Anoche fui al cine a ver Biutiful, una película del mejicano González Iñárritu, protagonizada por Bardem y realizada en Barcelona. Anoche volví al cine a llorar como una Magdalena y salí conmovida por toda la belleza que es capaz de contar el dispar Iñárritu, por lo bien que lo hace Bardem y porque ahí está la Barcelona real, dura, jodida, miserable, la ciudad de verdad en donde se fabrica la ciudad mentirosa.
En Biutiful, Iñárritu trabaja sentimientos muy complejos, de esos que se sienten o no, pero de los que no hay que andar dando demasiadas explicaciones. Porque también tenemos estandarizados los sentimientos y la expresión de las emociones. Biutiful es difícil. Dura más de dos horas, su ritmo es muy pausado, agónico, camina hacia la muerte. Bardem se va muriendo mientras intenta poner algo de humanidad, acaso belleza, en vidas desahusiadas, en la de sus propios hijos. Y maneja con gran discreción el don de hablar con los muertos para asegurarles un tránsito tranquilo y en paz. Y todo esto transcurre entre Poble Sec, el Raval y Tres Torres, donde se encuentran los talleres de producción de bolsos fake, que hacen chinos esclavizados por chinos, mientras la policía se lleva una parte por mirar hacia otro lado y los negros senegaleses venden a lo largo de Passeig de Gràcia, etc, desarrollando niveles de estrés inhumanos.
En Biutiful vemos lo que nadie quiere ver. La muerte, el más allá, la pobreza, los mundos sin salida, el desamparo, la descomposición. Sin embargo Iñárritu logra ver la belleza que hay ahí encerrada. En cierto modo él también ve más allá.
¿Cómo se escribe beautifull papá? le pregunta la hija a Bardem.
Pues así como suena… Bi-u-ti-ful, le contesta el padre.
Hacía tiempo que alguien le debía este homenaje a Barcelona. No ser tratada como una rubia tarada y de low cost, sino como una ciudad guapa, intensa, histórica, con mucho mundo encima, con tantas historias sórdidas para contar, también de la Diagonal hacia arriba. Barcelona es biutiful. La vida es biutiful. Sufrir no es biutiful pero viene con el paquete.
Los que leen este blog ya me conocen. Biutiful si, fácil no. Y me perdonarán si entre los regalos que me propongo hacerles en estos días, está la recomendación de que no abandonen nunca el cine y de que vayan a ver Biutiful y películas difíciles y se expongan a sentimientos confusos y los atraviesen a saco. Catarsis puede ser. El mundo no es maravilloso, ni siquiera atrapado en la botella de vino que más amen o hayan gozado.
Biutiful es como los vinos que nos gustan. No son fáciles, los abres y pueden impactarte con un uppercat de reducciones sulfurosas que te recuerdan a un huevo podrido, tienen colores indefinidos, no están filtrados, no aspiran a gustar pero si a que se les tenga paciencia y a saber meterlos en nuestro cuerpo. Algunos de estos vinos son más una comunión que una relación cotidiana.
Después de Biutiful me hubiera ido a un bar à vin de los que no hay todavía en Barna, más bien taberna, hasta con algo de humo, a zamparme unas copas de cualquier vino tinto de los que hace Tom Lubbe en Calce, pleno Roussillon, mientras lee a Roberto Bolaño y pasa de Pixies a Bach. Vinos exigentes y seriamente entretenidos. No te los vas a tomar sin pensar lo que estás haciendo, los vas a respetar, te vas a enamorar y vas a querer tener alguna botella siempre a mano, por si la cosa viene de dejarse dar un golpe bajo, dejarse llevar por bajas pasiones y sobre todo si estás dispuesto a asumir la belleza y la perfección de cada momento, aún las que requieren de una gran dosis de imaginación.
Fuente: Observatorio de vino
Biutiful o la belleza de la descomposición