; y llego, por fin, al canal, una de las señas de identidad de la ciudad. En realidad, se trata de una red de canales, más extensa que la de Venecia. Se construyó en la segunda mitad del s. XVIII, durante la Revolución Industrial, como medio de comunicación y vía de transporte de mercancías. Entonces apenas había trenes ni carreteras, y los caminos eran azarosos y difíciles: la forma rápida de trasladar las materias primas que necesitaban las fábricas y de dar salida luego a las manufacturas que producían era el barco. Hoy por el canal ya solo circulan los narrow boats, esas embarcaciones fusiformes tan características de Inglaterra, y a veces me detengo a ver cómo sus ocupantes echan pie a tierra y abren las esclusas que les dan paso. Tienen que hacerlo muchas veces siempre que se ponen en movimiento. El canal es el eje de algunas de las más bulliciosas zonas de ocio de la ciudad, en las que se amontonan los restaurantes y los pubs, como el Malt Side, donde me asesto una pinta. Pero no siempre discurre por zonas de recreo. Su recuperación ha respetado el curso original y el entramado urbano que se le ha adherido, y, así, a veces pasa literalmente por debajo de los edificios: unas columnas gigantescas elevan la construcción y el agua prosigue, imperturbable, su recorrido. Las últimas visitas son al mercado municipal de frutas y verduras y al barrio judicial. El primero me resulta menos atractivo que sus homólogos españoles, cuyo espíritu arábigo es inimitable. Observo que en muchos puestos figura el toro de Osborne: para representar al animal que simboliza la ciudad, los tenderos (o las autoridades) han utilizado una invención publicitaria hispana. En cuanto a los juzgados, se concentran en dos impresionantes edificios victorianos de ladrillo rojísimo, ambos de 1887. Y son victorianos hasta el empacho, con multitud de torres y torrecitas, ventanas y ventanitas, inscripciones en latín e inglés, y mucha, mucha terracota. Agotado, compro El País y me refugio en un pub cercano. Es la hora de almorzar y, como no quiero hacerme líos con el menú, pido fish & chips, que es siempre una apuesta segura. Leo en un cartel detrás de la barra: Beer is living proof that God loves us and wants us to be happy: "la cerveza es la prueba viviente de que Dios nos ama y quiere que seamos felices". Yo no creo en Dios, pero sí en que la cerveza es la prueba viviente de que Dios nos ama y quiere que seamos felicies. Así que me pido otra pinta, que me sabe a gloria.