Cuatro franceses fueron asesinados por los terroristas islámicos en una tienda kosher el pasado día 7 por ser judíos, un musulmán por ser un policía que estaba cerca del Charlie Hebdo, y las otras doce víctimas por blasfemar con sus dibujos contra Mahoma en ese semanario.
Con su vara de medir blasfemias los terroristas podrían eliminar en España a, por lo menos, la mitad de la población, porque en este país hay afición a ensuciar lo más sagrado entre exclamaciones injuriosas.
El castigo en España para estas expresiones, al menos durante el franquismo, llegó a ser de diez pesetas, y todavía deben quedar en las salas de espera de algunas estaciones de Renfe los carteles que señalaban esa multa.
Eran placas de hierro esmaltado con porcelana blanca y letras negras que ordenan “Hablad bien. La ley, la moral y el decoro prohíben la blasfemia”.
Pero mucha gente desobedecía cuando los trenes llegaban retrasados, que era siempre, y las imprecaciones manchaban al cielo.
“Se desató la ira del pueblo contra los dioses”, escribían Homero y, tres siglos después, Heráclito: cuando algo daña el hombre, que siempre se creyó utilizado por seres superiores, expresa su fe en ellos maldiciéndolos.
La blasfemia, pues, es una prueba de fe, pero en la inmensa mayoría del mundo islámico es motivo de pena de muerte.
Pero si pedir solamente libertad es pecado para muchos musulmanes, toda expresión contraria a la doctrina más radical justifica el asesinato del blasfemo a manos de un creyente, criminal que en todos los países musulmanes será exonerado.
Para cualquier islamista son blasfemias que merecen la muerte dudar de la existencia de Alá o decir que Mahoma podría ser un pederasta por casarse con una niña de siete años y poseerla a los nueve.
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SALAS, Histórico