Este es el segundo capítulo de la blognovela “Mi mamá tiene una tribu”. Puedes leer el primer capítulo:
CAPÍTULO 1
DE CÓMO AQUEL HOMBRE LLEGÓ A NUESTRAS VIDAS
Así llegó él a nuestras vidas. Todas creímos que lo habíamos rescatado aquel día. Pero él tenía nuevos planes para todas. Solo el tiempo nos demostraría que era él el que estaba destinado a nosotras.
CAPÍTULO 2: DE PREJUICIOS MARITALES
Y en ese “stand by” estábamos, cuando Nicolás llegó corriendo para decirle a su madre que quería ir al baño, lo que dadas las circunstancias que nos rodeaban significaba que quería que lo acompañara al árbol de las vergüenzas para disimular delante de los otros niños.
-Vos, caballero- espetó Betina con su tono argentino, ese que aún enfadada acompañaba con música sus palabras- ni una palabra diga mientras me ausento. No llevo aquí esperando diez minutos a que usted comparta lo que le ocurre para que ahora me lo tengan que contar otras sin haberlo yo escuchado. ¿Me oíste? Schssss, ni una palabra. No le será difícil aguantar un poco más…
Aquello me dio alas a mí. Eso es lo que siempre hacía ella: lanzar la chispa para que otros pudiéramos aprovechar y hacer fuego. Betina se había ganado nuestro apodo de “Compañía” porque siempre que era saludada por alguien con un ¡Eh, Betina! ella contestaba con un ¡Soy Betina y Compañía, que mis nenés también quieren ser saludados! Así era esa mujer, su compañía era siempre más importante que ella misma.
Y mientras se alejaba, yo me lancé a animar a aquel hombre:
-Ahora que ya se ha comido el chocolate, lo cual me indica por experiencia que la pena no se habrá ido pero que su ánimo está listo para desahogarse, ¿nos quiere usted contar qué le ha pasado?- intenté parecer menos enfadada de lo que solía ser habitual por mi tono de voz, además de disimular que en mi juicio interno yo me inclinaría en su contra si el problema era con una mujer.
Éramos mujeres, y ya habíamos formado en nuestros pensamientos la historia de aquel hombre sin ni siquiera haberla escuchado de su boca. Cuando se trataba de mujeres y hombres, todas nos inclinábamos por apoyar a la mujer y dejábamos escapar nuestros prejuicios contra el sexo opuesto. Salvo Marisa, todas las demás habíamos aceptado ya la condición masculina y convivíamos aceptando a nuestras parejas; habíamos superado la fase de sobrevivir a ellos y habíamos aprendido a vivir en ese escalón en el que ves lo que quieres ver, y escuchas solo lo que quieres escuchar. Marisa sin embargo partió de un escalón subterráneo y ahí se había quedado. No solo no había aprendido a vivir, sino que ni tan siquiera era capaz de sobrevivir. La vida se la daban sus hijos… y ahora también nosotras.
-La cuestión no es que vosotras queráis escuchar lo que tenga o no que decir. La cuestión es si vosotras estaréis dispuestas a querer comprender lo que yo pueda contaros o, como intuyo, me estáis prejuzgando antes de tiempo- fueron las primeras palabras de aquel hombre. Y su voz nos pareció tan serena para alguien que acababa de desmoronarse hacía unos minutos, que todas callamos presas del asombro.
-Joder, Candela, ¿pero tú qué chocolate le das a la niña? ¡Trae para acá un trozo, que esta noche voy a dejar sin voz a mi marido!- se me escapó a decir al caer en la cuenta de que aquel desconocido me había rematado con solo un par de frases.
-¡Te tengo dicho que no digas palabrotas, Mónica, que siempre hay niños escuchando!- me recriminó Candela. -Y díganos, ahora que ya sabemos que todos tenemos prejuicios sobre el otro sexo, ¿de qué dolores de amor sufre usted?
Dudó mucho si contestar aquella directa, pero creo que cuando vio a los niños de mis amigas jugar, tan diferentes, sin importar la edad ni el sexo… fue cuando se rompieron las barreras entre nosotros y atinó a decir:
-Se le acabó el amor a mi mujer sin yo haberme dado cuenta de ello, y soy incapaz de saber qué parte de mí es la no supe enseñarle. Ella dice que no he sabido quererla, pero yo solo pude amarla como sabía. Y aquí estoy, incapaz de entender qué ha podido pasar entre los dos, y lo que es peor, dudando de mí mismo y de lo que soy. Porque si no puedo amar como sé, ¡cómo voy a creer que nuestra hija sabe cómo la quiero! Y las quiero. Las quiero mucho. Y soy un buen hombre, como seguro que lo son los suyos, que no sé por qué me parece que me miráis con cara de “algo habré hecho mal”…
-Bueeeeno, interrumpió Marisa- quien había empezado a dar de mamar al pequeño Marcos demostrando así que por su parte no ponía traba alguna a que aquel hombre compartiera hueco en nuestra tribu- digamos que como la película: algunos hombres buenos… Y que no lo digo por usted, no vaya a creer que dudo de su palabra.
-Bueno, hombre sin nombre- quise contestarle- la verdad es que los hombres a veces no tenéis ni idea de cómo amar a una mujer. Y no me venga con el cuento de que somos muy complicadas porque las verdad es que comprendéis lo que os da la gana a la perfección.
-Yo la quiero tal y como es, y no cambiaría nada de ella. Así sé quererla yo. Creo que el amor cada uno lo sentimos a nuestra manera, ¿no? Y querer cambiar el amor es no quererlo… – se le escapó el pensamiento en la voz al tiempo que se levantaba de nuestro banco y se alejaba lentamente ensimismado en él.
Y allí nos dejó, pensando a todas si tantas veces como habíamos hablado de cambiar algo en nuestras parejas no era como pretender cambiar el amor que había por algo que no sabíamos ni tan siquiera si querríamos amar. Sin necesidad de decir nada, todas nos quedamos pensando en aquellas palabras; ni siquiera sabíamos cómo se llamaba aquel hombre, pero creo que todas teníamos ganas de regresar a casa a probar una nueva forma de entender a nuestros hombres… Todas, menos Marisa.
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