Pensaba esto tras verla el otro día interpretar a la Virgen María en el singular e interesante monólogo del irlandés Colm Tóibín en el teatro Valle-Inclán, con el privilegio de disfrutar de Blanca Portillo desde la primera fila, en ocasiones a apenas un metro de distancia. Salí impresionado del admirable y conmovedor trabajo de la actriz, que se aleja de tópicos y clichés para encarnar a una madre atormentada por el remordimiento, asustada, afligida y débilmente enfurecida. Así es la Virgen María de «El testamento de María», obra en la que el autor contempla a esta figura histórica y evangélica desde un punto de vista diferente al que estamos acostumbrados; la saca de su habitual silencio y discreción y da voz a sus lamentos y sus incomprensiones.
Pero el texto, siendo interesante, no lo es tanto como el espectáculo que ha tejido Agustí Villaronga -cineasta que debuta como director teatral con este monólogo-, con la imprescindible complicidad de Blanca Portillo. Villaronga ha creado, sobre un precioso entorno escenográfico del pintor Frederic Amat (habitual colaborador de Lluís Pasqual), una puesta en escena de tintes cinematográficos por los ritmos y los planos, que llena de acción el relato de María y lo salpica con detalles hermosos, bajo las evocadoras luces de Josep Maria Civit.
El cuerpo y el alma, sin embargo, se lo pone, ya lo he dicho, Blanca Portillo, que se vacía física y emocionalmente en esta función (no había más que ver su rostro sudoroso durante los saludos finales) y que ofrece una lección de sabiduría y de verdad en un trabajo exigente, turbador y convincente.