Hay un salto en el tiempo, un desfase entre mi libreta y yo. Lo que estoy por escribir ocurrió en Caracas el 14 de octubre, una mañana lluviosa. Digamos que eran las nueve en punto, y ya había pedido una manzanilla caliente y me senté donde suelo sentarme siempre en ese café, a ver un poco hacia la nada. W tenía un breve retraso, un poco por la lluvia y por otra cosa que no llegamos a contarnos. Le bastó entrar y sonreír. Nos atajó la premura de elegir un desayuno: empanadas para él, huevos fritos para mí, malojillo para los dos. Por eso se le olvidó la historia que quería contarme, por el hambre y por el libro de Joseph Pla que me puso al frente.
El cuaderno gris era tan contundente como la única cosa que W había dejado entre sus páginas por descuido: un examen de literatura, escrito con letra pequeña y concisa contando un viaje. Lo desplegó con nostalgia y lo volvió a doblar para guardarlo entre sus cosas. Era el viaje, justamente eso, el tema que nos reunía.
Semanas atrás habíamos tenido una conversación breve. Le dije, sin mucho rodeo, que quería que fuese mi editor, que esto era algo serio, no un anhelo, no un quizá. Le hablé de una certeza. En dos minutos, W trazó un plano mental en el que me obligaba a ordenar mis ideas, a buscar una fecha para un desayuno y buscar que pasara. Luego de eso, coincidimos pocas veces más y el encuentro se hizo necesario. W y yo habíamos hecho una declaración de principios sin proponérnoslo. Comenzamos un viaje con las letras como único destino; empacamos ligero y partimos.
Por eso se le daba con tanta facilidad ir trazando el mapa en su libreta verde. Comenzamos a explorar la posibilidad de algunas rutas, de los desvíos del camino. Sabíamos -siempre supimos- a dónde queríamos llegar, pero entendíamos que la travesía podía ser caprichosa y que estaba permitido detenerse al borde del sendero para redireccionar y tomar un nuevo aire. El mapa que W dibujó eran los retazos de mi viaje. El boleto de ida, sin retorno.
Le tomé una foto a la libreta de W, la imprimí y lo engrapé en una mía
La lluvia insiste. Hay lluvia en los recuerdos que he (re)leído hoy con detenimiento en cada una de las libretas que he utilizado durante cinco años de viaje en solitario. Pasearse por los escritos, intentando redescubrirlos, es un poco como sentar a tus demonios y brindarles un whisky seco. Llueve afuera, pero no en estos viajes que hoy coinciden en primavera y soledad.
En la esquina de este café que hoy he convertido en una suerte de escritorio, hace frío. Insisto, llueve afuera, pero aquí adentro está Tony Bennett cantando As time goes by y luego, Yann Tiersen con La Noyée. Llueve en los retazos, pero no en los viajes que son una euforia contenida, una melancolía matizada.
Rescato párrafos, procuro olvidar otros, reescribo en mi mente, dibujo, saboreo sensaciones. Tienen los viajes, este viaje, la imperiosa necesidad de detenerse en los detalles.
[Intento organizar los retazos o descubrirlos. Definir dónde y cuándo los escribí. Ordenarlos o mejor, desordenarlos. Es como lanzar las piezas del rompecabezas sobre la mesa, para comenzar a buscar las que van en las esquinas]
Imprimí en tinta azul treinta y siete retazos. Treinta y siete posibles páginas que hoy W leyó en desorden y con detenimiento para después llevárselas dobladas dentro de su bolso negro. Leyó con afán de poeta, creando tras cada línea, construyendo un viaje dentro del mío. Lo escucho y soy capaz de garabatear algunas palabras que intentan atajar sus ideas. Vamos leyendo el mismo mapa, pronunciando en voz alta pueblos que no conocemos, ciudades por las que hemos pasado varias veces. No queremos detenernos en ciertas esquinas, en esos lugares comunes que se parecen a un kiosco de empanadas viejo, de aviso gastado. No queremos que este libro tenga lo que todo el mundo pretendería que tenga.
Releer sigue siendo un desgaste. El anzuelo es la curiosidad, el anhelo de encontrar el sentimiento escondido en el viaje. Me desnudo y me escondo. Me desnudo y me asomo al balcón de la brisa suave.
Releer le da sentido a la búsqueda porque eso es lo que hacemos los viajeros: buscar respuestas, acariciar la tranquilidad de esas sensación de libertad.
Releer es un camino certero. Escabroso, pero certero.
En el café, uno de los tantos días de (re) lectura de libretas
Entendí hace varios meses que el orden de los retazos lo trazaban las emociones. Y fue solo por eso que la relectura dejó de ser un demonio para sentarse aquí a mi lado y dictarme las palabras con paciencia. Hoy W fue editor y psicólogo: me hizo llorar de puro argumento. Me habló de muros, de palabras que no digo. Luego, me abrazó. Ya no quiero leer ni una línea más.
Dentro de cuatro días se cumple un año de ese primer desayuno con W. Hace rato que dejé de llamarlo por su nombre y me quedé solo con la inicial, aunque a veces le digo “Don”, solo por fastidiar. Hace ya unos meses -no recuerdo cuántos, pero son pocos- que di el libro por terminado. Atravesé el proceso terrible de la relectura varias veces; quitamos cosas, pusimos otras, pero acordamos que ya no le cabía otro texto, que tenía la forma que, al parecer, queríamos.
El manuscrito -así le dice W- se presentó a mediados de julio a una editorial que lo rechazó a los pocos días. Dijeron que estaba bien escrito, pero que era muy plano. Dijeron que no podía ser una simple bitácora y que carecía de datos geográficos, folclóricos, históricos y algo más. Eso, lejos de desilusionarme, me hizo sonreír. Y a W también. Todo lo que echaban en falta, fue lo que cuidé que no estuviera. En un ataque de alegría extraño le dije a W que iba a recortar unos textos, tú sabes, por rebeldía, para que le siguieran faltando cosas. Pero no me dejó. Que no hayan entendido el libro, había sido una buena noticia.
Ahora, mientras escribo esto, el manuscrito está en la bandeja de entrada del correo de otra editora. De hecho, lo tiene allí desde hace dos meses y no sé qué ha pasado con eso. Me inquieta la respuesta, pero ya no como hace una semana. Mi mente ha dado un viraje. Recibí un impulso inesperado. Se me juntaron ideas que no sabía que estaba pensando. Despertaron en mí una parte que no sabía que estaba dormida. Algo me hizo cortocircuito, me despeinaron, me lanzaron al mar…
¡Y floté! ¡Y nadé!
Todo eso sucedió -sin advertirlo del todo- en un viaje de cinco días en barco por Panamá, Cartagena de Indias y Aruba del que llegué hace menos de una semana. El Caribe y las conversaciones largas como detonante y certeza. Desde entonces, me han pasado varias cosas:
- Siento un calor en la garganta que confundo con resfriados que no existen
- Me molestan muchísimo los ruidos y que suene el teléfono de la casa
- Solo quiero leer y he terminado tres libros en cinco días
- Duermo cinco horas durante la noche, pero como una piedra
- Quiero dibujar y pintar (más)
- Invierto mucho tiempo buscando boletos a otras ciudades
Ya sé, estoy ansiosa.
Entendí que la esencia del libro estaba lista, pero que debo escribir unos cuantos textos más. Entendí que debe tener más dibujos y que los quiero rehacer así pierdan el impacto del primer trazo, pero ganarán el detalle de lo aprendido. Entendí que quería publicar esta bitácora en el blog, como un acercamiento, una simbiosis, un no sé qué. Quizá para decir: “hola, estoy escribiendo mi primer libro, ¿qué te parece?”
Algunos de los libros por los que me paseo estos días
Cuando entendí todo eso, recordé a Fernando Osorio, un músico venezolano que admiro y que decidió hacer un cambio a su disco cuando ya estaba a punto de salir: quitó todos los instrumentos y coros, para dejar solo su voz y guitarra, en grabaciones más íntimas y cercanas. Dijo -y no sé si esto lo leí o lo escuché en una entrevista- que necesitaba cantar en espacios pequeños, quizá en una galería de arte, en un bar con pocas mesas, para que su música llegara de manera más profunda. Se despojó del ego -eso no lo dijo él, lo digo yo-, de la casa llena, y sus canciones comenzaron a adquirir otro tono.
Y creo que eso es lo que me pasa: estoy apartando el ego al creer que por usar las palabras “adecuadas” mi historia será más interesante; cuando sospecho -y esto es solo una sospecha- que lo que necesitan estos textos, son otros que cuenten un poco más de lo que llevo por dentro, sin timidez. Que si me voy a desnudar, no puedo hacerlo a medias porque esos retazos hablan más de mí que lo que yo misma soy capaz de reconocer.
Pero ya va, desde hace tres párrafos han sucedido otras cosas:
- Hoy es 11 de octubre y son las 2.13 pm
- Decidí recortar tres textos del cuasi libro y (re)ordenarlos, para que haya una coherencia con los textos nuevos que están por entrar. W todavía no sabe esto, pero se lo contaré.
- Me inscribí en un taller de fotografía de calle para seguir aprendiendo cómo ver lo que debo ver
- Me postulé para la Beca Michael Jacobs de Crónica Viajera 2017
Y me tropecé con esta frase
Pues nada, ya está, ya lo conté. Y ojalá reciban esta noticia con entusiasmo o con curiosidad porque se las cuento con cariño (y susto). Siempre supe que quería escribir un libro, pero tenían que pasar seis años de viaje en solitario para que llegara el momento de hacerlo, de armar un viaje coherente entre tanto paisaje visto. Nunca tuve prisa; sabía que iba a reconocer el instante. Desde hace un año estoy contenta y concentrada y por eso he pasado más tiempo en la esquina de la casa que haciendo viajes largos, porque decidí que no podía ausentarme tanto tiempo de estos retazos que no son más que pedazos de viaje, anotaciones silenciosas, intentos de escritura íntimos que han saltado de mis libretas guardadas durante cinco años. Son instantes arbitrarios y desordenados. Son todo eso que está dibujado en el mapa desde el mismo momento en que decidimos movernos, pero que no alcanzamos a ver porque para verlo hay que saber mirar hacia adentro.
Cuando termine de escribir estos nuevos textos -que no serán más de dos o tres- me tocará releer el libro completo y eso es algo que no hago desde que lo solté. Traté de separarme de él lo más que pudiera, como para extrañarlo, para dejar de reconocerme. Ya veremos qué resulta de todo esto.