Es un tema poco explorado para le gente ajena al mundo animal, pero está ahí aunque sea del lado del consumidor. Ese visitante, ingenuo, de los acuarios en los que los espectáculos con animales son una práctica atractiva y divertida. Sólo si no se forma parte del cómo. Pocos espectadores se plantean la forma en que esas focas, delfines, orcas o cualquier otro animal acuático ha llegado hasta allí. Porque nunca es una historia bonita, y sus consecuencias tampoco suelen serlo.
Blackfish da una imprescindible lección de convivencia entre humanos y orcas: la memoria, la sensibilidad y, sobre todo, la venganza. La cinta muestra cómo se caza y se separa a las orcas más jóvenes de sus madres en alta mar -una práctica ilegal, claro-. Si ya de por sí es doloroso para cualquier mamífero, se explica que las orcas tienen una parte del cerebro que el humano no tiene, plenamente dedicada a lo social, al sentimiento de unión con el resto de miembros de su grupo y, por encima de todo, de sus familias. Por lo tanto, el arrebatarlas de ahí y aislarlas en piscinas cerradas y pequeñas, con orcas diferentes a las de sus orígenes que no tienen por qué entenderse entre ellas, es algo que les afectará de por vida. Y ahí es donde entra el dilema: en caso de ataque, ¿quién es el asesino: la orca o el humano que la ha arrastrado allí?
La directora y activista Cowperthwaite se centra en los ataques a entrenadores por parte de orcas ocurridos en los años 80-90 en parques acuáticos como Sealand (en Canadá, cerrado por varios accidentes en 1991), Seaworld (Estados Unidos) o Loro Parque (España). Recopila testimonios de visitantes que vieron los ataques o de compañeros de trabajo que explican cómo la empresa evitaba informar de los hechos. Tras varios casos en los tribunales, la verdad consigue salir a la luz, desmintiendo la versión de los dueños, que siempre acusaba a los entrenadores -fallecidos- de errores en el entrenamiento para no dar pie a que se examinasen las condiciones en que los animales vivían y así, poder prohibirles la cautividad.
Blackfish logra una fotografía marina que sumerge pero deja respirar en tiempos perfectos. Los cantos de las orcas podrían estar más exprimidos para pellizcar a lo fácil, pero no lo están. La música podría ser mucho más melodramática, pero tampoco lo está. Las informaciones podrían estar manipuladas, pero tampoco es así. Todo ello hace que el documental sea armonioso, con un toque periodístico nada desdeñable, que descubre al espectador y visitante medio la oscuridad de un espectáculo que poco es además de dantesco e inmoral. Una lección de vida y de consumo.