Conociendo un poco a Blanca, me imagino su cara cuando Helena Pimenta le planteó la posiblidad de encarnar a Segismundo (un papel masculino, por si alguien no se hubiera percatado). Seguramente, reaccionó con asombro para, un segundo después, esbozar esa sonrisa pícara y traviesa que pone a veces (es actriz, tiene muchas más caras para poner) e imaginarse la que podía armar en la piel de ese personaje, uno de los más fascinantes de la historia del teatro español (la responsabilidad, como el valor en la mili, se le supone).
Sobre el escenario, Blanca es al tiempo una figura de barro, una escultura de mármol e incluso una estatua de bronce; y dentro, un corazón fieramente humano que late a través de una mirada de mil colores y una voz de mil sonidos. Es figura de barro porque sabe adaptarse a cada personaje para cubrir hasta sus últimos rincones; escultura de mármol porque les da dignidad y belleza. Y estatua en bronce porque en sus manos cualquier papel es majestuoso y se alza sobre un pedestal fabricado en estudio, trabajo, naturalidad y honradez a partes iguales.
Fuera de escena, Blanca trata de refugiarse en la normalidad de la multitud, pero siempre se le acaba distinguiendo Hay gente que no puede pasar desapercibida aunque quiera. Siempre me ha llamado la atención su risa, franca y luminosa, y el gesto cariñoso con que mira a sus amigos; su actitud atenta y observadora, dispuesta a transformarse en esponja o a tender los brazos.
Le he visto en obras de Jardiel, de Mamet, de Calderón de la Barca, de Shakespeare (pasado por el tamiz de Tomaz Pandur, su cómplice y una de sus guías), de Veronese, de Eurípides, de Sófocles, de vuelta a Calderón de la Barca... Y cada vez me admira más.
La foto la hizo Ángel Navarrete, y mi cabeza asoma por el lado derecho