Desde bien pequeña, Blasa siempre había dicho aquello de “Mamá, quiero ser artista”. Lo llevaba en la sangre. Bien es cierto que lo tenía complicado, y no sólo porque en aquellos años, los 20 del siglo anterior, el tema de ser artista estaba complicadillo ya de por si, sino porque además, Blasa era una vaca. Ella era consciente del problema que suponia pertenecer a esa especie, pero se solía decir a si misma que aquello sólo era un obstáculo y que todo el mundo podía triunfar si se lo proponía. Asi se separaba del rebaño para hacer dibujos en la hierba a base de mordiscos, o mugía al ritmo de los silbidos de Antonio, el pastor, aunque este nunca se diera cuenta.
Como tampoco es que fuera un manojo de nervios ni tuviera ninguna prisa, que tampoco se estaba del todo mal en los prados, Blasa se lo tomaba con tranquilidad y esperaba pacientemente a que alguien se diera cuenta de su talento. Y en esas estaba cuando un buen día a ella y a unas cuantas más la metieron a bordo de un tren y se las llevaron a la Capital.
Después del paseito, que a Blasa no le gustó nada, todas apretadas y sin ventanas que echarse a la vista, terminaron llegando a un sitio lleno de edificios que parecian naves industriales, y que por lo que oyó a alguno de los pastores que las guiaban, estaban al borde del Manzanares. En la misma conversación, pudo escuchar la historia de aquel complejo donde la estaban metiendo. Se trataba del nuevo Matadero de Madrid. Por lo visto, habían tardado casi 20 años en construirlo, entre pitos y flautas. Y eso que hacia bastante más tiempo, por lo que pudo escuchar, que Madrid necesitaba uno, por cuanto el Matadero de El Rastro y el de Puerta de Toledo se habian ido quedando insuficientes para atender a las necesidades de la creciente población madrileña.
A Blasa, nuestra vaca artista, le importaban bastante poco las necesidades de la población, madrileña, toledana o de donde cuernos fuera. Por muy vaca que fuera, no era estúpida, y sabía muy bien a que la habían llevado allí. Y no la gustaba nada, que poco había de arte en terminar siendo unos cuantos solomillos, por mucho que el que los cocinara tuviera mucha gracia. Asi que empezó a mirar alrededor, pensando como escaparse de esa fila que tan mala espina le daba. En eso estaba, cuando una de sus amigas, la Fernanda, seguramente también alertada por el rumbo de los acontecimientos, comenzó a mugir escandalosamente un par de vacas más adelante. Aprovechando el barullo consiguiente, Blasa logró escabullirse hacia la trasera de uno de los edificios, sin saber muy bien cómo. Y allí se quedó, quieta, muy quieta, quietísima, con temor a moverse por si llamaba la atención y la devolvían a la puñetera fila. Tan quieta se quedó, tan paralizada por el miedo, que todo aquel que de casualidad la vio al pasar la confundió, entre las luces y las sombras proyectadas, con una estatua que fueran a colocar para adornar las nuevas instalaciones.
Y así pasaron las horas, y la primera noche. Y Blasa seguía inmóvil, tan sólo repitiéndose a si misma: soy invisible, que no me vean, soy invisible, que no me vean… como en un mantra que hubiera aprendido de sus colegas de la India. Y tanto lo repitió, y tanto hizo por no moverse y que no la vieran, que puede que alguien con el poder suficiente para hacerlo, vaya usted a saber si Santo de Vacas, Dios de animales o Mago majísimo, hizo que se fuera haciendo, poco a poco, invisible a los ojos del mundo. Enorme cual vaca era, se convirtió en fantasma enorme, que se quedó rondando por las naves del Matadero de Madrid, intentando no echar demasiado el ojo a las burradas que hacían con sus congéneres y mirar mucho más hacia un Madrid que no paraba de crecer al otro lado de los muros que lo rodeaban.
Y así paso los años nuestra Blasa, antes vaca y ahora vaca fantasma, haciendo aparecer dibujos que nadie más que ella sabía de donde habían salido, perfeccionando su registro de mugidos y hasta ensayando algún pasito de claque, que ella se habría convertido en invisible, pero sin perder ni un ápice de su alma de artista. Sería por tiempo. Hasta 8 décadas pasaron hasta que el Matadero terminó cerrando, se abandono aquello de matar y se termino convirtiendo en algo más bien de “nacer”.
Porque en los noventa, donde antes se cortaba, se empezó a danzar, y así unos establos se transformaron en la sede de la Compañía Nacional de Danza. Donde antes se sufría, ahora se levantaba un invernadero, donde tantas veces Blasa terminaba sus fantasmales paseos entre plantas de las que no conocia ni el nombre ni el país donde venian.
Nunca hubo ni vaca ni fantasma tan feliz. Matadero Madrid terminaron llamándolo. Blasa pensó que quizás fuera porque mataba la tristeza. Y se lleno de Teatro, de baile, de libros, de cine. Y Blasa incluso tuvo que hacerse una agenda (Que las vacas y los fantasmas también pueden ser organizados) para apuntarse todo lo que ver.
Y ultimamente, los pocos locos que sabemos de la existencia de Blasa, la hemos podido ver mucho más contenta aún. Y es que dice que ahora no sale de la Academy, en la Nave de la Música. Y es que me comenta que le gusta un Toro. Fíjate, a sus fantasmales años y enamorada como una ternera. Pero es que es un toro imponente, rojo y extranjero, por más señas. Un Toro Rojo que se ha montado una Academia de Música, pero a lo grande, con músicos de 34 paises diferentes, aprendiendo entre ellos, compartiendo un espacio que tiene algo de mágico, mostrando cada día algo nuevo y compartiéndolo con los demás.
Yo entiendo a Blasa porque lo he visto con mis propios ojos, y he entrado en la Red Bull Music Academy, en la Nave de la Música de Matadero Madrid, y visto la magia, y las instalaciones, y a los sueños de la gente hacerse música. Y allí estarán hasta el 25 de noviembre, en total cinco semanas, en las que seguro que Blasa no se perderá ni un ratito de todo lo que montan por allí.
Si lo quieres comprobar por tí mismo, entra en redbullmusicacademy.com, o sintoniza rbmaradio.com, o simplemente no pierdas de vista el perfil de Twitter @RBMA_Madrid. Y puede que, con suerte, te encuentres a tu lado una vaca fantasmal llamada Blasa.